Pluma y espada
poetas-soldados: la gloria a través de la sangre
¿Imaginas cómo cambiarían tus películas de acción favoritas si sus protagonistas alternaran escenas de máxima tensión con la declamación de versos? ¿Rambo, Terminator, John Wick… Chuck Norris… acabando con ejércitos enteros a golpe de versos de sonetos y redondillas? Aunque resulta curioso imaginarlo, las letras y las armas han convivido en plena armonía a lo largo de la Historia… tanto que en la España de los siglos XVI y XVII, muchos hombres de acción compaginaron el ejercicio de la guerra con la creación de alguna de las joyas de la literatura universal.
En aquella España del Siglo de Oro en la que el honor se defendía con la espada, los muchachos recibían a la temprana edad de trece años una daga como regalo y donde se hacía gala de fabricar los mejores aceros de occidente, la guerra fue el pan nuestro de cada día, tanto en la vida cotidiana como en el teatro o en la poesía.
Nuestro país mantuvo una lucha sin cuartel desde la entronización de Carlos V como rey hasta el final de la Guerra de los 30 años, casi 150 años después… una tendencia guerrera que venía ya marcada por nuestra particular y sangrienta Edad Media.
El siglo XVI se inauguraba para España como un siglo repleto de posibilidades, de aires de libertad y de exploración de nuevos caminos. Con la rendición de la Granada musulmana y con el descubrimiento de América, el dominio español se extendió hacia el Norte de África y hacia el Nuevo Mundo.
La unificación, bajo la corona de los Reyes Católicos, de los reinos peninsulares, la incorporación de territorios de ultramar y la herencia europea de los Austrias, obligaron a los sucesivos monarcas a aumentar el número de efectivos que componían sus ejércitos, dispersos por medio mundo.
Pronto, a los hombres de armas se les planteó una doble posibilidad para coronarse de gloria y honor militar: luchar contra los turcos y contra los adversarios europeos de la monarquía cristiana o bien embarcarse hacia las tierras del Nuevo Mundo.
El sentimiento patriótico, fomentado por las victorias militares, inundó la sociedad española renacentista y de ahí que muchos poetas dedicaran gran parte de su creación a la epopeya heroica, género al servicio del poder y empleado como medio publicitario para propagar las hazañas guerreras en las batallas religiosas de la Reforma y de la Contrarreforma.
Armas y letras se convirtieron en las dos principales vías de progreso social consideradas admisibles para aquellos que pretendían alcanzar cierto estatus social… una unión que comenzó a hacerse cada vez más evidente a lo largo del siglo XVI.
El liderazgo político y militar de una nación suele ir acompañado de un engrandecimiento de su cultura. De esta manera, el español se convirtió en el idioma del imperio, la lengua que toda persona culta de Europa debía conocer a través de la imprenta y emplear en sus discursos. Y con la lengua, la literatura, y en especial la poesía… el género con el que todo escritor podía demostrar su ingenio.
Alistarse en los Tercios, donde la supervivencia en las grandes batallas no era nada fácil, suponía peligros inmensos, pero también grandes oportunidades, una vida que se convertió en más que una probable salida profesional para buena parte de la población española.
La guerra se convirtió en el vehículo que permitía a los poetas viajar por Europa y acumular experiencias vitales a las cuales no estaban dispuestos a renunciar, al tiempo que participaban de la vida marcial que, por honor o reputación, todos los españoles de su tiempo se creían obligados a asumir.
De esta unión entre armas y letras resultó favorecida la milicia. Cuando nuestros ejércitos alcanzaban triunfos señalados, era difícil que la pluma de estos soldados-poetas permaneciera quieta y dejara de relatar gráficamente el fragor de las batallas tal como ellos mismos las habían librado, narrando las hazañas y enalteciendo las proezas de la que se decía, la mejor infantería del mundo.
Aquellos soldados-poetas del Siglo de Oro, que lo mismo luchaban en campos de batalla que rimaban versos, se convirtieron en verdaderos cronistas de guerra, expertos en suavizar la aspereza del combate con el deleite de las letras.
Y es que, si no eran capaces de defender su propia vida con la destreza en el uso de las armas, de nada servirían sus esfuerzos por convertirse en destacados literatos. Por ello, se acostumbraron a verse comprometidos en lances de acero y duelos de honor por salvaguardar no sólo los intereses del Imperio Español, sino también los suyos propios.
Fueron soldados y fueron escritores, dos facetas muy distintas que les permitieron conocieron las dos caras de la vida: la más amarga y la más gloriosa.
Garcilaso de la Vega (1498-1536)
Fue la más “perfecta encarnación del ideal del cortesano renacentista”, tal como lo había definido Baltasar de Castiglione.
Luchó en la guerra contra los Comuneros de Castilla, en la expedición a la isla de Rodas en 1522 y en la de Túnez en 1535. Combatió junto al Duque de Alba en Nápoles y Florencia.
Participó en el asedio de la fortaleza de Le Muy, en 1536, donde fue herido de gravedad cuando se lanzaba a las escalas de las murallas en primer lugar. A los pocos días murió en Niza, donde intentaban curarlo.
Fue autor de la obra poética que mayor trascendencia ha tenido en la lírica castellana.
Diego Hurtado de Mendoza (1503-1575)
Fue soldado-poeta, historiador y diplomático.
Se distinguió en la revuelta de Siena y en la rebelión de los moriscos en las Alpujarras en 1568.
Hablaba griego, latín, árabe, italiano y español, lo que le llevó a ser nombrado, en 1538, embajador en Venecia… a pesar de que, a juzgar por sus versos, no sentía demasiado aprecio a sus colegas:
“¡Oh embajadores, puros majaderos/ que si los reyes quieren engañar/ comienzan por vosotros primeros”
Hay teorías que apuntan a que pudo ser el autor del anónimo Lazarillo de Tormes.
Francisco Aldana (1537-1575)
Apodado por Miguel de Cervantes “El divino”, consagró su vida con la misma intensidad a las armas y a las letras.
Luchó como bravo capitán en la batalla de San Quintín de 1557. Al servicio del Duque de Alba, cayó herido en Flandes de un mosquetazo en un pie.
En sus sonetos reveló su desengaño y disgusto por la vida militar que llevaba y expresó su deseo de retirarse para llevar una vida contemplativa en soledad y en contacto con la naturaleza… algo que no consiguió, ya que murió combatiendo en la batalla de Alcazarquivir (Marruecos) en 1575.
Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)
Nuestro “Príncipe de los Ingenios” es quizá uno de los mejores ejemplos del poeta-soldado del Siglo de Oro.
En 1570 se alistó en la compañía de Diego de Urbina, en el Tercio de Moncada y, al año siguiente, vivió una de las experiencias más dramáticas de su vida: la batalla de Lepanto ( golfo en la actual Grecia).
Allí, el 7 de octubre de 1571, la armada turca se enfrentó a la alianza naval del Imperio Español, el Ducado de Venecia y los Estados Papales.
A bordo de la galera de guerra Marquesa, Miguel de Cervantes enfermó el mismo día de la batalla, por lo que se le aconsejó que descansase bajo cubierta y no participase en el combate. A pesar de la fiebre, prefirió no descansar y eligió entrar en liza.
Recibió un disparo de arcabuz en la mano izquierda y otro en el torso. Estas heridas hicieron que pasara seis meses en un hospital de Mesina, quedando su brazo inutilizado, aunque no amputado. A pesar de ello pasaría a la Historia como el “manco de Lepanto”.
Ahí no acabaron las penurias militares para el joven alcalaíno. Siguió combatiendo contra el Imperio Otomano y, mientras regresaba a España, fue hecho prisionero y cautivo en Argel durante cinco largos años, tras los cuales fue liberado, en 1580, por los padres trinitarios.
A su vuelta a España escribiría, entre otras, la obra cumbre de las letras españolas y, quizá, de la literatura universal: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
Nunca olvidó su papel como soldado, que recordaría orgulloso el resto de su vida:
“Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”.
Félix Lope de Vega (1562-1635)
Nuestro “Fénix de los Ingenios” fue soldado en el Tercio de Lope de Figueroa.
Lope de Vega luchó en numerosas batallas, entre otras, en la desafortunada Armada Invencible y en la batalla naval de las Azores, la primera gran contienda de la Historia entre galeones en la que, a las órdenes de Don Álvaro de Bazán, España consiguió una aplastante victoria frente a la escuadra franco-portuguesa.
En uno de sus poemas, el apodado “Monstruo de la Naturaleza” por su enemigo Cervantes, llegó a plasmar su orgullo militar:
“Ceñí en servicio de mi rey la espada/ antes que el labio ciñe el bozo/ que para la católica jornada/ no se excúsele generoso mozo/ De pechos sobre una torre/ que la mar combate y cerca/ mirando las fuertes naves/ que se van a Inglaterra/ Las aguas crece Belisa/ llorando lágrimas tiernas”.
Pedro Calderón de la Barca (1600-1681)
Durante su juventud fue soldado de los Tercios, periodo durante el cual fue acusado de homicidio y de la violación de la clausura de un convento de monjas en Madrid.
En 1640 tomó parte en la campaña para sofocar la rebelión de Cataluña contra la Corona y fue miembro de la caballería castellana en el sitio de Fuenterrabía por los franceses.
Siempre recordó su etapa militar ya que para él, el ejército era una religión de hombres honrados.
En 1642 pidió su retiro como militar y entró al servicio del Duque de Alba. A partir de entonces, gozó de un período de tranquilidad para la creación literaria y teatral, que le permitió componer algunas de las obras más inmensas del Siglo de Oro, entre otras El gran teatro del mundo, La dama duende, La vida es sueño o El alcalde de Zalamea.
Francisco de Quevedo (1580-1645)
A pesar de su cojera, prestó servicios como espía para la Corona a las órdenes del Conde de Osuna, que en 1618 lo utilizó en su malogrado intento de anexionar Venecia a la corona española. Ante el fallido intento, Francisco de Quevedo fue descubierto y se vio obligado a huir haciéndose pasar por mendigo.
Su vida y su obra están plagadas de anécdotas de armas y pasó a la Historia como un certero atacante, no sólo a través de la espada sino también empleando la pluma. Una de las más famosas fue el encuentro que mantuvo con el maestro de armas Luis Pacheco de Narváez.
Quevedo se hallaba en casa del maestro de armas hablando de uno de sus libros, Cien conclusiones sobre las armas, cuando afirmó que uno de los movimientos del libro de Narváez era erróneo, ya que se podía contraatacar. El maestro le respondió que la matemática estaba de su parte, ya que la geometría de la esgrima era demostración suficiente.
Quevedo le retó a demostrarlo a espada desenvainada. Ante la presión de la multitud reunida en casa del maestro, finalmente desenvainaron.
Quevedo superó el movimiento “insuperable”, golpeando el sombrero de Pacheco. Este quedó humillado y pasó toda su vida enemistado con el escritor.
Otra de los sucesos que alimentan el anecdotario de Francisco de Quevedo en relación a las armas, fue el sucedido el Jueves Santo de 1611 en esta plaza de San Martín de Madrid.
Cuando asistía a misa en la próxima parroquia de San Ginés, Quevedo contempló cómo un asistente a los oficios daba una bofetada a una dama que también se encontraba allí.
El genial escritor se implicó inmediatamente en el suceso, inicialmente con palabras y después sacando al agresor a la calle… probablemente a fuerza de golpes e improperios.
Ya en esta plaza, el escritor y su contrincante decidieron zanjar la discusión mediante el empleo de sus armas. Quevedo asestó al agresor una punzada mortal con su florete.
Una placa situada en el lugar en el que se produjo el duelo, nos recuerda este lance en el que Francisco de Quevedo defendió el honor de una dama.
Aún hoy, más de cuatro siglos después, resulta complicado imaginar cómo en una época de grandes hazañas, pero ante todo, de solemnes miserias, España pudo albergar uno de los esplendores culturales más celebrados en todo el mundo.
Una decadencia política, económica y social que mostró esa otra cara de la moneda, la del ingenio propio de la supervivencia a toda costa… y es que el Siglo de Oro fue una época difícil y emocionante… en la que no fue precisamente oro lo que brilló, sino el acero de las espadas y el talento de los genios.