Madre coraje

Calle María de Molina. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

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María de Molina: la reina prudente

¿Qué no haría una madre por sus hijos? Dicen que no hay amor más grande que el de una madre hacia sus hijos y, aunque esta frase puede sonar a tópico, cada día encontramos sobradas muestras de que es cierta. Nos lo demuestran hechos cotidianos, aparentemente lejos de toda heroicidad, pero comunes a muchas madres que, sin pensarlo dos veces, abandonan sus carreras profesionales, sus metas, sus proyectos o sus trabajos por estar con sus hijos, cuidarles y educarles… un acto de tremenda generosidad, especialmente en nuestra sociedad actual, en la que quizá se nos ha educado para realizarnos a través de nuestros trabajos.

Sin embargo, esta situación no es exclusiva de nuestro tiempo… muchas madres, a lo largo de la Historia, han sobrepasado los límites de la superación cuando, teniéndolo todo en contra, no han dejado de luchar por el bienestar de sus hijos. Uno de los ejemplos más claros es el de María de Molina, madre y abuela coraje, y una de las reinas más extraordinarias de toda la Historia de España.

Sin duda, se trata de una de las más fuertes personalidades femeninas de la Baja Edad Media española, un período, el de los siglos XI, XII y XIII, caracterizado por una sociedad fuertemente patriarcal.

El concepto e imagen de la mujer en este periodo siempre estuvo muy marcado por la intervención de la Iglesia y su definición de la “buena” mujer y la mujer “mala”, o mujer pecadora. Eva y María, dos versiones contrapuestas de la mujer, aceptadas por una sociedad extremadamente religiosa.

De manera sistemática, la mujer se identificaba con el pecado y, por lo tanto, con Eva. Sin embargo, toda buena mujer debía aspirar a ser María, bien a través de la religión (entrando en un convento) o bien mediante el matrimonio cristiano, que le permitiría redimirse de su inclinación al pecado.

Debido a su tendencia a la falta, la mujer medieval debía estar muy controlada, con el fin de evitar que su naturaleza pecadora se impusiera. Un control ejercido principalmente en el hogar, donde el padre y después el marido, tendrían más facilidad y seguridad para vigilarla.

De este modo, en las casas medievales burguesas existían unas zonas exclusivamente destinadas a la mujer y a sus actividades llamadas “gineceos” o alcobas, quedando así la labor femenina relegada al centro del hogar.

Las mujeres no tenían permitido salir o entrar de su casa a voluntad. El único sitio al que podían acudir sin ser censuradas por sus vecinos era la iglesia. Ir a misa era la actividad mejor vista para una mujer, y por ello no es de extrañar que un buen número de ellas ingresaran en conventos.

Aunque la mujer medieval siempre fue considerada una menor de edad, existían diferentes realidades dependiendo de la situación social de cada una, ya fuera una mujer noble, una monja, una campesina o incluso, una prostituta. Sólo las primeras podían gozar de ciertos privilegios y reconocimiento.

El matrimonio o el clero eran las mejores alternativas para una mujer, siendo el primero, además, una baza política muy importante que permitía sellar alianzas a la Familia Real, a la nobleza y a la aristocracia.

El padre era quien podía dar el consentimiento para el matrimonio de su hija o, en el caso de ser huérfana, su madre. Si esta se había vuelto a casar, la autoridad pasaba automáticamente a los hermanos mayores de edad o a su tío, si los hermanos eran menores.

En el caso de las mujeres viudas, quedaban solas ante su nuevo futuro, siendo por primera vez responsables de su vida y pudiendo elegir qué hacer a partir de ese momento entre tres opciones: hacerse monja, volverse a casar o permanecer viudas. La Iglesia era partidaria de que la mujer, o bien se casara de nuevo o entrase en un convento.

La educación fue uno de los pocos campos en los que la mujer gozó de cierto espacio durante la Edad Media. En una sociedad en la que reinaba el analfabetismo y la transmisión de conocimientos se realizaba de manera oral, las mujeres se convirtieron en difusoras de cultura y costumbres.

La mayoría de las mujeres nobles tuvieron un mayor acceso al mundo del conocimiento, llegando a dominar la escritura y la lectura, aprendiendo otras lenguas, e incluso, siendo instruidas en ciencias y en música.

En el extremo opuesto, las niñas pobres eran educadas en la costura, el hilado, las tareas del huerto y el ganado, o bien, si tenían un negocio familiar, en las labores que tuvieran que desempeñar.

Desde el punto de vista de la educación, las monjas eran sin duda las más aventajadas, ya que podían incluso llegar a dominar el latín y el griego y, por tanto, a leer y escribir. Así fue hasta la creación de las Universidades, que limitaron el conocimiento a los hombres.

Las escasas oportunidades de desarrollo social y familiar nos permiten entender cuáles eran los obstáculos que una mujer medieval se encontraría para ocupar un cargo de poder.

Las mujeres tenían complicado acceder a la vida pública y, si llegaban al trono normalmente se debía a la suerte. La condición de reina constituía el más alto honor que una mujer podía alcanzar, desempeñando un papel fundamental.

Sus funciones tenían una importancia capital ya que, por encima de cualquier otra responsabilidad, de ellas dependía la continuidad dinástica, es decir, tener hijos y encargarse de su cuidado… algo que en ningún caso era trivial, pues un heredero al trono daba estabilidad a todo el Estado.

Un trono vacío implicaba inseguridad, incertidumbre y hasta guerras. Contar con una abundante descendencia era, además, un modo de cubrirse las espaldas en caso de fallecimiento del heredero en edad temprana.

Pero más allá de la maternidad, la reina podía ser un personaje clave en el entramado del poder ejerciendo su influencia sobre el rey (animándole a tomar cierto tipo de decisiones) o actuando directamente como regente por la ausencia del monarca a causa de un viaje o en el caso de que el rey hubiera muerto y el heredero fuera aún demasiado pequeño para acceder al trono.

En la Corona de Castilla las reinas podían ejercer como tales, es decir, ser titulares de la Corona, no meras reinas consortes. El ejemplo sin duda más conocido de reina independiente es el de Isabel la Católica, sucesora de Enrique IV.

Entre las reinas consortes brilló con luz propia la figura de María de Molina, esposa, madre y abuela de reyes… una mujer extraordinaria que consiguió destacar en un mundo de hombres.

Se desconoce dónde y cuándo nació María Alfonso de Meneses (más conocida como María de Molina por haber heredado este señorío, en la actual provincia de Guadalajara), probablemente en algún lugar de Tierra de Campos en torno al año 1260.

De niña, nadie pensaba en ella como una futura reina… pero, como tantas otras veces en la Historia, el destino hizo que María pasara en poco tiempo al primer plano de la escena política a través de un matrimonio, el que contrajo con Sancho IV, su sobrino segundo.

El parentesco por consanguinidad provocó que la Iglesia no aceptara el casamiento, de modo que a ambos se les negó la dispensa papal. El Papa Martín IV calificó la unión de “nupcias incestuosas, gran desviación e infamia pública” y ordenó separarse inmediatamente a los esposos tras medio año de unión. Ellos se negaron.

El mismo año de su casamiento fallecía el padre de Sancho, el Rey Alfonso X. No respetando la decisión paterna que le negaba el trono, Sancho se hizo proclamar unilateralmente heredero y regente de Castilla, iniciándose un conflicto abierto con sus sobrinos, con la nobleza defensora de los legítimos herederos y con el papado, que seguía sin legitimar su matrimonio con María.

En medio de estas terribles tensiones políticas y de una brutal batalla diplomática para conseguir la dispensa papal que reconociera su matrimonio, moría Sancho IV el 25 de abril de 1295. Todos los frentes abiertos recayeron automáticamente sobre la Reina, que tendría que luchar, sola y en un mundo de hombres, no sólo por gobernar un reino al borde de la guerra civil, sino porque sus siete hijos fuesen reconocidos como legítimos herederos al trono de Castilla, especialmente su primogénito, Fernando.

María se convertía en tutora del rey niño Fernando IV, de tan sólo once años y no declarado legítimo. Empezaba para ella la ardua tarea de conseguir los apoyos suficientes para la causa de su hijo.

Esta situación de inseguridad fue aprovechada por los nobles castellanos, que vieron el momento idóneo para conseguir una buena posición para manejar una corte débil, gobernada por una mujer y un niño.

Varios de los consejeros del reino presionaron a Doña María para que contrajese matrimonio de nuevo, ya que era una viuda relativamente joven y con obligaciones políticas nada corrientes para una mujer de la época… pero lo que aún no sabían es que María era lo suficientemente fuerte e inteligente como para conseguir bandear sin ayuda de nadie los inconvenientes que se le fueran presentando.

La Reina regente pronto se incorporó a sus nuevas obligaciones. Trabajó hasta la saciedad en jornadas diarias exhaustivas, buscando los apoyos necesarios para que la nobleza y el pueblo se unieran a su causa, para así lograr la estabilidad del Reino.

A base de tesón, María de Molina llegó a ser una Reina popular, querida y muy admirada en su tiempo. Los Concejos le mostraron gran lealtad y respaldaron sus iniciativas de gobierno, tanto en el periodo de regencia como en los posteriores, una fidelidad que consiguió gracias a sus innatas condiciones para la política, con una hábil mezcla de prudencia y concordia.

En 1301 María alcanzaba su segundo objetivo, la bula del Papa Bonifacio VIII en la que daba por válido su matrimonio con Sancho IV. Consecuentemente, Fernando IV se convertía en un rey legítimo.

La reina madre podía por fin descansar… más aún al celebrarse el matrimonio entre su hijo Fernando y Constanza de Portugal y el posterior nacimiento de un heredero, Alfonso. María, agotada, se retiraba discretamente del poder.

Sin embargo, en 1312 fallecía Fernando IV. De nuevo Castilla se encontraba con un rey de corta edad, Alfonso XI, de poco más de un año de edad.

Para complicar aún más la situación, la reina Constanza fallecía súbitamente dejando al rey niño sin Regente. María de Molina, ya con una salud muy delicada, se veía obligada a aparecer nuevamente en escena para asumir la difícil tarea de llevar las riendas del reino.

Desde entonces y hasta su muerte, nueve años después, la ahora “reina abuela”, volvió a poner en su sitio a la nobleza castellana y a defender con sabiduría y prudencia el trono para su nieto.

María de Molina fallecía el 1 de julio de 1321 en Valladolid, no sin antes haber dejado todo dispuesto a través de su testamento para que el rey Alfonso XI reinara sin ella.

Sin embargo, sin María la estabilidad del Reino se tambaleó al poco tiempo, sucediéndose años difíciles, con luchas constantes en el Reino: en el norte entre los señores que se disputaban la custodia del heredero y en el sur frente a los ejércitos musulmanes.

Así continuarían las cosas hasta 1325 cuando, a los quince años, Alfonso fue declarado mayor de edad, reinando como Alfonso XI “el Justiciero”. Nuevamente, la Reina María había conseguido su objetivo, asegurar el trono para sus descendientes.

Prudente, inteligente y valiente, María de Molina ha pasado a la Historia de nuestro país como prototipo de prudencia y sagacidad política, logrando mantener el prestigio y la autoridad real como reina, madre y abuela en una de las épocas más turbulentas de nuestro país. Por ello, Madrid la homenajea con una de las vías más importantes de su callejero.

Y es que, aunque las escasas crónicas de la época hayan contribuido al desconocimiento actual sobre el protagonismo femenino en la Edad Media, nuestra Historia también pertenece a las mujeres… mujeres de leyenda y sobre todo madres entregadas, capaces de cualquier cosa por el bienestar de sus hijos.

P.D: dedicado a todas las madres, en especial a la mía, María Soledad. Por todos los sacrificios que has hecho por cuidar de tus hijos con cariño, entrega y ternura. Una vida nunca será tiempo suficiente para devolverte tanto amor. Gracias Mamá, te quiero.

María Alfonso de Meneses (c. 1264-Valladolid, 1 de julio de 1321)

María Alfonso de Meneses (c. 1264-Valladolid, 1 de julio de 1321)

No llegue el tiempo a ofender
tal valor, pues vengo a ver
en nuestro siglo terrible
lo que parece imposible,
que es prudencia en la mujer
— Tirso de Molina


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