El eco de Madrid

Retrato de Luigo Boccherini. Historia de Madrid

Retrato anónimo de Boccherini tocando el violonchelo, c. 1766–1767 (National Gallery of Victoria, Melbourne, Australia) ©ReviveMadrid

El exilio artístico de Luigi Boccherini en Arenas de San Pedro

Arenas de San Pedro, 1780.

Luigi Boccherini dejó la pluma sobre la mesa y frotó sus ojos cansados. La vela agonizaba en un charco de cera derretida, y las sombras en la habitación temblaban con la misma incertidumbre que su ánimo. Fuera, la noche caía sobre Arenas de San Pedro con su silencio implacable. Ni un murmullo de taberna, ni el eco de un carro rodando sobre adoquines, ni el lejano tañido de una campana que anunciara el final del día.

“Madrid, ¿cómo he llegado a estar tan lejos de ti?”

Apoyó los codos en la mesa, cerró los ojos y dejó que su mente viajara. Primero, cruzó los oscuros pasillos del palacio donde la vida languidecía junto a don Luis de Borbón, un príncipe convertido en prisionero de sus propios excesos. Luego, atravesó las montañas, descendió por los fríos caminos de la sierra de Gredos, esquivó los carruajes que chirriaban entre los adoquines y, finalmente, volvió allí donde su alma seguía viviendo: Madrid.

“Madrid… ¿me recuerdas todavía?”

En la capital todo tenía un ritmo propio. Desde el repiqueteo de los cascos de los caballos hasta el rumor incesante del gentío que llenaba sus calles. Los faroles encendidos iluminando rostros apresurados. La Puerta del Sol, donde se entremezclaban comerciantes, mendigos, aristócratas y soldados. La Plaza Mayor, donde el olor a pan recién hecho se confundía con el de la pólvora de las ejecuciones públicas. Los barrios de los manolos, con sus seguidillas improvisadas, sus risas y su descaro. Lo recordaba todo con una claridad hiriente.

Le temblaron los dedos cuando tomó la pluma de nuevo. Si no podía volver a Madrid, lo traería junto a él, nota a nota, compás a compás.

Las campanas del Ave María

El silencio de Arenas de San Pedro era asfixiante. Allí, la noche caía como un muro, sin transiciones. Sin embargo, en Madrid…

“En Madrid la noche era anunciada con solemnidad. Primero, un leve tañido. Luego, el redoble de todas las campanas. Un murmullo que recorría la ciudad como un soplo de brisa antes de que la vida se encendiera de nuevo.”

Tomó el violonchelo y pellizcó las cuerdas. Un pizzicato, luego otro, imitando el repiqueteo de las campanas de San Pedro el Viejo, de San Ginés, de San Nicolás... Cada nota, un eco. Cada pausa, un respiro.

No era solo un sonido: era el latido de la ciudad, el pulso que señalaba el fin de la jornada. Los trabajadores dejaban sus tareas, los tenderos cerraban sus puertas, las familias se recogían. Era el instante en que Madrid respiraba hondo antes de sumergirse en la noche.

Pero aquí… aquí la única campana era la del reloj del palacio, marcando el tiempo de su exilio.

“Nunca pensé que extrañaría hasta el sonido de las campanas…”

El tambor de los soldados

Sus dedos se deslizaron por las cuerdas del violonchelo con determinación. Una única nota, repetida insistentemente. Un redoble seco. No necesitaba más. Sabía que, al tocarlo, la audiencia lo entendería: el sonido de la autoridad, el recordatorio de que, pese a la algarabía, la noche aún tenía reglas.

“Soldados. Madrid estaba llena de soldados. De día, de noche, siempre marchando, siempre en formación.”

Cerró los ojos y los vio avanzar por la calle Mayor, el uniforme impecable, el paso rígido, el tambor marcando el compás de su disciplina. No era un sonido hermoso, no era melodioso, pero era el sonido de la ciudad.

En Arenas de San Pedro, no había soldados marchando. Solo don Luis, envejeciendo entre cacerías y partidas de cartas.

“En Madrid hasta la rigidez tenía música. Aquí solo hay silencio.”

El Minueto de los ciegos

Dejó la pluma y sonrió con melancolía.

“Ah, aquellos ciegos…”

Recordaba haberlos visto mil veces. Apoyados contra los muros de las iglesias, tocando minuetos torpes con violines desafinados, mendigando unas monedas mientras la gente pasaba de largo. En otro contexto, en otro lugar, sus notas hubieran sido mal vistas… pero en Madrid, incluso la imperfección encontraba su sitio.

“Madrid nunca desprecia a los suyos.”

Escribió con firmeza: los músicos debían tocar erráticamente, sin pulcritud, sin preocuparse por la precisión, dejando que la música respirara con la imperfección de la vida real.

“Que suene como sonaba en mis recuerdos. Que suene… como sonaba Madrid.”

El Rosario

Boccherini alzó la vista. Don Luis dormitaba en un sillón al otro lado de la sala, con un libro abierto sobre el regazo. El fuego de la chimenea crepitaba suavemente, sin urgencias.

Madrid, en cambio, nunca dormía del todo.

“Pero siempre había un momento de pausa. Un instante en que el murmullo se detenía… y era el Rosario.”

Las iglesias abrían sus puertas, y los fieles se arrodillaban. Boccherini aún podía escuchar el rezo del oficiante, la respuesta devota de la congregación, la campanilla tintineando en manos de un monaguillo… y el olor a cera y a incienso.

El primer violín asumiría el papel del oficiante, entonando un canto monótono. El segundo, con un pizzicato suave, imitaría la campanilla del monaguillo. Y la réplica del pueblo vendría con el resto de los instrumentos, uniendo sus voces en un allegro que evocaría las respuestas fervorosas de los feligreses.

El Pasacalle

Aquí se detuvo y cerró los ojos. Si había algo que extrañaba más que nada, era esto, el sonido que definía la noche madrileña.

“Las calles de Madrid no dormían. No cuando los manolos tomaban la noche.”

La guitarra rasgueaba. Las seguidillas se cantaban con descaro. Se bailaba, se reía, se discutía y se amaba. Todo bajo la mirada pícara de los faroles.

Aquí, en cambio, la noche era un telón oscuro y pesado.

“Si no puedo bailar en Madrid, haré que Madrid baile en mi música.”

Escribió sin pausa. Los violines y la viola imitarían las guitarras, , mientras el segundo violín cantaría una melodía popular. El ritmo sería el de la vida nocturna, del pueblo divirtiéndose con poco más que su alegría y su ingenio. Era una fiesta callejera en forma de música.

La Retreta

Madrid tenía su hora de retirada. Al caer la noche, la música de la retreta anunciaba el final de la jornada.

“Pero nadie se iba sin escucharla primero.”

Las bandas militares recorrían la ciudad, marcando el fin de la fiesta, del bullicio. Unos obedecían, otros se resistían. Pero todos la escuchaban.

“Aquí, en Arenas, la retreta no existe. No hay nada que interrumpir.”

Pero en su música, sí. La marcha sonaría, primero fuerte, luego más suave, con doce variaciones que imitarían el alejamiento de los soldados, perdiéndose en la distancia. Madrid se retiraba, poco a poco, a su descanso.

Cuando trazó la última nota, Boccherini dejó caer la pluma. Respiró hondo y observó la partitura con una mezcla de orgullo y tristeza.

Madrid estaba allí.

En cada nota, en cada acorde. En el repique de las campanas, en el redoble del tambor, en la torpeza de los ciegos, en el murmullo del Rosario, en el estruendo del pasacalle, en la solemnidad de la retreta.

Madrid estaba en su música.

Pero él… él no estaba en Madrid.

Se levantó lentamente y caminó hacia la ventana con resignación. Afuera, la noche de Arenas de San Pedro seguía siendo la misma: inmóvil, muda.

“Algún día volveré.”

Y si no…

“… mi música lo hará por mí.”


Luigi Boccherini. Historia de Madrid

Luigi Boccherini (Lucca, 1743-Madrid, 1805)

Luigi Boccherini tuvo conciencia de su dignidad y fue pura alma de artista. Abrió una nueva era a la música instrumental de cámara. Honró a Italia fuera de Italia
— Placa en la tumba de Luigi Boccherini


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