Marino varado
blas de lezo: náufrago del olvido
Capítulo I: rumbo perdido_
Amanece en los Jardines del Descubrimiento de Madrid.
Es lunes.
No hay oleaje en alta mar. No hay viento salado, ni jarcias crujiendo, ni el silbido de un contramaestre… sólo una luz tibia que lame el bronce con desgana y un claxon lejano que rompe el silencio como el disparo de un cañón sin pólvora.
Blas de Lezo, el marino inmortal, despierta. O algo parecido a despertar. Su mente —si es que aún puede llamarse así— se despereza lentamente en algún rincón oxidado del metal.
—¡Mamáaaaa, este señor no tiene pierna!
Si Blas de Lezo hubiese tenido cejas, las habría arqueado. Si hubiese tenido pulmones, habría suspirado. Pero era de bronce, y el bronce, si acaso, solo puede recordar.
Lo primero que le vuelve cuando deja que el pasado fluya como marejada vieja, es el sonido de las velas inflándose al viento. No ese sonido metálico, agudo, como el de los niños que ahora chillan sobre patinetes eléctricos, sino un susurro poderoso, como si Dios respirara entre lonas.
Ahora, todo es tierra firme. Hostil, imprevisible, indigna. Nada como el mar, ese enemigo noble.
Desde su pedestal ve desfilar cada día a los mismos tipos de gente: corredores de domingo, turistas desorientados, jubilados con pan para las palomas y una variedad de perros que consideran su bota izquierda como el lugar más honorable para marcar territorio.
Hoy toca chihuahua.
—En mi época no habrías durado un segundo a bordo, maldito chucho de bolsillo —piensa, con la dignidad herida.
Unos adolescentes se sientan a fumar en el banco frente a él.
—¿Tú sabes quién es ese? —pregunta uno, señalando con la cabeza. —Ni idea. Un pirata o algo.
Blas contiene el impulso de invocar una tormenta y lanzarla sobre ellos. En su lugar, recuerda cuando le llamaban “medio hombre” y se reía por dentro, porque medio hombre bastó para hundir imperios enteros.
Héroe de batallas imposibles, azote de los piratas del Pacífico y azote aún mayor de la mayor flota inglesa jamás reunida, estaba ahora inmovilizado entre bloques de hormigón, setos y grafitis.
Allí era alguien. Aquí... era bronce.
Un par de palomas revolotean y una se posa en su cabeza, imperturbable, como si tuviera reservado el camarote superior.
—Buenos días, Isabel —le dice mentalmente, bautizándola por quinta vez ese mes.
Ella arrulla como respuesta, indiferente.
—En mis tiempos —prosigue Blas, para sí mismo, como quien reza— las aves volaban sobre galeones, no sobre bancos con adolescentes medio dormidos.
Así empezaba el día. Todos los días.
Y mientras un grupo de turistas japoneses le hacen fotos con filtros de colores, él piensa en otro lugar, en otro tiempo… navegando lejos de allí.
Capítulo II: un mar de nostalgia_
Pasajes. Octubre de 1677.
Una mañana gris.
Huele a brea, a redes húmedas, a pescado y a cuero salado.
Y él, un crío huesudo, con más ganas que fuerza, pidiendo a gritos que le dejen subir a un barco. Cualquier barco. Aunque fuera como grumete. Aunque fuera para fregar la cubierta. Aunque no volviera.
—¡Tu madre te matará, Blas! —gritaba su tío, el pescador, desde el muelle.
Pero él ya había saltado a la chalupa. Su decisión era clara. El mar le había dicho que lo quería. Y Blas nunca desobedecía a los que mandaban con legitimidad.
Un golpe seco lo arranca de su ensueño.
Un balón de fútbol ha impactado en su rodilla metálica, rebotando con un sonido hueco. Tres niños discuten quién fue el culpable. Uno se acerca a recogerlo y, al ver su rostro fiero de bronce tuerto, retrocede un poco.
—¡Este tío sí que da miedo! ¡Mira, tiene cicatrices y todo!
—Eso no son cicatrices, es que está viejo —dice otro, con la crueldad propia de los que aún no han vivido.
Blas, desde su inmovilidad, observa en silencio.
En su época, las cicatrices se llevaban con orgullo. Eran las condecoraciones del cuerpo.
Pero claro, ¿qué iba a saber un niño que le teme al columpio?
Vuelve al recuerdo.
Tenía once años cuando sintió por primera vez el verdadero balanceo del mar abierto. En la cubierta de un mercante rumbo a Cádiz, con el estómago revuelto y el alma extasiada. Vomitó, sí. Mucho. Pero nunca quiso bajarse.
El mar era su casa. Su escuela. Su madre severa.
Una mujer mayor pasa despacio, con un carrito lleno de bolsas de la compra y un bastón. Se detiene, lo mira un segundo. Suspira. Y sigue su camino.
Ese suspiro le sabe a algo. A memoria.
Quizá fue una niña a la que le contaron su historia.
Quizá no.
Pero algo en el peso de ese suspiro le dice que el pasado no está del todo perdido.
Solo... silenciado.
Y entonces, desde muy lejos, llega una ráfaga de viento.
Viento verdadero.
Viento con algo de norte, aunque domesticado por los edificios.
Y por un instante, solo un instante, Blas de Lezo jura que ha olido mar.
Capítulo III: el mar lo hizo hombre_
No era tanto el dolor.
Era el sonido.
El crujido seco del hueso al romperse bajo el impacto del cañonazo. El estallido no fue solo de pólvora, sino de una vida partida en dos.
Eso fue Vélez-Málaga, en agosto de 1704.
Su pierna izquierda quedó atrapada bajo un trozo de cubierta astillada, como si el barco se negara a soltarlo sin llevarse un tributo.
Blas no gritó. Le pareció inútil. Y sobre todo... impropio.
Años después, mientras caminaba con la pierna de palo, algunos se reían. Otros lo miraban con respeto. A él le daba igual: ya había aprendido que el cuerpo es herramienta, no esencia.
¡CLONC!
Una tabla de skate choca contra la base de su estatua.
—¡Tío, te lo dije! ¡No saltes ahí, que está el pirata ese!
Pirata.
Otra vez.
—¿Pirata? Ese es un almirante o algo... ¿no era cojo?
—¡Por eso mola! ¡Es como un cyborg antiguo!
Blas cierra su único ojo mental y respira (metafóricamente).
Un cyborg. Los ingleses nunca lo asustaron tanto como los adolescentes con tiempo libre y conceptos vagos de historia.
Pero el recuerdo continúa.
Tolón, 1707.
El estallido. La astilla traidora que voló directa a su cara.
Oscuridad súbita en el ojo izquierdo. Y con ella, una especie de claridad interior.
Comprendió que ver no siempre significa entender.
Y que el enemigo, a veces, está en la ceguera del otro.
La batalla de Barcelona vino después. Un sitio largo, infernal, repleto de pólvora húmeda y mosquetes torpes.
Un disparo certero, más rabioso que hábil, le paralizó el brazo derecho.
Tenía veinticinco años.
Cojo. Tuerto. Manco.
Y, sin embargo, ascendía.
No por compasión.
Sino porque allí donde él estaba, el desastre se contenía.
Donde él ordenaba, el caos retrocedía.
Alguien se sienta en el borde de su pedestal. Un joven, con mochila y auriculares, empieza a dibujar en su libreta.
Blas, curioso, intenta asomarse a su trazo, aunque sabe que no puede.
Pero el muchacho murmura mientras dibuja:
—“Cojo, tuerto y manco... pero ganó. Qué grande eres, tío. No sé quién eres, pero ojalá fueras mi abuelo.”
El corazón de bronce de Blas da un vuelco.
O algo parecido a un vuelco. Tal vez una vibración sorda, como cuando se carga un cañón y el silencio se vuelve denso.
Tal vez... no todo está perdido.
Unos metros más allá, una pareja se hace un selfie con él. Ella posa con dos dedos en forma de “V” junto a su espada. Él escribe en su Instagram:
“⚓ 🦜 Con el pirata punky de Colón. ¡A tope! #TeamBlasDeLezo”
La eternidad, al parecer, era esto.
Risas sin contexto. Filtros de colores. Y un bronce que alguna vez sostuvo el destino de un continente, ahora disfrazado de fotomatón.
Pero Blas no se queja.
O sí. Pero no demasiado.
Porque en cada recuerdo, el mar volvía.
Y con él, el hombre entero que había sido, aún siendo medio.
Capítulo IV: el genio táctico_
Cartagena de Indias, 1741.
El horizonte era humo.
Humo y velas.
Velas y muerte.
Desde la muralla del Castillo de San Felipe, Blas contaba mástiles. Uno, diez, cincuenta… ciento ochenta.
Una flota imposible.
Una ciudad a punto de caer.
Y él, con seis barcos, dos mil ochocientos hombres y medio cuerpo útil.
Pero también una convicción: que los imposibles solo lo eran para quienes no pensaban.
Vernon había cometido su primer error antes de disparar el primer cañón: confiar en la estadística.
Y Blas sabía que la historia no la escriben los números, sino los hombres que entienden cómo romperlos.
—Cavad un foso. No profundo, lo suficiente para que las escalas inglesas no lleguen al muro.
—¿Pero, mi almirante…?
—Confía. Cuando el enemigo cree que ha llegado, lo derribas con la decepción.
Y funcionó.
El primer asalto fue un suicidio glorioso para los británicos.
Cuerpos cayendo como muñecos al descubrir que sus escalas no alcanzaban.
Confusión. Pánico.
Y luego… fuego español.
¡PUM!
Un petardo suena cerca. Blas vuelve de su recuerdo.
Una representación teatral está empezando frente a él, justo en el césped que da a la fuente apagada.
Un grupo de actores callejeros, disfrazados con ropa de segunda mano, se organiza en semicírculo. Un cartel pintado a mano reza:
“¡LA BATALLA DE CARTAGENA! Versión libre, libre, muy libre”
Blas observa, sin esperanza pero con interés.
El actor que hace de él lleva un parche negro, un loro de peluche en el hombro y una espada de plástico fluorescente.
—¡Arriad las velas, grumetillos! ¡Vamos a enseñarle a Vernon cómo se lucha en nombre de la madre patria! —brama el falso Lezo, con acento andaluz y voz chillona.
—¿Madre patria? Pero si es un corsario… —murmura una señora entre el público.
—Shhh, déjalos, está gracioso.
Blas se siente ultrajado. Pero también… curioso.
Porque los niños se ríen. Algunos escuchan. Y aunque la historia está mal, muy mal contada, algo del espíritu de lo que pasó, se cuela.
Una chispa, al menos.
Vuelve a Cartagena.
Vernon estaba tan seguro de su victoria que ya había hecho acuñar monedas celebrando la humillación española.
—El orgullo español, humillado por Vernon —decían.
Blas aún recuerda esa frase como una herida más profunda que cualquier bala.
Pero luego llegó el contraataque.
Sus hombres, mermados, salieron de la fortaleza con la furia de quienes ya no esperan vivir.
Y los ingleses... huyeron.
Volvieron a sus barcos.
Vernon, derrotado, regresó a Londres con más vergüenza que gloria.
El narrador del teatrillo concluye la obra:
—Y así, el valiente capitán Lezo venció a los malos con media pierna, medio brazo y medio ojo… ¡pero con un corazón entero!
Aplausos.
Blas suspira.
—Capitán. Ni eso se saben.
Pero algo le reconforta.
Tal vez no sea la precisión lo que importa, sino la persistencia.
Que aún digan su nombre, aunque lo deformen.
Que aún alguien lo represente, aunque le pongan un loro.
Desde su pedestal, siente que, por un segundo, el bronce se calienta no por el sol, sino por algo parecido al orgullo.
Capítulo IV: el olvido por castigo_
La muerte no fue lo peor.
Fue discreta, incluso elegante, como corresponde a un marino que se despide con el cuerpo entero marcado por la guerra.
Murió en Cartagena de Indias, probablemente en silencio, tal vez febril, rodeado de pocos y sin ceremonia. No por falta de méritos, sino por exceso de urgencia.
Las heridas supuraban. El cuerpo no daba más. Pero el espíritu... el espíritu quería seguir.
La muerte fue fácil.
Lo difícil vino después.
—¿Y ahora, qué? —se preguntaba Blas, enterrado bajo tierra —o piedra, o mar— sin himno, sin crónica, sin gratitud.
Londres borró la batalla. Jorge II, enfurecido por la humillación, prohibió que se mencionara siquiera.
España… se limitó al silencio. No hubo honores nacionales. No hubo estatuas. No hubo memoria.
Solo siglos después, alguien decidió que tal vez, solo tal vez, merecía una escultura.
En tierra firme.
En Madrid.
Y no frente al mar, sino junto a una fuente sin agua, entre turistas sudorosos y skaters sin casco.
El bronce fue el homenaje tardío de un país con mala memoria.
—¡Treinta y ocho... treinta y nueve…! ¡Cuarenta! ¡Voy! —grita un niño tras él.
Blas siente unas manitas frías pegadas a su espalda metálica. El niño se ha escondido tras su capa de bronce.
—Shhh, no digas nada, ¿vale? Eres mi escondite secreto —susurra.
Blas sonríe para dentro, si es que el bronce puede sonreír.
Quizá no sea tan malo ser escondite.
A veces, la historia también se esconde.
Y hay que jugar al escondite para encontrarla.
Más tarde, un joven se sienta a almorzar junto a su pedestal. Apoya su bebida sobre el pliegue de su abrigo esculpido, como si fuera una mesa improvisada.
Mientras come, habla por teléfono:
—Tío, ¿te acuerdas de esa estatua del pirata cojo? Pues he buscado quién era. Flipas, ¿eh? El pavo este ganó a una flota inglesa él solo. Pero nadie lo estudia. Qué fuerte.
—Sí —piensa Blas, amargo—. Qué fuerte.
Un grupo de estudiantes pasa junto a él. Una chica se detiene, lo observa con detenimiento.
—¿Blas de Lezo? —dice en voz baja—. Me suena… ¿era de literatura?
—No —contesta otra—, creo que inventó algo. ¿Una brújula? ¿Un arma?
Él ya no se molesta.
El silencio que siguió a su muerte fue tan profundo que caló hondo.
Y a veces no es el enemigo quien te borra, sino los tuyos que no se acuerdan de escribirte.
Pero entonces...
Una mujer mayor se detiene frente a él. Va sola. Se le nota el paso lento, pero decidido. Lleva una flor en la mano.
Se acerca y la deja, sin palabras, junto a su base.
Después se aleja, despacio.
Blas no sabe quién es.
No sabe por qué lo ha hecho.
Pero en ese gesto hay algo limpio, justo.
Tal vez no todo el mundo lo ha olvidado.
Tal vez solo se le recuerda en voz baja.
Como a los viejos cuentos que los abuelos susurran a los nietos antes de dormir.
Y eso, piensa él, es mejor que todas las monedas conmemorativas del mundo.
Capítulo V: el honor devuelto_
Ese día no pasaba nada.
No había teatro callejero.
Ni skaters.
Ni pintadas nuevas.
Solo una brisa templada que movía las hojas de los arbustos con desgana y un cielo sin nubes, como una página en blanco.
Blas estaba a lo suyo: recordar, callar, observar.
Cuando la vio.
Era pequeña, de no más de ocho años, y caminaba de la mano de su padre. Llevaba un cuaderno de tapas rosas bajo el brazo, con una pegatina de sirena que ya empezaba a despegarse.
Pasaron por delante de él y, al contrario que todos los demás, ella se detuvo.
—¿Quién es este señor? —preguntó, sin dejar de mirarlo.
El padre frenó en seco, sorprendido.
—Eh... pues no lo sé. Uno de esos del descubrimiento, imagino.
—¿Pero por qué tiene esa cara tan seria? ¿Y por qué le falta un ojo y la pierna?
Blas contuvo la respiración que no tenía.
Algo en aquella mirada era distinta. No era de burla, ni de miedo, ni de desinterés.
Era una mirada que pedía respuestas.
—Mira, pone aquí “Blas de Lezo” —dijo ella, leyéndolo en voz alta—. ¿Lo buscamos en casa?
El padre asintió.
—Claro, luego lo miramos.
Pero ella volvió al día siguiente.
Y al otro.
Se sentaba en un banco frente a la estatua y sacaba su cuaderno. A veces dibujaba. A veces escribía.
Y a veces, simplemente, lo miraba.
Blas se sentía observado como hacía siglos que no.
No por drones.
Ni por cámaras.
Ni por turistas aburridos.
Sino por alguien que quería entender.
Una tarde, la niña llegó con una hoja grapada.
—He hecho un trabajo sobre ti para clase —dijo en voz alta, como si él pudiera oírla—. Se lo he leído a la profe. Me ha dicho que era “impresionante”. Pero lo he escrito yo, ¿eh? Todo. Sin copiar de internet.
Abrió el cuaderno y comenzó a leer.
—“Blas de Lezo fue un marino español que vivió hace mucho. Perdió una pierna, un brazo y un ojo, pero no se rindió. Siguió luchando. Ganó la batalla de Cartagena contra una flota gigante. Algunos no lo recuerdan, pero yo sí. Porque ser valiente no es no tener miedo. Es hacer lo correcto aunque duela. Y él lo hizo.”
Fin.
Se quedó en silencio un momento.
Luego, cerró el cuaderno, lo acarició, y lo guardó.
—Mi madre dice que no se puede hablar con las estatuas. Pero yo creo que tú escuchas —dijo.
—Y no sé si alguien te da las gracias. Así que… gracias.
Luego se fue.
Sin esperar respuesta.
Y Blas… sintió algo.
No emoción, puesto que ya no tenía rostro para expresarla.
Ni lágrimas, que no se fabrican en bronce.
Pero sí una vibración sorda.
Como si cada tuerca de su alma de hierro se hubiese alineado por un instante.
Una vieja campana sonando bajo el mar.
No hacía falta más.
No necesitaba desfiles.
Ni placas.
Ni titulares.
Le bastaba una niña.
Un cuaderno.
Y una voz pequeña diciendo su nombre con respeto.
Eso era el honor.
Incluso aquí, en tierra firme.
Incluso ahora, en el hierro.
Epílogo: corazón de bronce_
El sol cae oblicuo sobre Madrid, tiñendo de ámbar las copas de los árboles y el granito del pedestal.
Es la hora tranquila.
La de los últimos paseantes, la de los carritos de bebé, la de los perros que ya no corren, solo caminan.
La hora en la que incluso la ciudad parece contener la respiración.
Blas de Lezo permanece en su silencio habitual. Pero hoy no es como siempre.
Hoy ha entendido algo.
Ya no da el mar por perdido.
Es que ha aprendido a reconocerlo en otra parte.
En una niña con cuaderno.
En un estudiante curioso.
En una flor sin palabras.
En una paloma impertinente que, como las olas, vuelve siempre.
Su historia no necesita grandes proclamas.
Basta una frase bien dicha.
Un nombre bien recordado.
Un “gracias” que no busca gloria, solo justicia.
Porque la memoria, cuando es verdadera, no hace ruido.
Es como el fondo del mar: oscura, profunda y constante.
Una ráfaga de viento le acaricia el rostro de bronce.
Trae el eco de una voz infantil, un cuaderno rosa, un “ganó a una flota gigante”.
Y por primera vez, en siglos, Blas de Lezo se siente ligero.
Como si el bronce pudiera flotar.
En la distancia, unas campanas suenan desde algún convento cercano.
Él piensa en Santo Domingo, en Cartagena, en las tumbas sin nombre que protegen a los héroes discretos.
Quizá esté allí.
O quizá no.
No importa.
Porque ahora, aquí, alguien lo recuerda.
Y eso es todo lo que un hombre —entero o a medias— puede desear.
Desde su pedestal, el almirante observa el parque con mirada renovada.
No es un océano, pero está vivo.
Y eso le basta.
“Me gustaría saber que dejo una parte de mi mismo en cada campo de batalla a cambio de un poco de gloria”