Resacón en la Villa
quevedo y su incontinencia… no verbal
“Y nos dieron las diez y las once… las doce y la una y las dos y las tres…”. Esta estrofa, que seguro acabas de entonar con ritmo de canción, puede ser el mejor resumen de cualquiera de esas noches en la que has quedado para tomar algo por Madrid sin la intención de trasnochar y, sin saber cómo ni por qué, se ha hecho de día. Porque… ¿a quien no se le ha complicado la vuelta a casa después de una noche de fiesta con los amigos?
Cualquiera que haya frecuentado lugares míticos como La Ardosa, La Venencia, Bodegas Camacho, Bodegas Alfaro, el Palentino, el Doble, el Benteveo, etc. sabe a lo que me refiero: bodegas, tabernas, garitos… ¡y gentes de buen o mal vivir! Un ambiente muy especial el que se puede vivir cualquier noche en las calles de la capital y que, sin embargo, no es exclusivo de nuestra época… como tantas otras cosas, ya existía en el Siglo de Oro.
Y es que en torno a la bebida y a las tabernas se concentraban gran parte de las vivencias de la población madrileña, de toda clase y condición, durante el siglo XVII. Unas vivencias tabernarias que, sin embargo, variaban mucho del Madrid diurno al nocturno: durante el día la Villa era un lugar relativamente seguro, centro de negocios y vida social… pero por la noche, sin iluminación pública, se convertía en una fuente constante de peligros.
En aquel Madrid apagado, la violencia estaba a la orden del día. Por la Villa pululaba una turba variopinta compuesta de gente de dudosa reputación, criados, pícaros, fulleros, mendigos, sicarios, soldados llegados de Flandes... gentes en general poco recomendables, de vida disoluta, aficionados a la noche, al juego y a la bebida, que solían reunirse en las tabernas en torno al vino.
Durante el siglo XVII, la importancia del vino era capital y su consumo superaba con creces al de otras bebidas alcohólicas como la cerveza y el aguardiente, motivado por un altísimo incremento de las extensiones de tierra dedicadas al cultivo de la vid en nuestro país.
El vino era la bebida popular y estaba presente en facetas tan diversas como la alimentación, la medicina, la diversión o el salario. Su presencia era tal que se convirtió en un importante factor de integración social, al nivel de la religión.
El aumento del consumo de vino se convirtió, además, en un negocio muy rentable. Primero porque suponía un beneficio fiscal inmediato para la Corona, ya que a mayor consumo mayor recaudación en sus arcas, y la segunda razón era que el vino era la base de la comida de los pobres, de manera que si se limitaba su producción y su venta, se atacaba directamente al único sustento de los más necesitados.
En la vida cotidiana de los madrileños el vino era concebido como un artículo de primera necesidad, ya que además de ser un complemento calórico, suplía con frecuencia al agua potable, que era bastante escasa.
La venta de vinos estaba supeditada a las ordenanzas municipales y, en principio, sólo se podía llevar a cabo en los locales autorizados. Aunque existían excepciones: los arzobispos, los funcionarios municipales y los monasterios tenían permiso para abastecerse de cualquier vino, para su consumo.
En tiempos de Felipe III llegaron a coexistir cerca de 800 establecimientos destinados a la venta de bebida en Madrid… además de las casas de mancebía o lupanares, donde también se podía consumir.
En las tabernas y bodegas del Siglo de Oro se podía beber, pero no comer. Quien quisiera alimentar su estómago, además de su gaznate, debía dirigirse a los bodegones o mesones, donde podría encontrar “delicias culinarias” como criadillas, despojos y manos de ternera. En las tabernas y bodegas sólo se servía vino “tinto”, “moscatel”, “pardillo”, “blanco”… y casi siempre peleón.
En una misma taberna estaba prohibido vender vino precioso o caro a la vez que vino ordinario. Eran muy pocas las tabernas en el Madrid del siglo XVII con licencia para vender el mejor vino, nunca superaron la docena, mientras que se aproximaron al medio millar las tabernas que podían ofrecer del barato.
Muchos taberneros solían sembrar la desconfianza sobre la calidad de sus vinos y las mezclas que hacían para hacer pasar lo barato por caro, ya que en el siglo XVII era una práctica muy extendida y cotidiana el mezclar el vino con agua, lo que se denominaba “bautizar” el vino. El corregidor era el responsable de asegurar la calidad de los vinos de la Villa con respecto a su precio.
La Plaza Mayor y la Cava de San Miguel concentraban las tabernas que vendían vino caro, de mayor calidad… mientras que en la Cava Baja se concentraban las tabernas con vino de precios y calidad, más baja.
La tabernas solían ser locales mal iluminados, con escasas velas, y donde reinaba la penumbra. Tampoco eran espacios bien ventilados, el olor al vino de los pellejos lo inundaba todo, pero al mismo tiempo disimulaba el hedor a orines que procedía del embarrado patio, que generalmente era utilizado como improvisado retrete.
Tampoco era habitual que dispusiera de mostrador o barra, así como de mesas ni taburetes. Las autoridades los solían prohibir para evitar que los clientes estuvieran mucho tiempo en el interior y que pudieran ser empleados como armas arrojadizas. La gente solía beber de pie y de encontrar asientos en alguna taberna solían ser largos bancos corridos en torno a mesas también largas.
Además de para beber, en las tabernas solían reunirse pícaros, ladrones y fulleros para jugarse los cuartos a los dados o a los naipes, lo que solía llevar a discusiones… por lo que lo habitual era dejar las armas a la entrada para evitar reyertas en el interior. Los alguaciles, en ronda nocturna por las calles de la Villa, eran los encargados de controlar los posibles altercados en estos establecimientos.
Como vemos, los mesones, las ventas, los bodegones y las tabernas eran lugares frecuentados por delincuentes y facinerosos… pero también era posible encontrar clientes que, a priori, no debían entrar en dichos locales. Ese era el caso de los clérigos.
Muchos clérigos no solo eran clientes, sino que regentaban tabernas o surtían a estas con el vino procedente de sus fincas y lagares, a pesar de que lo tenían prohibido. Eran los llamados clérigos “lagareros”, que unas veces vendían el vino a los taberneros, otras regentaban ellos mismos las tabernas y, en último término, vendían el vino en su propia casa.
Las autoridades intentaron, sin éxito, que las órdenes religiosas no vendieran vino, ya que la embriaguez, según el grado, podía ser considerada pecado atendiendo a la moral contrarreformista que guiaba la vida cotidiana de los madrileños del Siglo de Oro.
El pecado, la confesión y el perdón era la trayectoria obligada para cualquier fiel que pensara en la salvación… y la angustia de haber cometido, o no, un pecado al haberse emborrachado o al haber incitado a la borrachera, era uno de los dilemas que debían valorar los confesores de la época.
El matiz comenzaba en si había existido voluntad o no de emborracharse ya que, si había existido voluntad, se pecaba de gula. Además, si fruto de la borrachera se había cometido algún escándalo, el responsable era doblemente pecador.
El exceso en el consumo de alcohol atrajo la descalificación moral de la embriaguez. En el siglo XVII, llamar a alguien borracho era considerado un insulto muy grave y podía dar lugar a que se desenvainaran las espadas y batirse en duelo.
Se tenía muy mala opinión de los borrachos y sobre todo, de las mujeres borrachas y de los jóvenes… una lacra social y familiar por la notoria falta de disciplina con la que los criaban sus padres.
El exceso en la bebida se asociaba con el vulgo, a la aristocracia se le suponía un uso algo más discreto y menos expuesto. La borrachera entre el común del pueblo podía acarrear peligros políticos (protestas y motines), sociales (riñas, peleas, palabras soeces, juramentos…) y morales (lujuria, adulterio, blasfemia…) que resultaban difícilmente asociables a las élites.
A comienzos del siglo XVII, los madrileños bebían 200 litros de vino por persona al año. De entre todas las regiones españolas presentes en la capital, los vizcaínos eran los que tenían fama de más bebedores. Pero si había un modelo de borracho en el Madrid del Siglo de Oro, esos eran los “tudescos” (alemanes).
Para combatir las posibles consecuencias de un exceso de bebida solían emplearse como remedios sopas mojadas en miel, almendras amargas, rábanos, azafrán y otras sustancias que eran, al parecer, excelentes para no emborracharse. Incluso llegaban a utilizarse piedras maravillosas que, entre otras propiedades, evitaban perder el sentido.
Finalmente, la vuelta a casa después de una larga noche en las tabernas, y según el estado de embriaguez de cada cual, podía no resultar sencillo en aquel Madrid en el que existían algunas calles y plazas empedradas, pero la mayoría tenían un pavimento de barro en invierno y de polvo en verano.
Tampoco existía el servicio de recogida de basuras ni alcantarillado que evacuara las aguas fecales, que iban a parar al arroyo.
Las deposiciones y orines de las caballerías poblaban las calles, junto con los desperdicios de las cocinas y las aguas sucias que los vecinos arrojaban desde sus casas a la vía pública, al grito de “¡agua va!”.
A falta de retretes públicos, los transeúntes orinaban en cualquier rincón… especialmente aquellos que tenían la vejiga llena al salir de las tabernas… lo cual provocaba un insoportable hedor en la ciudad.
Para evitar orinar en cualquier lugar, se colocaron crucifijos en los rincones en los que esta pestilente costumbre era más habitual. Uno de ellos fue esta Calle del Codo, que une la plaza del Conde de Miranda y la plaza de la Villa.
Esta vía era lugar habitual de tránsito entre las tabernas de la capital… y uno de sus transeúntes más ilustres fue el escritor Francisco de Quevedo, quien solía aprovechar la oscuridad de esta calle para orinar en sus noches de farra.
Una de esas noches, junto al lugar elegido por el literato para su desahogo, apareció uno de esos crucifijos disuasorios. Junto a la cruz una inscripción rezaba: “Donde hay una cruz no se orina”. De este modo se intentaba desanimar a quien quisiera mingitar junto al sagrado símbolo. Al verlo, Quevedo contestó escribiendo otro texto que decía: "… y donde se orina no se ponen cruces".
Hoy en día la capital cuenta con unos 130 inodoros públicos que nos ofrecen la posibilidad de aliviarnos cuando la situación de incontinencia ya es insostenible… y dado que la multa por orinar en una calle de Madrid supera los 700 euros, (algo que, sin embargo, continúa ocurriendo) siempre es bueno comprobar si existe alguno cerca.
Beber y reír fueron dos máximas en el Siglo de Oro que quedaron reflejadas tanto en su literatura, con referencias constantes en obras de autores como Tirso de Molina, como en pintura, al frente de las cuales se encuentra El triunfo de Baco o Los borrachos, obra en la que el gran Diego Velázquez trató una sencilla borrachera como un asunto mitológico.
Y es que en el vino los madrileños del siglo XVII encontraron un remedio simple a las preocupaciones y angustias de una época en la que las sombras fueron más frecuentes que las luces… y en sus tabernas un clima de camaradería y alegría compartida.