¿Duro o blando?
Casa mira, la tradición más dulce de Madrid
¿Te gusta duro o blando? No pienses mal… ¡que hablamos de turrones!.
De los muchos debates culinarios abiertos en España, posiblemente el más navideño sea el del turrón: ¿turrón duro o turrón blando? Más allá de tu elección, e incluso aunque no te guste el dulce, el turrón es indiscutiblemente el sabor más tradicional de la Navidad española… y Casa Mira es, desde hace ciento ochenta años, el proveedor turronero más antiguo de la capital.
Y es que el turrón es un bocado repleto de historia. Aunque de origen incierto, en principio, parece razonable situar sus raíces en alguna de las muchas culturas de la cuenca del Mediterráneo en las que abundaron las almendras y la miel.
Se sabe que, durante la antigüedad clásica, en Grecia ya se elaboraba un dulce a base de miel y almendras machacadas que los atletas consumían antes de las competiciones, para aumentar su vigor.
En la cocina judía, los nuégados eran dulces en los que las nueces sustituían a las almendras en esta elaboración, siempre mezcladas con miel. También en la cocina sefardita era frecuente una pasta dulce, denominada halva, parecida al turrón blando.
Los mudéjares, por su parte, elaboraban un primitivo turrón mezclando miel con ajonjolí, nueces o almendras.
No obstante, la teoría más fiable acerca del origen del turrón en España es la que habla de su introducción por parte de los árabes que habitaron la Península Ibérica desde el 711 hasta 1492. Posiblemente fuera el pueblo musulmán quien adoptó la costumbre de mezclar frutos secos con la miel en nuestras tierras para la repostería, bajo el nombre de “turun”.
La comarca de Alicante, y especialmente sus montañas, estuvo fuertemente ligada al cultivo de almendros y a la producción de miel de romero cruda y tomillo, ingredientes propios del “turun” árabe.
Su fácil elaboración y enorme versatilidad hicieron que, hacia 1400, ya se hubiera creado una especialización geográfica de este producto en la península, según el fruto seco que se cultivara en mayor medida: en la costa norte del mediterráneo se hacía turrón de avellanas; en la meseta sur y Andalucía el de piñones o nueces y en la costa sureste, en la comarca de Alicante, el turrón de almendras tostadas.
La versión española del turrón nació en el sur del reino de Valencia a finales del siglo XV, y en época de Carlos V ya era un dulce famoso que cautivó el paladar de la nobleza en la Corte del primer Austria.
Durante el reinado de Felipe II está documentado el despilfarro de dinero que las autoridades alicantinas generaban al regalar turrones en Navidad a abogados y gestores de las capitales. Incluso se conservan datos que indican que los distintos tipos de turrones servían como pago en especie a estos funcionarios sustituyendo parte del salario.
Por ese motivo, el “Rey Prudente” se vio obligado en 1595 a obligar al Concejo de Alicante, mediante edicto oficial, a rebajar los gastos destinados a turrón y pan de higos a un máximo de cincuenta libras por año.
El turrón se convirtió en un bien de lujo en aquellos años, hasta el punto de que de él se hablaba hasta en obras de teatro como “La Generosa Paliza”, del sevillano Lope de Rueda, precursor del Siglo de Oro, cuya trama principal gira en torno al robo de una libra de turrones de Alicante.
Durante la segunda mitad del siglo, en época de Carlos II, el poderoso gremio de confiteros valencianos (el más antiguo de Europa y el primero en fundar una Escuela Oficial de Repostería en 1644) pleiteó contra los turroneros alicantinos para absorberlos, sometiendo su actividad a la regulación de sus propios estatutos.
En este tiempo los turroneros no estaban considerados como personas de oficio (como los alfareros, los zapateros o los confiteros, por ejemplo) y no estaban asociados como gremio. Principalmente se trataba de agricultores que durante una época concreta del año se dedicaban a elaborar y vender turrones.
Con el continuo crecimiento de las ventas, los confiteros valencianos se empeñaron en que la actividad de fabricar turrones debía someterse a sus estatutos, autoridad y consentimiento, obligando así a los turroneros alicantinos a abrir y cerrar tiendas, a ganar el título de maestro confitero previo examen y a pagar la correspondiente tasa al gremio.
Los turroneros alicantinos, por su parte, se negaron argumentando libertad y elaboración histórica del dulce para poder seguir elaborándolo a su antojo.
El proceso judicial, concluido en 1671, se resolvió a favor de los confiteros valencianos, lo que supuso el fin de la industria del turrón en la ciudad de Alicante.
Sin embargo, la localidad alicantina de Jijona que, al estar más alejada no había llegado a atraer la atención de las corporaciones gremiales valencianas, continuó elaborando este dulce hasta convertirse en el principal centro de producción turronera.
Conscientes del gran potencial comercial del turrón, los turroneros jijonencos se dispusieron a exportarlo a todos los países posibles. Para ello, previamente era necesario mejorar la presentación de su producto y preparar el turrón para realizar largos viajes, para lo que se empezaron a utilizar como embalaje cajas de madera de chopo. Esta madera no transmitía olores ni sabores al turrón y, además, absorbía parte del aceite que desprenden las almendras, manteniendo así el turrón alejado de la humedad y mejorando su conservación.
Al igual que por el puerto de Alicante llegaban productos exóticos del norte de África e Italia (especias y mermeladas, entre otros), los turrones eran exportados por todo el mundo como un artículo de lujo.
Así, a lo largo del siglo XVII, el turrón de Jijona fue llevado en lujosas cajitas por los embajadores españoles como singular presente a países de toda Europa.
Ya en el siglo XVIII, los confiteros madrileños se quejaron al rey Carlos III de la competencia que hacían a sus negocios los turroneros de Jijona y Alicante. El Rey atendió sus demandas y promulgó una ordenanza que prohibía la venta ambulante de turrón, salvo en los cuarenta días anteriores a la Navidad.
Y es que, con el paso del tiempo este postre comenzó a consumirse más en las celebraciones navideñas de los sectores más acomodados de la sociedad. El motivo es que la cosecha de la almendra tiene lugar a finales de verano y el proceso de elaboración de este producto dura hasta los últimos meses del año, que es cuando se consumía (y se sigue consumiendo) masivamente el turrón.
En el siglo XIX es cuando surge la variante tradicional del turrón de Jijona, un dulce de textura blanda, totalmente original, que supuso un enorme éxito en la gastronomía.
En un principio el “turrón blando" de Jijona se obtenía al moler, en un molino de piedra y en frío, el tradicional “turrón duro” de Alicante, hasta obtener una masa blanda que permitía comerlo a niños y ancianos.
Esta receta se mejoró aplicándole calor y una segunda cocción después de molerlo, para así conseguir deshacer los cristales de miel hasta obtener la fina y suave masa característica de este turrón blando.
A mediados del siglo XIX, la introducción del vapor en la industria turronera permitió controlar la temperatura de la elaboración de la masa, aumentando considerablemente la producción de turrones y abaratando su precio para hacerlo accesible a todas las clases sociales.
Es en ese momento cuando comienzan a abrirse confiterías dedicadas a la elaboración y venta de turrones en las calles de las principales ciudades españolas. De entre todas ellas, la emblemática Casa Mira puede presumir de seguir siendo la de mayor fama de Madrid, desde su apertura hace casi dos siglos.
Y es que hablar de turrón en Madrid es hacerlo de Casa Mira, punto de peregrinación obligado para los paladares más golosos de la capital.
Ubicada en la Carrera de San Jerónimo desde 1855, debe su característico nombre al apellido de su fundador: Luis Mira.
En 1842, el joven alicantino de apenas veintiún años, demostrando una mentalidad emprendedora inusual para la época, abandonó su Jijona natal con un carro cargado de turrón tirado por dos burras, dispuesto a probar suerte como maestro turronero en la capital.
Al llegar a Madrid comenzó a vender sus turrones en un puesto callejero de la Plaza Mayor. En muy poco tiempo, y gracias a la ausencia de competencia, la fama de los turrones de Mira se extendió rápidamente por la capital, logrando el beneplácito de los paladares madrileños.
El éxito de su negocio permitió a Luis Mira trasladarse, trece años después, a un nuevo local con obrador y vivienda en la planta superior, en la Carrera de San Jerónimo número 30, donde aún hoy permanece.
Ubicado muy cerca del Congreso de los Diputados y de la Puerta del Sol, y vecino de otros históricos locales madrileños como el Restaurante Lhardy o el café La Fontana de Oro, el nuevo establecimiento de Luis Mira muy pronto se convirtió en lugar de reunión de los madrileños de clase alta.
La calidad y buena reputación de los productos elaborados por el empresario convertirían su fábrica de turrones en proveedora de la la Casa Real española durante los reinados de Isabel II, de Amadeo de Saboya, de Alfonso XII, de la Regencia de María Cristina y de Alfonso XIII. Además, el repostero jijonenco obtendría un Grand Prix en la Exposición Universal de París de 1899, lo que demuestra la importancia y calidad de su labor.
Actualmente “Hijos sucesores de Luis Mira” ( nombre actual del negocio, regentado por la sexta generación descendiente directa de su fundador) no sólo conserva la tradición culinaria del despacho original sino también la misma decoración, esa que nos traslada al Madrid novecentista: paredes de caoba decoradas con espejos, techos de escayola con motivos florales, mostradores de cristal y un icónico escaparate en el que una rueda giratoria muestra su enorme variedad de deliciosos turrones… un reclamo que desde hace generaciones hipnotiza a los golosos viandantes que se detienen a observarlo con la boca hecha agua.
Suponemos que cuando Luis Mira salió de Jijona con el objetivo de conquistar Madrid con sus turrones a mediados del siglo XIX, no se imaginaba que, ciento ochenta años después, aquel negocio callejero continuaría dando sabor a una de las tradiciones navideñas más importantes, no sólo para los madrileños, sino para gran parte del mundo. Y es que sobrevivir al tiempo y a sus condicionantes es el gran poder de las tradiciones bien arraigadas… las de toda la vida.