Hasta el último aliento
Jacinto Ruiz: el adiós de un héroe
Trujillo, 11 de marzo de 1809_
La luz del día se extingue con lentitud, y el aire de la habitación parece impregnado del olor a cera derretida. Jacinto Ruiz y Mendoza, pálido y débil, yace en un lecho modesto, demasiado humilde para la grandeza de sus actos. Su respiración, entrecortada y difícil, revela que el final está cerca.
A su lado, el licenciado Francisco Ortiz alisa los pliegues de un pergamino y afila la pluma con gesto serio, esperando las últimas palabras del teniente.
—Empieza… —susurra Ruiz, su voz apenas rompe el silencio—. “En el nombre de Dios todopoderoso, hallándome enfermo del cuerpo, pero en mi entero juicio, memoria, entendimiento y voluntad…”
La pluma de Ortiz se mueve con precisión sobre el papel, siguiendo el ritmo pausado del militar. Mientras tanto, la mente de Ruiz se escapa de la habitación, deslizándose hacia sus recuerdos. En el umbral de la muerte, la memoria se despliega como un río que desborda su cauce, llevándolo a momentos pasados, donde el presente se diluye en las sombras de una vida corta pero intensa.
Ceuta, 1779_
El viento salado del estrecho y el sonido del mar golpeando los muros de Ceuta fueron los primeros compañeros de juegos de Jacinto. Allí había nacido el 16 de agosto de 1779, rodeado de un paisaje donde el azul del cielo y del mar se fundían en el horizonte.
En la pequeña casa de su infancia nunca faltaron las historias de soldados, de honor y sacrificio. Su padre, Antonio Ruiz, subteniente de infantería, era para él un modelo de disciplina y rectitud.
—¿Cuándo podré usar un sable como el suyo, padre? —preguntaba con entusiasmo.
Antonio sonreía y desenvainaba la espada, mostrándosela con la solemnidad de un rito.
—Un sable no se gana con deseos, Jacinto. Se necesita valor y, sobre todo, amor por la patria. ¿Estás dispuesto a ello?
—Lo estoy. Más que nada en el mundo.
Jacinto absorbió aquellas palabras como un credo. Desde entonces, soñó con el día en que llevaría su propio sable, no solo como un arma, sino como símbolo de su compromiso con la patria.
1795: el cadete Ruiz_
El moribundo se aferra a otro recuerdo, retrocediendo en su mente hasta el día en que, con solo 16 años, fue admitido como cadete en el Regimiento Fijo de Ceuta. La ceremonia fue sencilla, pero significó para él el primer peldaño hacia un destino que imaginaba colmado de gloria.
La vida en el regimiento forjó su carácter. No solo aprendió a manejar las armas, sino que también entendió el verdadero significado de la lealtad y la camaradería. Recordaba las largas noches de guardia bajo un cielo estrellado, el peso constante del mosquete y la promesa silenciosa de honrar siempre el apellido Ruiz.
Una punzada de dolor lo devuelve bruscamente al presente. Su pecho arde, y cada respiración parece la última. Francisco Ortiz acaba de escribir las disposiciones testamentarias y lo mira con preocupación.
—“Quiero que mi cuerpo, siendo cadáver, sea sepultado en la iglesia parroquial donde muera…” —dicta Ruiz, su voz apenas un hilo.
El licenciado levanta la vista, pero Ruiz, con un débil gesto de su mano, le indica que continue. Sus fuerzas menguan, y su mente comienza a desvanecerse.
Madrid, 1801_
—Jacinto, Madrid no es Ceuta. Allí te enfrentarás a desafíos mayores, pero también tendrás la oportunidad de demostrar de qué estás hecho —le dijo su madre, Josefa Mendoza, cuando partió de su hogar en 1801.
El traslado al Regimiento de Voluntarios del Estado fue un cambio de escenario, pero no de espíritu. Madrid, con sus calles rebosantes de vida y sus complejidades políticas, lo recibió como subteniente. En la capital, aprendió que madurar no era solo cuestión de tiempo, sino también de temple.
Su ascenso a teniente en 1807 no fue casualidad. Años de esfuerzo y dedicación dieron frutos, y aunque era disciplinado y reservado, su capacidad de liderazgo destacaba entre sus compañeros.
Madrid, en aquellos días, era un hervidero de rumores y tensiones. Las tropas napoleónicas desfilaban con arrogancia, y el orgullo español parecía desvanecerse bajo el peso de los soldados franceses. Sin embargo, Jacinto percibía algo más allá de la superficie: la resistencia española latía bajo la aparente calma, esperando el momento de estallar.
—Madrid te enseña que las batallas no siempre se libran en los campos de guerra —le comentó un compañero durante una patrulla—. Aquí, cada esquina es un frente.
Ruiz lo entendió. Sabía que su deber no era solo empuñar las armas, también proteger al pueblo. Sin embargo, una inquietud persistía en su interior: aún no había enfrentado su verdadero “bautismo de fuego”.
2 de mayo de 1808_
Aquel día fatídico se había grabado en la memoria de Jacinto Ruiz como una marca imborrable, y se hacía aún más intenso en su lecho de muerte.
Lunes, 2 de mayo de 1808. Jacinto estaba enfermo. La fiebre lo había dejado tan débil que apenas podía moverse. Desde su habitación, en una modesta pensión del madrileño barrio de Maravillas, los sonidos de la ciudad llegaban amortiguados, hasta que un disparo y el choque del acero rompieron la calma. Luego, los gritos:
—¡Muerte a los franceses! ¡Viva España!
El pueblo se alzaba contra el invasor. Ruiz, aún febril, se incorporó con dificultad. Cada movimiento era un desafío, pero sus manos, temblorosas, buscaron el uniforme.
—No hay fiebre que valga cuando la patria llama —se dijo mientras se calzaba las botas.
Cuando ajustó el último botón de su casaca, ya no era un hombre enfermo: era un soldado dispuesto a luchar.
En cuestión de minutos, se lanzó a la calle, avanzando con paso decidido hacia el Cuartel de Monteleón.
El camino hacia Monteleón_
Madrid era un caos. Las calles vibraban con gritos, disparos y el estruendo de los cascos de los caballos. Ruiz, todavía tambaleante, avanzaba con determinación por la Calle Ancha de San Bernardo. En los rostros de los madrileños se mezclaban la ira y el miedo, reflejando un pueblo al límite.
Hombres y mujeres corrían armados con lo que encontraban: cuchillos, piedras, cualquier cosa que pudiera convertirse en arma. Las tropas napoleónicas intentaban someter la revuelta disparando indiscriminadamente.
Jacinto pasó junto a una anciana que lloraba sobre el cuerpo de un joven, tal vez su nieto. Sostenía una piedra en la mano, como si aún pudiera defenderlo. Esa imagen se quedó con él.
Al llegar al cuartel, encontró a un puñado de soldados liderados por Daoíz y Velarde. El Cuartel de Monteleón, convertido en el último bastión de la resistencia, era una isla en medio de una ciudad ocupada.
El encuentro con Daoíz y Velarde_
El aire olía a pólvora. Ruiz sentía su corazón latir con fuerza, ahogando cualquier rastro de enfermedad.
—Ruiz, no deberías estar aquí —dijo Velarde al verlo.
—Ni vos ni Daoíz, pero aquí estamos —respondió Jacinto con una débil sonrisa, aferrando su sable—. ¿Qué situación tenemos?
Velarde le explicó con rapidez. Los franceses tenían el cuartel prácticamente rodeado, pero aún quedaban cañones y municiones suficientes para resistir. Daoíz, desde el patio central, asintió al verlo llegar.
—Hoy la patria necesita cada brazo, enfermo o no —afirmó Daoíz.
Ruiz tomó su lugar de inmediato. Se subió a una tarima y se dirigió a los soldados y civiles reunidos allí.
—¡Españoles! —su voz se alzó por encima del estruendo—. Los franceses han invadido nuestra tierra, pero hoy no serán ellos quienes escriban nuestra historia. ¡Tomad las armas y luchad, porque España nos necesita a todos!
Sus palabras encendieron el ánimo de la multitud. Con su liderazgo, abrieron las puertas del Parque de Artillería y distribuyeron armas y municiones.
La defensa del Parque de Artillería
El combate fue brutal. Ruiz sentía el calor del cañón en sus manos y el retroceso con cada disparo. De pronto, un dolor agudo en su brazo izquierdo le advirtió de una herida de bala.
—¡Vendadme rápido y devolvedme al frente! —ordenó con voz firme—. Si caemos aquí, cae España.
La lucha continuó. Cuando las fuerzas francesas abrieron una brecha en las defensas, Velarde cayó primero, abatido por un disparo a quemarropa. Daoíz lo siguió poco después, atravesado por una bayoneta.
Un disparo alcanzó a Ruiz en el pecho. Cayó al suelo, el sabor de la sangre mezclándose con la tierra. A su alrededor, los franceses avanzaban y los defensores españoles caían uno a uno.
—Por España… —susurró, mientras la oscuridad lo envolvía.
El valor de un héroe_
Un grito de dolor lo devuelve al presente. Las alucinaciones cesan por unos minutos, probablemente los últimos en la vida de nuestro protagonista.
—“Quiero que se digan por mi alma veinte misas rezadas…” —continuó Ruiz, mientras una lágrima resbala lentamente por su mejilla. No es el miedo lo que lo embarga, sino una profunda melancolía. Se lamenta de no haber caído aquel 2 de mayo, junto a sus hermanos de armas, y de haber sobrevivido tan solo para ver cómo los invasores franceses se asentaban en Madrid y profanaban los cuerpos de los caídos.
Su traslado a Badajoz y la breve estancia en el Regimiento de Guardias Valonas apenas habían conseguido apaciguar su espíritu. Ahora, en Trujillo, siente que el final es inminente.
—“Lego mis espuelas de plata a mi hermano Ignacio. Mis pistolas, para mi padre…”
Francisco Ortiz deja la pluma y lo mira con preocupación. La respiración de Ruiz es ya un susurro apenas perceptible.
—¿Hay algo más que desee agregar, teniente?
Ruiz abre los ojos con esfuerzo.
—Sí… que no me olviden —murmura—. Que recuerden que nuestra lucha nunca fue en vano.
Cuando las últimas palabras quedan plasmadas en el pergamino, Ruiz cierra los ojos y deja escapar un suspiro, como si al fin encontrara reposo.
13 de marzo de 1809_
El teniente Jacinto Ruiz y Mendoza murió como había vivido: con honor. Sus últimas palabras, grabadas en su testamento, fueron el reflejo de un hombre firme, noble y leal. Aunque la muerte lo reclamó demasiado pronto, su legado perduraría en la memoria y el corazón de quienes valoraban la libertad.
Ruiz se convirtió en un símbolo de valentía y orgullo, en un ejemplo de resistencia que, incluso en la adversidad, jamás cedió al enemigo. Su historia sería contada, no como un eco lejano, sino como una llama viva, capaz de inspirar a quienes, como él, algún día soñaron con un país libre y digno.
“Los españoles no sabemos rendirnos, y nuestras carnes sólo se cubren de gloria”