Un rastro de migas
la casa de la panadería, testigo de la historia madrileña
Candeal, payés, alcachofa, gallego, con semillas, barra, integral, de molde… ¿cuál es tu pan favorito? Existe un tipo para cada persona y el mío es, sin duda, el mollete malagueño… una verdadera delicia. El pan no sólo es uno de los alimentos procesados más longevos, que acompaña al ser humano desde hace miles de años… también es un símbolo de la cultura e Historia de nuestro país, motor económico y social de la vida madrileña desde hace siglos.
Durante la baja edad media y la edad moderna, el pan fue considerado el alimento por excelencia, ya que reunía todo tipo de propiedades: el más nutritivo, el más digestivo, el más saludable y el más fácil de conservar.
Por este motivo, constituyó la base de la alimentación en España para todas las clases sociales, para las más acomodadas como complemento en el conjunto de su alimentación y para los más humildes como alimento principal.
Era fundamental disponer de pan en cantidad. Todos lo comían y todos dependían de él para su sustento diario. El pan se transformó en un alimento casi insustituible, cuya falta era sentida como una adversidad insoportable.
El consumo normal era de una libra de pan por persona al día (medio kilo), algo más los varones adultos dependiendo de su actividad laboral y aún más para los pobres, ya que el pan proporcionaba más calorías por menos precio que ningún otro alimento. Los que menos pan consumían eran los enfermos acogidos en los hospitales, donde recibían dietas muy ricas en carne y grasa.
Para hacernos una idea de lo que significaba el pan en el Siglo de Oro español, el Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias, publicado en 1611, lo definía así: "sustento común de los hombres."
Junto con esta definición, el erudito toledano incluía una serie de refranes, muchos de los cuales hoy conservamos, que nos hacen ver el valor como elemento cultural de este alimento en la España del siglo XVII: "todos los duelos con pan son menos"; "a falta de pan buenas son tortas"; "a grande hambre no hay pan malo"; "a pan duro diente agudo, o hambre de tres semanas"; "con pan y vino se anda el camino" o "quien da pan a perro ajeno, pierde el pan y pierde el perro”.
Pero el pan no sólo era cuestión de cantidad sino también de calidad. Mientras los ricos y poderosos comían pan de la mejor calidad, pan blanco de trigo, las clases populares comían pan de menor calidad, especialmente en épocas de crisis. Se trataba del pan negro o pan de mezcla, hecho de mezclas de cereales de calidad inferior a la del trigo, muchas veces con harinas de legumbres.
Al mismo tiempo, era tal la producción diaria de pan en la Villa que los oficios relacionados con su fabricación predominaban, destacando tres:
Tahonero: profesional que poseía fábrica propia dedicada a elaborar pan diariamente para su venta en despachos. Muchos de ellos llegaron desde Francia durante los siglos XVII al XIX y se instalaron en los barrios de Madrid, dedicándose a la elaboración de panes “de boca” o de lujo, de harina o trigo. En el siglo XIX también existieron muchos propietarios “indianos” que invirtieron el dinero ganado de la emigración en el negocio, así como numerosos gallegos, llegados a Madrid para trabajar, y una vez aprendido el oficio acabaron por tener tahonas en propiedad.
Panadero: quien vendía el pan en puestos callejeros o despachos, generalmente empleados por una tahona.
Hornero: solían ser tahoneros especializados en panes de lujo, que no se cocían a diario. Eran proveedores de la Casa Real.
En la Villa de Madrid, durante el siglo XVII, la venta de pan corría por cuenta de los panaderos de villa y los panaderos de corte, que lo vendían por piezas, con unos pesos estipulados. Eran distribuidos todas las mañanas por los propios tahoneros en puestos callejeros, establecidos en cajones, situados principalmente en la Puerta del Sol y sus aledaños.
Además del pan común, de calidad y precio fijo, algunos panaderos hacían un pan llamado “de cabezuela” con los restos de la harina, para venderlo en porciones y más barato a los pobres.
El mercado del pan era el más importante de los mercados de abastos, especialmente a partir del crecimiento demográfico que supuso el establecimiento de la Corte en 1561, pero también el que contaba con el más complejo sistema de intervención, debido a que gran parte el producto provenía de pueblos de las proximidades.
Para su correcto abastecimiento cobraron gran importancia sistemas de reparto de mercancías como la trajinería y el acarreo de mercancías por parte de arrieros y carreteros, que empleaban bestias de carga o carretas tiradas por bueyes o mulas.
Diariamente entraban a Madrid tres tipos de pan para su posterior venta:
El pan de despensa: estaba destinado a casas particulares perteneciente a familias madrileñas de alto nivel económico: nobles, eclesiásticos, embajadores, etc.
Los vecinos de Carabanchel Bajo, por ejemplo, surtían de pan al marqués de Villamagna, a la condesa de Miranda, al conde-duque de Olivares, al marqués de Leganés, al duque de Lerma, a los Fúcar, al cerero mayor del Rey. El maestro del Infante recibía el pan de Villaverde; el embajador de Saboya, de Vicálvaro; los frailes de Santa Bárbara eran abastecidos por vecinos de Getafe, etc.
El pan de ventureros: era llevado a Madrid por vecinos de los pueblos próximos y no tenía un destino fijo, sino que era vendido de forma ambulante a cualquier persona que quisiera adquirirlo. Bastantes personas de poblaciones como Vallecas, Carabanchel Bajo, Barajas, Móstoles, Villaverde, etc., vivieron de la fabricación y venta de este tipo de pan en la capital.
El pan de registro: era el resto del pan que diariamente entraba en Madrid y era el que, de forma obligatoria, tenían que suministrar bastantes poblaciones situadas a cierta distancia para mantener las reservas de la capital en caso de escasez.
La cantidad de fanegas que cada población debía entregar dependía de sus posibilidades económicas y eran proporcionadas por sus vecinos.
Cada año, en los primeros días de septiembre, se avisaba a los vecinos de cada población por medio de un pregón para que uno de ellos se encargara, “voluntariamente”, de transformar el trigo en pan cocido y transportarlo durante todo el año a Madrid, ayudado por arrieros.
Con el tiempo fueron disminuyendo las aportaciones de pan al quedar exentos varios pueblos de esta obligación, por privilegios reales conseguidos a cambio del pago de ciertas cantidades a la Real Hacienda… comenzando de nuevo los problemas de escasez de pan, al disminuir el número de pueblos abastecedores. Esta ordenanza se mantuvo activa hasta mediados del siglo XVIII.
Desde el siglo XIII se reguló la labor del gremio de panaderos en la villa de Madrid mediante ordenanzas municipales, especialmente en lo referido al peso, al tamaño y al precio de los panes.
Como el pan se consideraba fundamental para la sociedad, se adoptó un recurso psicológico: el precio del pan no variaba, lo que cambiaba era su peso y en última instancia su calidad.
El pan no solamente era el principal componente de la dieta sino también la principal partida del gasto familiar, de modo que su precio condicionaba más que ningún otro los ingresos de gran parte de la población.
Mantener el precio del pan suponía un estricto y detallado control de las autoridades municipales, que iba desde la cotización diaria del precio del trigo al trabajo de horneros y panaderos, en constante supervisión, y cuyos fraudes eran severamente castigados.
Esta vigilancia incluía, además, la regulación de los precios del grano y la harina y su provisión a través del Real Pósito de la Villa de Madrid, que administraba el suministro del cereal evitando el desabastecimiento e intentando regular los precios con el objetivo de asegurar una oferta básica de pan, especialmente para las clases bajas.
La escasez del pan o la subida de su precio originaba a menudo motines y revoluciones ciudadanas, acompañadas de caídas de ministros y de gobiernos, por lo que siempre fue un asunto presente en las agendas de la política de las instituciones y de los monarcas.
Los llamados motines del hambre fueron habituales no sólo en el siglo XVII, sino en los sucesivos, hasta el siglo XX:
El llamado “motín de los Gatos” o motín de Oropesa fue un disturbio que estalló en Madrid el 28 de abril de 1699, como respuesta a la carestía de alimentos, sobre todo del pan.
En tiempos de Carlos III, el conocido “motín de Esquilache”, en marzo de 1766, tuvo su origen en el aumento del precio de los alimentos y en especial del pan.
En 1802, como consecuencia del alto precio del pan se produjo una revuelta en el Rastro, en la que se incendiaron los puestos dedicados a su venta.
Esta misma causa motivó en 1854 un motín de los vecinos del barrio de Lavapiés, generando numerosos altercados.
La subida del pan en el verano de 1914 desembocó en la llamada “cuestión del pan”, provocando revueltas callejeras y el asalto a tahonas en el barrio de Prosperidad.
Volviendo a nuestro Siglo de Oro, dentro de la villa el pan se producía en contados hornos y solo las familias más pudientes y las instituciones religiosas cocían el suyo propio, por lo que esta elaboración insuficiente para proveer a toda la población de Madrid.
En las casas de las clases más bajas no podía haber horno… estaban prohibidos por motivos de seguridad, para evitar incendios. Por tanto, la mayoría de las familias preparaban el pan en casa y lo llevaban a cocer fuera, a hornos particulares.
La escasez de hornos no aseguraba el abastecimiento de la ciudad, lo que motivó que la Corona instara a la Villa de Madrid para promover la construcción de un gran número de viviendas con hornos en los que poder cocer pan.
Se eligió la zona del Paseo del Prado, muy cerca de las dependencias del Pósito de la Villa, ubicado en la actual Plaza de la Lealtad, y de la Puerta de Alcalá… un lugar rodeado de huertas, justo en el límite de la antigua ciudad, que reunía las mejores condiciones para el emplazamiento: agua abundante, aire fresco y poca edificación alrededor.
Durante la segunda mitad del siglo XVII se construyeron cuarenta y dos hornos de pan, dotados con su respectivo espacio para la vivienda y reunidos en un nuevo barrio que se acabaría llamando la Villa Nueva.
La carga de trabajo y los horarios intempestivos horarios de los panaderos, motivó la interrelación entre vivienda y espacio de trabajo. Su madrugador despertar se aliviaba al unir en el mismo lugar trabajo y vivienda, facilitando así el pronto encendido del horno y la preparación de la masa.
La casa no contaba con otra cocina alternativa, por lo que la estancia de trabajo sería, al tiempo, el centro de la vida doméstica y de la economía familiar.
En 1861 se decidió derribar lo que quedaba de los hornos de Villa Nueva junto con el resto de las edificaciones del recinto. Todo ello quedaría reflejado en el conocido proyecto del nuevo barrio que presentó Carlos María de Castro como parte de las actuaciones del ensanche de la capital.
Pero la que sin duda destacó como principal tahona de la Villa de Madrid fue la llamada Casa de la Panadería, testigo, desde su construcción en 1617, de los cambios políticos y sociales en la ciudad a lo largo de casi cinco siglos.
Durante el Siglo XV se empezó a formar un espacio fuera de la muralla cristiana del siglo XII, conocida como Plaza del Arrabal. Este lugar, fue utilizado habitualmente como mercado principal de la villa, localizándose aquí una primera casa porticada que tenía como función principal regular el comercio de la plaza. Esta primitiva lonja de comercio es el antecedente de la Casa de la Panadería, que se levantaría en 1590.
Entre 1617 y 1619, durante el reinado de Felipe III, el arquitecto Juan Gómez de Mora transformó la antigua Plaza del Arrabal en la actual Plaza Mayor, integrando el edificio en el nuevo conjunto.
La construcción original de este edificio sobrevivió a los incendios de 1672 y 1790 y por ello su estructura marcó la configuración de las construcciones de la plaza en las sucesivas reformas.
Su nombre se debe a que sus bajos albergaron la primera Tahona General de la Villa y despacho de pan. Además fue sede del gremio de panaderos, depósito de grano y el centro administrativo que establecía el precio de venta del pan para toda España.
Desde su planta noble el Cuarto Real, desde el que los Reyes presidieron procesiones, carnavales, corridas de toros, beatificaciones y autos de fe a lo largo de los siglos.
Como bien sabemos, a lo largo de los siglos la Plaza Mayor fue uno de los lugares elegidos para llevar a cabo las ejecuciones ordenadas por la Santa Inquisición. En función de sus delitos, los reos nobles e hidalgos eran colocados frente a esta Casa de la Panadería para ser decapitados o degollados, como signo de deferencia, mientras que a los plebeyos se les reservaba el ajusticiamiento mediante horca o garrote vil frente a la Casa de la Carnicería.
Uno de los casos más conocidos de nobles ajusticiados frente a esta Casa de la Panadería es el de Don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias.
Al servicio del valido de Felipe III, Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, tras la caída en desgracia de este, Calderón fue apresado en Valladolid y acusado de doscientos catorce cargos, entre otros corrupción y haber asesinado mediante envenenamiento a la Reina Margarita de Austria… que en realidad había muerto, en 1611, tras dar a luz.
Después de tres años en la cárcel y durísimas torturas, tras las que siempre negó sus acusaciones, el nuevo rey Felipe IV condenaba al noble a muerte.
El 21 de octubre de 1621, Rodrigo de Calderón era trasladado hasta la Plaza Mayor. Con gran serenidad y compostura, subió al patíbulo ubicado frente a esta Casa de la Panadería, dispuesto a aceptar su destino. Tan sólo protestó cuando el verdugo rozó su nuca: "Por detrás no, amigo. No me han castigado por traidor", le advirtió.
Posteriormente, el edificio sirvió de sede para la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, la Real Academia de la Historia y el Archivo y Biblioteca Municipal de la Villa.
La fachada de la Casa de la Panadería destaca hoy entre todas las demás de la Plaza Mayor por su profusa decoración pictórica. Fue adornada en 1672 por Claudio Coello, en 1796 Antonio González Velázquez renovó la ornamentación y, en 1914, el decorador y ceramista Enrique Guijo planteó una nueva decoración, de tipo mitológico. Las pinturas actuales, obra de Carlos Franco, datan de 1992 y sirven de maquillaje para mantener joven a uno de los edificios más longevos en la historia madrileña.
Como vemos, el pan no es sólo un alimento sino un símbolo de poder desde los tiempos más remotos. Motivo de fiestas y celebraciones, pero también de revueltas y motines, capaz de derrocar gobiernos y encumbrar líderes, una barra de pan encierra el verdadero poder de una sociedad… especialmente de las que sólo saben unirse cuando pasan hambre.