Los ricos también lloran
María hernández espinosa de los monteros: un gran corazón
“No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”… “sé bueno y siempre tendrás recompensa” … “la gente buena siempre obtiene cosas buenas”… De niños, a casi todos nos educaron en la creencia de estos axiomas, ¿verdad? Sin embargo, al crecer nos damos cuenta de que la realidad es un poco más compleja y, aunque nos duela reconocerlo, el destino no siempre es justo con las buenas personas.
El tiempo no está obligado a recompensar una vida de dedicación y trabajo por los demás. Este es el caso de María del Carmen Hernández y Espinosa de los Monteros, cuya caridad y labor filantrópica en el Madrid del siglo XIX son un ejemplo que todos deberíamos conocer, alabar y difundir.
El contexto social y sanitario del Madrid de finales del siglo XIX estuvo marcado por la industrialización y la inmigración del campo a la ciudad, lo que generó unas altísimas tasas de mortalidad y de analfabetismo cercano, en la España de la época, al 60% de la población.
En este entorno, el niño se convirtió en un tesoro muy preciado. En aquella sociedad la mortalidad infantil era aún más acusada: de cada mil niños nacidos, ciento sesenta no superaban el primer año de vida y uno de cada cinco no llegaba a cumplir los seis años. Entre las principales causas estaban las enfermedades causadas por la insalubridad, la falta de cuidados, la mala lactancia, el abandono, la explotación laboral infantil o la deficiente asistencia médica.
Fue entonces cuando la Medicina comenzó a interpretarse como una ciencia social capaz de paliar crisis demográficas y a valorar especialidades como la Pediatría, cuyos esfuerzos se centraron desde entonces en reducir el alto grado de mortandad infantil… un objetivo que no se alcanzaría hasta finales de los años 50 del pasado siglo XX.
Fueron muchos los expertos que defendían que, en una época de índices generalizados de mortalidad elevada, era necesario trasladar a los niños enfermos de los hospitales de adultos, en donde eran atendidos tradicionalmente, hacia centros específicos donde se les pudiera tratar de forma especial.
Entre los defensores de esta teoría jugaron un papel muy importante los médicos e higienistas; también los pedagogos, juristas y reformadores sociales; sin olvidar la filantropía privada, la caridad y la actuación de mujeres nobles que empezaron a participar activamente en el desarrollo social. Este fue el caso de la Duquesa de Santoña, quien dedicó su tiempo y dinero a mejorar decididamente las condiciones de vida de los niños madrileños más desfavorecidos.
María del Carmen Hernández y Espinosa de los Monteros, nació en Motril, Granada, en 1828.
Pese a ser hija de una familia acomodada, dedicada a la producción de caña de azúcar, la joven no tuvo una infancia fácil: quedó huérfana de madre siendo muy joven y tuvo que soportar a un padre tiránico del que se apartó en cuanto tuvo ocasión para no volver a verlo jamás.
Con sólo dieciocho años, la joven granaína contrajo matrimonio con un capitán de caballería treinta mayor que ella. El matrimonio y el único hijo que tuvieron se trasladaron inmediatamente a vivir a Madrid.
En 1873 fallecía su esposo y María del Carmen quedaba viuda con sólo cuarenta y cinco años. Su difunto marido siempre gozó de un elevado prestigio por méritos de guerra, lo que permitió a la viuda seguir codeándose con parte de la élite social madrileña de la época… unos contactos que, a la postre, le ayudarían a reorganizar su vida a lo grande tras conocer a Juan Manuel Manzanedo y González, primer marqués de Manzanedo y primer duque de Santoña.
Gentilhombre de Su Majestad, Juan Manuel Manzanedo había amasado una fortuna en Cuba, dedicándose al préstamo de dinero y al comercio de tabaco, de caña de azúcar e incluso de esclavos.
De regreso a la península, sus inversiones y su apoyo a la monarquía borbónica volvieron a favorecerle. Su auxilio económico y diplomático a Alfonso XII le valieron la amistad personal del monarca, quien le nombró marqués de Manzanedo y duque de Santoña.
Para hacernos una idea de la fortuna del duque, en 1873 reconoció disponer de un capital líquido de casi ciento cuarenta millones de reales… un patrimonio que lo convertía en una de las mayores fortunas del país.
Tan sólo once meses duraría la viudedad de María del Carmen.Tras conocer al duque se produjo el flechazo entre ambos y contrajeron matrimonio en diciembre de 1873.
Su unión con el duque de Santoña supuso un salto en la escala social para la motrileña y la elevó a una vida de opulencia. Como regalo de bodas, su segundo marido le obsequió con el famoso Palacio de los Goyeneche, ubicado en la Calle Huertas y actual sede de la Cámara de Comercio e Industria de Madrid.
La ya duquesa reformó la residencia a su gusto, contratando para ello a los mejores arquitectos, pintores, escultores y artesanos del momento. El resultado fue uno de los palacios más lujosos y espectaculares de la capital.
A pesar de tener todo cuanto quería, María del Carmen no se limitó a vivir cómodamente y comenzó a desarrollar la que siempre había sido su gran pasión: ayudar a los más desfavorecidos, en especial a los niños.
La duquesa donó importantes cantidades de dinero para ayudar a asociaciones que cuidaban niños huérfanos y a familias desamparadas por el fallecimiento de alguno de sus miembros en la guerra. Estos actos filantrópicos la llevaron a ser admitida en la Real Orden de Damas Nobles de la Reina María Luisa.
La duquesa estaba obsesionada con ayudar a los niños desvalidos, quizá porque ella misma había vivido la orfandad cuando era niña o porque sus tres nietas habían quedado huérfanas de ambos padres al morir estos prematuramente. Su preocupación por los más pequeños, sumada a que no existía en Madrid ningún hospital especializado en su cuidado, motivó el gran objetivo de su vida: construir un hospital infantil en la capital.
A expensas de su propio peculio, y construido en terrenos de su propiedad, la duquesa inauguró el nuevo hospital para niños en 1877, ocupando inicialmente una casa de vecindad de la Calle del Laurel.
Este sanatorio se convirtió en el primer hospital pediátrico de España y en uno de los primeros de Europa. Sin duda, todo un hito sanitario en nuestro país.
Contaba con consultas especializadas y modernas de pediatría, cirugía y oftalmología. Disponía de seis salas con camas de hierro y algunos lujos insólitos para la época como estufas en las salas o un plato, un vaso y una taza de metal para cada paciente.
Su éxito fue rotundo, pero el hospital pronto quedó pequeño, por lo que la duquesa se vio obligada a buscar otro lugar donde levantar un nuevo hospital, más amplio y con mayor capacidad para atender la creciente demanda de niños enfermos.
Gracias a su privilegiada situación económica y social, los duques pudieron comprar unos nuevos terrenos junto al Parque del Retiro. Sin embargo, no podían podrían hacer frente a los gastos que la nueva estructura hospitalaria suponía, por lo que se hacía necesaria buscar algún tipo de financiación adicional para sufragar los gastos.
Ante esta situación, la duquesa ideó un plan: organizaría una rifa para obtener fondos con los que costear la construcción del nuevo hospital. La idea consistía en desarrollar un sorteo que se diera a conocer a todos los madrileños mediante la venta de boletos. Los ingresos obtenidos, salvo el importe de los premios, irían destinados a sufragar el nuevo sanatorio.
Esta rifa benéfica, celebrada por primera vez en 1879, pasó a ser conocida como “Rifa Nacional del niño” y con el tiempo daría lugar a la Lotería del Niño que hoy todos conocemos.
Gracias a esta idea de la duquesa, finalmente se consiguió sufragar la construcción de un nuevo hospital en la capital en el que en adelante se ayudaría a niños con dificultades: nacía así el actual Hospital Infantil Universitario Niño Jesús, ubicado en la calle Menéndez Pelayo.
Inaugurado en 1881, este moderno sanatorio sentó las bases de las especialidades pediátricas en España, convirtiéndose además en uno de los mejores de Europa, puntero a día de hoy en la investigación de patologías infantiles.
La “duquesa benefactora” había conseguido su objetivo, aquel por el que tanto había luchado y que tanto le llenaba… pero si hay algo que nos demuestra la vida es que las cosas pueden cambiar radicalmente de la noche a la mañana.
En 1882, fallecía el duque de Santoña, su marido, y la vida de la duquesa iba a dar un giro de ciento ochenta grados.
Con anterioridad a su matrimonio con María del Carmen, el duque había tenido una hija en Cuba, fuera de su primer matrimonio, a la que acabó reconociendo legítimamente.
Esta muchacha se había dedicado a vivir cómodamente en París, pero entró en escena tras la muerte de su progenitor para denunciar a la duquesa de Santoña por apropiación indebida de la herencia paterna… una fortuna que ascendía a cerca de 2.000 millones de reales.
El pleito se alargó durante diez largos y dolorosos años… tiempo en el que la duquesa comprobó cómo sus propios abogados la traicionaban, al permitir que la hija de su difunto marido se fuera apropiando de todo lo que el duque le había dejado.
En 1893 se pronunció la penosa sentencia en contra de la duquesa: debía abandonar el palacio que el duque le había regalado y entregar toda su fortuna. De la noche a la mañana María del Carmen Hernández se veía en la calle y sin recursos económicos.
El palacio de los duques de Santoña fue embargado y finalmente malvendido a José de Canalejas, futuro Presidente del Gobierno.
Por su parte, la duquesa terminó sus días, arruinada y empobrecida, pasando a ser conocida en el Madrid de la época como “la duquesa mendiga”, sobreviviendo gracias a la caridad institucional en un piso modesto y frío de la Calle Salustiano Olózaga junto a sus tres nietas.
La vida de la duquesa se apagó en 1894, cuando contaba con sesenta y cinco años de edad. Fue enterrada sola en el cementerio madrileño de San Isidro. Ni siquiera le fue permitido ser enterrada en el panteón de su marido el Duque.
Hoy, esta placa costeada por todos médicos de Madrid, colocada a la entrada de la que fue su gran obra, el Hospital del Niño Jesús, recuerda a María del Carmen, una mujer generosa y valiente, pionera en la lucha a favor de los desamparados, siempre preocupada por los males de su sociedad a pesar de las adversidades que la vida que le obligó a asumir y cuyo ejemplar legado nunca debemos olvidar.