Vive y deja vivir
Penicilina: el moho que se convirtió en oro
¿Sabes lo que significa la palabra “serendipia”? Según la RAE, se trata de un “hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual”.
Las serendipias son mucho más frecuentes de lo que podríamos imaginar, de hecho muchos de los descubrimientos más importantes en la Historia de la investigación son buenos ejemplos: el origen de la fotografía, del marcapasos, de la radiactividad, de los Rayos X, de la Coca Cola e incluso de la Viagra fueron hallazgos fortuitos… tanto como el descubrimiento de América por parte de Cristóbal Colón, cuando en realidad buscaba una ruta hacia las Indias.
Pero sin duda, una de las casualidades más importantes de la Historia de la humanidad y del siglo XX en particular, fue el descubrimiento y desarrollo de la penicilina como primer antibiótico capaz de ser usado en medicina. Se trata de un ejemplo tan bueno de serendipia, que la RAE lo utiliza en su diccionario para ejemplificar esta definición.
Su hallazgo fortuito en 1928 inició la era de los antibióticos… uno de los descubrimientos más trascendentales de la medicina, salvador de incalculables vidas, y cuyo descubridor, Alexander Fleming, forma parte de la memoria de Madrid tras su visita a la capital en 1944.
¿Qué habría sido de la esperanza de vida de la humanidad sin el descubrimiento de la penicilina? Enfermedades ahora consideradas poco más que afecciones que duran un par de días, hace poco menos de un siglo podían resultar mortales.
Hasta mediados del siglo XX, la complicación de un simple dolor de garganta, cuya infección se extendiera a los pulmones, podía provocar la muerte. Incluso un simple rasguño, provocado por la espina de una rosa, podía llevarte a la tumba con pasmosa facilidad a causa de una posible infección.
En la edad moderna (entre los siglos XV y XVIII) las enfermedades infeccionas desencadenaron en España afecciones que azotaron y diezmaron su población.
Enfermedades como la lepra, la peste, la viruela, la tuberculosis, la gripe… estaban originadas, según el pensamiento de la época, por causas divinas, por comportamientos inmorales, por pautas climáticas, hambrunas, movimientos de tropas, guerras, etc.
Los remedios aplicados como medicamento se basaban en preparados naturales, prescripciones dietéticas, reconstituyentes religiosos, penitencia y oración, mezclados con ordenanzas de sanidad pública como cuarentenas, cierre de casas o fumigaciones de bienes y personas.
Antes de la llegada de la penicilina, y durante siglos, los métodos para combatir las infecciones eran muy limitados y se basaron en purgas, sangrías y sanguijuelas que, empleadas en las primeras etapas del proceso, podían resultar eficaces. También se aplicaban otros recursos cutáneos, como por ejemplo la miel, para ayudar a cicatrizar heridas.
A comienzos de 1800, antes de la Guerra de la Independencia, la población española era de 11,5 millones de personas y se caracterizaba por una alta tasa de natalidad y morbilidad a causa fundamentalmente de procesos infecciosos: irritaciones, fiebres, dolor de pecho, tos, pulmonía, meningitis eran factores habituales de muerte.
Una vez iniciada la contienda contra el ejército napoleónico, las puntas de muerte se concentraron entre 1809 y 1812, con más de medio millón de muertos a causa de las heridas de la guerra.
Porcentualmente, y en relación a la población existente, la Guerra de la Independencia resultó la más letal de todas las guerras españolas contemporáneas.
En los años siguientes a la contienda, la peste dejó paso al paludismo y a las epidemias de tifus exantemático, fiebre amarilla, cólera y a brotes de sarampión, viruela, gripe, escarlatina y difteria o garrotillo. La esperanza de vida en nuestro país entre 1860 y 1887 era de 29 años, enormemente inferior a la media Europea.
El médico del siglo XIX atendía a los enfermos sin lavarse las manos, incluso después de manipular una herida en diferentes pacientes, pues lo ignoraba todo acerca de los gérmenes.
No se conocían las causas microbiológicas de las enfermedades infecciosas ni, por lo tanto, su adecuado tratamiento. Ni siquiera se distinguía claramente entre unas enfermedades y otras, y los tratamientos seguían basados, al igual que en el siglo XVIII, en la dietética, la cirugía agresiva y la farmacoterapia.
No fue hasta la segunda mitad del siglo XIX, con los estudios de Louis Pasteur y su desarrollo de una teoría germinal sobre las enfermedades infecciosas, cuando comenzó a generalizarse el hecho de que cada afección era real y con existencia independiente, causadas por “microbios”.
La era de la búsqueda del microorganismo había comenzado. Pronto se conocieron muchos de los patógenos causantes de la mayor parte de las infecciones, pero todavía muchos insistían en que las enfermedades tratadas químicamente eran las excepciones, y que la posibilidad de combate era más bien casualidad que regla para todas o muchas enfermedades infecciosas.
Seguían empleándose tratamientos que, además de producir un resultado muy incierto, podían ser muy dolorosos y sumar otras complicaciones. Los compuestos, que podían aliviar al enfermo solían ser tóxicos y generar efectos secundarios a menudo impredecibles que podían incluir fiebre, convulsiones o enfermedades renales, para citar solo algunas de las complicaciones posibles. Lo que se suele conocer por “peor el remedio que la enfermedad”. El tratamiento de la sífilis, por ejemplo, giraba esencialmente en torno al mercurio y a derivados del arsénico hasta el primer tercio del siglo XX.
El comienzo del cambio se produciría con la “observación casual” de un médico y científico escocés y su descubrimiento de la penicilina.
En 28 de septiembre de 1928, el laboratorio de Alexander Fleming (Darvel, Escocia; 1881-Londres, 1955) estaba totalmente desordenado como era habitual… tal y como lo había dejado dos semanas antes al iniciar sus merecidas vacaciones estivales.
Al organizar su mesa para recuperar su investigación, el científico observó atónito como uno de los cultivos de estafilococos que había dejado en las estanterías se había contaminado con un hongo y, sorprendentemente, alrededor no había crecido bacteria alguna.
Intrigado, comenzó a estudiar aquel fenómeno. Acababa de descubrir la penicilina, el antibiótico que cambiaría la historia de la medicina. Un hallazgo fortuito sí… pero como diría Pablo Picasso: la inspiración (o la suerte, en este caso) te tiene que encontrar trabajando.
A pesar de la importancia del descubrimiento que había realizado, Fleming no sería quien descubriría la aplicación de la penicilina como tratamiento real en humanos, ya que la escasa preparación química del médico escocés le impedía aislar y purificar la sustancia para que ésta fuera realmente eficaz en la clínica. Fueron otros investigadores británicos, Walter Florey y Ernst Chain quienes en 1939, diez años después del hallazgo inicial, obtuvieron una penicilina concentrada, estable, purificada y lista para poder ser utilizada en pacientes.
En seguida se reveló muy efectiva para tratar enfermedades como, por ejemplo, la sífilis y la meningitis, así como la mayoría de las infecciones provocadas por heridas. Sin embargo, las cantidades que conseguían producirse eran ínfimas para las necesidades demandadas… y ninguna compañía farmacéutica estaba dispuesta a arriesgar sus inversiones. De eso se encargaría el gobierno de los EE.UU.
El gobierno de Franklin Roosevelt obligó a las grandes farmacéuticas norteamericanas a cooperar para conseguir el medicamento para sus soldados, que se disponían a participar en la Segunda Guerra Mundial.
La penicilina abría nuevas perspectivas para salvar vidas, de modo que el gobierno estadounidense financió la construcción de nuevas plantas farmacéuticas y garantizó que no habría pérdidas. De esta manera los laboratorios se vieron obligados a cooperar y dejaron de competir entre sí.
Farmacéuticas como la actual Pfizer, fabricaron las dosis necesarias y la producción estuvo a punto para una de las operaciones más famosas de la II Guerra Mundial: el Desembarco de Normandía. En las primeras 24 horas desembarcaron en Francia 150.000 soldados aliados, todos contaban en su kit médico con una dosis de penicilina para utilizarla si eran heridos.
Poco a poco se fue produciendo suficiente penicilina para proveer al ejército aliado. No obstante, para la población civil fue mucho más complicado.
En una Europa devastada por la guerra, la penicilina se consideraba un producto de lujo: más valiosa que el oro (su precio ascendía a 15.000 dólares la dosis) pasó a convertirse en objeto de deseo y, por lo tanto, de contrabando.
La penicilina originó en España un creciente mercado negro. Era la época del estraperlo en la postguerra y el medicamento sólo se encontraba en el mercado negro, que hacía más fácil conseguir el antibiótico de estraperlo en algunos bares de la capital que en una farmacia o un centro hospitalario. Así fue como la penicilina produjo su primer éxito curativo en España. Sucedió en Madrid, en agosto de 1944, y tuvo como protagonista al conocido doctor Carlos Jiménez Díaz.
El ilustre médico salvó su vida con la ayuda de la penicilina que consiguieron sus alumnos, para combatir la neumonía neumocócica que le había puesto al borde de la muerte. Sus discípulos removieron cielo y tierra para hacerse con varias dosis de penicilina de contrabando en el célebre Bar Chicote de la Gran Vía madrileña, que a la postre acabarían salvando la vida de su maestro, quien años más tarde se convertiría en director del Instituto de Investigaciones Médicas y de la famosa Fundación Jiménez Díaz.
En 1945, se creó una comisión para intentar garantizar una distribución adecuada en farmacias y hospitales de todo el país, evitando así su paso por el mercado negro, y un año después, se autorizaba la venta libre de la penicilina en todas las farmacias españolas, aunque su precio seguía siendo muy elevado.
Ese mismo año, el Premio Nobel de Medicina les fue concedido a Fleming, Florey y Chain, en reconocimiento a los tres en conjunto por el descubrimiento de la penicilina. Curiosamente, hoy en día se piensa mayoritariamente solo en Alexander Fleming cuando se habla del origen del fármaco.
Y es que, desde finales de la década de 1940, el científico escocés se dedicó a recorrer el mundo y a recibir homenajes de todo tipo, lo que sirvió para reforzar esta imagen de Fleming como único autor del descubrimiento, mientras Florey y Chain iban quedando en el olvido.
Uno de estos viajes fue el que llevó a Alexander Fleming, en compañía de su esposa Sarah, de visita a España y, en concreto a Madrid, en mayo de 1948.
A su llegada a nuestro país, el matrimonio encontró una España pobre, sumida en la oscuridad de la postguerra, del aislamiento, la cartilla de racionamiento, la tuberculosis, los piojos y la poliomielitis, que recibía al genio escocés con todos los honores que se merecía por haber salvado miles de vidas y ahorrado innumerables lágrimas a nuestro pueblo.
El eminente Gregorio Marañón, regresado de su exilio en 1943, recibió en Madrid al genio escocés, afirmando que su extraordinario remedio significaba “el comienzo de una era que, llena de esperanzas, se abre ante nosotros”.
El NODO cubrió las más importantes actividades de la gira del científico británico y acercó a los españoles la figura de quien había cambiado la vida de tantos seres humanos.
El Premio Nobel de literatura de 1922, Jacinto Benavente, se sumó a las alabanzas de todos los españoles al afirmar en esos días que: “el doctor Fleming puede estar orgulloso. Ser un elegido de Dios es para estarlo”.
Por su parte, el héroe, Alexander Fleming, asistió en Madrid a partidos de fútbol y todo tipo de actos académicos, culturales y lúdicos… incluidas corridas de toros.
En una de estas últimas, los asistentes le agradecieron que hubiera librado a muchos toreros de la mortal infección de las pavorosas cornadas. El científico, que divisaba los tercios desde el callejón, preguntó: “¿Y a cuántos toros he salvado?”.
Precisamente, el doctor escocés se convirtió para el mundo del toreo en una figura clave... incluso podría decirse que fue un verdadero ángel de la guarda para los diestros.
Y es que hubo un tiempo en el que toreros y doctores temían más las infecciones que se provocaban tras la cogida de un toro que a la cogida en sí, por ser los cuernos de los hastados graves portadores de gérmenes.
Hasta la aparición de la penicilina, el agua hacía las funciones de desinfectante de la herida, siendo el antihigiénico hule la tela impermeable que cubría las camillas de los quirófanos de entonces… lo que provocaba que cada temporada murieran varios toreros ya que, aunque muchas cornadas no eran mortales, las infecciones derivadas de la herida sí lo eran.
Además, enfermedades como el tétanos o la gangrena suponían el pan nuestro de cada día para los diestros, de manera que la infección de pequeñas heridas frecuentemente derivaba en amputaciones.
El descubrimiento de la penicilina convirtió a la medicina en una ciencia mucho más segura, alargando la vida de los toreros y acortando sus periodos de convalecencia.
Por este motivo, la Asociación y Montepío de Toreros decidió homenajear a Alexander Fleming con un grupo escultórico que se encuentra en la explanada frente a la Puerta Grande de la Plaza Monumental de las Ventas, y que se inauguraría 22 años después de su visita a Madrid.
La escultura, obra del madrileño Emilio Laíz Campos, muestra el busto del científico y frente a él un torero que le dedica un brindis… reflejo, no sólo del profundo agradecimiento de los toreros al descubridor, sino también homenaje popular al medicamento que constituye históricamente el paradigma de la curación con fármacos.
A lo largo del siglo XX, y gracias a la invención de la penicilina, la esperanza de vida de la población española aumentó en casi 30 años. Gracias a ella millones de personas hemos tratado nuestras infecciones con este antibiótico que, además, permitió otra gran revolución, la del quirófano: la cirugía es hoy una disciplina eficaz gracias a la cobertura que le prestan los antibióticos.
Aunque la penicilina sigue siendo hoy uno de los “mejores amigos” del hombre, hemos abusado tanto de los antibióticos que los casos de resistencia bacteriana constituyen una preocupación sanitara cada vez más alarmante en la sociedad actual, aunque no nos demos cuenta… ya que muchos han dejado de ser efectivos ante determinados patógenos que han desarrollado resistencia.
Unas 3.000 personas mueren cada año en España a causa de la resistencia a los antibióticos y, según datos de la OMS, en 2050 morirán 10 millones de personas por el mismo motivo, que finalmente generará más muertes que el cáncer. Y es que nuestra propia insensatez como seres humanos, al no respetar las recetas médicas para su dispensación en farmacia ni las precauciones de uso, tiene consecuencias… ¿seremos capaces de desaprovechar el maravilloso regalo que nos legó la serendipia de sir Alexander Fleming?.