El último de la fila
Carlos II, la sangre hechizada
¿Has pensado alguna vez por qué algunas personas que ostentan puestos de responsabilidad se aferran al poder con todas sus fuerzas? Hoy en día estamos hartos de encontrar perfiles de este tipo: gobernantes, políticos, empresarios… e incluso en nuestro entorno más cercano. Si es así, debes saber que posiblemente sufran el denominado “síndrome de Hubris”, una adicción al poder de tal magnitud que muchas veces los lleva a renunciar a sus familias o a su propia salud.
A lo largo de la Historia, numerosos monarcas estuvieron dispuestos a arriesgar la salud de sus descendientes por mantener el poder, practicando frecuentemente la unión entre familiares para forjar alianzas matrimoniales que garantizaran la continuidad de su linaje en el trono… al tiempo que les provocaban graves secuelas genéticas.
Este fue el caso de los Habsburgo, la dinastía que gobernó los territorios del Imperio Español desde 1516 y hasta 1700, cuando su último rey, Carlos II, murió sin descendencia.
La dinastía de los Habsburgo, también conocida como Casa de Austria, accedió al trono español como consecuencia del matrimonio de Juana I (“la Loca”), hija de los Reyes Católicos, con Felipe de Habsburgo (“el Hermoso”), hijo de Maximiliano I, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
El hijo de ambos, Carlos I, fue coronado rey de España en 1516 y años más tarde sucedería a su abuelo Maximiliano como Emperador, bajo el nombre de Carlos V.
Los Habsburgo, particularmente desde Maximiliano I, utilizaron activamente la política matrimonial como un instrumento para establecer alianzas con otras dinastías, ampliando así su poder e influencia por toda Europa.
Sin embargo, muchas veces esta política unía a miembros de una misma rama familiar, acarreando una serie de secuelas genéticas para sus descendientes, como el deterioro de la salud física y mental. Estos matrimonios consanguíneos solían darse entre primos o incluso entre tíos y sobrinas
No obstante, los matrimonios consanguíneos no constituyeron una singularidad exclusiva de la dinastía Habsburgo. En mayor o menor medida este tipo de matrimonios fueron frecuentes en numerosas dinastías reales europeas, pero en el caso español, la endogamia de los Austrias fue especialmente intensa.
Los seis reyes de la dinastía de los Austrias españoles, desde Felipe I hasta Carlos II, contrajeron once matrimonios, siete de los cuales, es decir un 63,6%, fueron enlaces consanguíneos entre individuos con un grado de parentesco de primos segundos o superior.
Los matrimonios más consanguíneos fueron los enlaces tío-sobrina (Felipe II y Ana de Austria; Felipe IV y Mariana de Austria) y los matrimonios entre primos hermanos (Carlos I e Isabel de Portugal; Felipe II y María Manuela de Portugal).
Esta frecuente práctica matrimonial condujo, a lo largo de las generaciones, a niveles de consanguinidad crecientes, como demuestra el árbol genealógico de los Habsburgo:
El nivel de consanguineidad de Felipe I fue 2,5%, un valor relativamente pequeño.
Su hijo Carlos I presentó un coeficiente del 3,7%.
Felipe II, hijo del matrimonio de Carlos I con su prima Isabel de Portugal, tuvo un coeficiente de consanguinidad del 12,3%.
Su hijo, Felipe III, resultado del matrimonio de Felipe II con su sobrina y cuarta esposa Ana de Austria, presentó un coeficiente de consanguinidad extremadamente alto, 21,8%.
Felipe IV, hijo de Felipe III y Margarita de Austria (primos segundos), presentaba un valor del 11,5%.
Su hijo, Carlos II, fruto del segundo matrimonio de Felipe IV con su sobrina Mariana de Austria, fue quien presentó el coeficiente de consanguinidad más alto de todo el linaje, 25,4%, un valor ligeramente superior al que correspondería a los hijos de una unión entre hermanos.
Graves problemas de salud como el raquitismo, la esterilidad, afecciones renales, malformación física y enfermedades mentales como la depresión, la esquizofrenia, la paranoia o la psicosis, fueron dolencias habituales generadas por la consanguinidad de los Austrias. También rasgos físicos tan característicos de este linaje como el prognatismo mandibular y las deficiencias maxilares, que sufrieron especialmente Felipe IV y Carlos II.
La consanguinidad también causó una tasa de mortalidad infantil superior a lo normal. Los Austrias tuvieron cuarenta hijos, de los cuales dieciséis fallecieron antes de cumplir los diez años, lo que desvela una mortalidad del cuarenta por ciento, muy por encima de la padecida incluso por las clases populares en aquella época.
Se llegó a pensar que la alta mortalidad de los infantes reales se debía a algún tipo de hechizo o maldición. Esta creencia explica la presencia, en numerosos retratos de la época, de niños portando amuletos que supuestamente los protegían del “mal de ojo” que podía provocarles la muerte.
A pesar de ello, no podemos pensar que la superstición y la ignorancia reinaban en la corte de los Austrias o que los hijos de los infantes estuvieron atendidos por curanderos ignorantes…más bien todo lo contrario. Los hijos de los reyes recibieron probablemente la mejor y más avanzada atención médica que se podía conseguir en la época.
Es más, el médico principal de la corte al final del reinado de Felipe II, y durante gran parte del de Felipe III, fue el vallisoletano Luis Mercado, uno de los primeros facultativos que abordaron el estudio de la enfermedad hereditaria en la historia. Su tratado De Morbis Hereditariis, de1605, es considerado uno de los primeros textos de genética médica, en el que ya apuntaba a la consanguinidad matrimonial como posible causa de todas estas dolencias hereditarias.
La progresiva degeneración familiar de la Casa de Austria culminaría en la triste figura de Carlos II, cuyo lamentable estado de salud llevó a sus contemporáneos a bautizarle como “el Hechizado”.
Tras numerosos embarazos y partos frustrados, su madre, Mariana de Austria, sobrina y segunda esposa de Felipe IV, daba a luz a su hijo Carlos en 1661.
El niño nació con la cabeza cubierta de costras, motivo por el cual el futuro rey fue llevado a la pila bautismal totalmente cubierto.
A su crianza no ayudó el hecho de que se cambiara constantemente a las nodrizas que le amamantaban, impactadas por la fisonomía del bebé. Su período de lactancia se prolongó hasta pasados los cuatro años, para tortura de sus catorce amas de cría.
Los médicos de la Corte no esperaban que la criatura viviera mucho tiempo… sin embargo salió adelante entre los mimos de palacio y la constante vigilancia de los facultativos.
Carlos siempre fue un niño frágil que padeció numerosas enfermedades como raquitismo, hemorragias y elevadas fiebres producidas por la aparición de los primeros dientes.
No pudo andar hasta los seis años. No fue capaz de hablar de forma inteligible hasta los diez y nunca aprendió a leer y a escribir correctamente.
Pronto, el joven infante llamó la atención del pueblo de Madrid, cuyas gentes no dudaron en cantarle coplillas tan hirientes como esta:
“El Príncipe, al parecer
por lo endeble y patiblando
es hijo de contrabando
pues no se puede tener”.
Ya en la adolescencia, el rostro de Carlos II era una colección de las deformaciones propias de sus antecesores Austrias, pero potenciadas: una cabeza desmedida por la hidrocefalia, una gran nariz con punta sobresaliente que caía sobre el prominente labio inferior y una mandíbula con un acusado prognatismo… rasgos que ningún retrato de la época, ni si quiera los de su afamado pintor de cámara Juan Carreño de Miranda, podían disimular.
En 1675, al cumplir catorce años, Carlos II tomaba plena posesión del trono de España, un país cuya situación, al igual que su salud, vivía un constante deterioro. El nuevo jefe de la Casa de Austria pasaba, además, a convertirse en Rey de España, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, duque de Milán, soberano de los Países Bajos, conde de Borgoña y soberano del Imperio Español de ultramar, desde México a las Filipinas.
Forzado al matrimonio para asegurar su descendencia, se casó por primera vez a los dieciocho años con María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV, y a los veintinueve años con Mariana de Neoburgo, hermana de la tercera mujer del Emperador Leopoldo I. En ninguno de los dos casos pudo engendrar hijos a causa de su impotencia.
Mientras tanto, el rey continuaba viviendo su particular calvario: a los numerosos trastornos intestinales que sufría como vómitos y diarreas, debido a la mala masticación derivada de su extremo prognatismo, se unían dolorosos episodios de hematuria (presencia de sangre en la orina) que le acompañaron toda la vida.
A la edad de treinta años Carlos II tenía el aspecto de un anciano con edemas en la cara, las extremidades y el abdomen.
En los últimos años de su vida el estado del soberano era cada vez más preocupante, no se tenía en pie y padecía episodios convulsivos y constantes alucinaciones. Incluso se le llegaron a practicar exorcismos para alejar el supuesto “hechizo” que le aquejaba.
Finalmente, el último Habsburgo español cerró para siempre los ojos el 1 de noviembre de 1700, a los treinta y nueve años de edad, después de un fuerte episodio de fiebre, dolor abdominal y posterior coma.
El informe médico, realizado durante el embalsamamiento del cadáver, confirmó el precario estado físico del monarca:
“No tenía el cadáver ni una gota de sangre, el corazón apareció del tamaño de un grano de pimienta, los pulmones corroídos, los intestinos putrefactos y gangrenados, tenía un solo testículo negro como el carbón y la cabeza llena de agua...”.
De un modo tan triste y siniestro se ponía fin a la Casa de Austria, al morir sin descendencia el que probablemente fue el rey más desdichado de la historia europea.
El colapso del linaje de los Austrias tuvo consecuencias políticas de gran trascendencia. Dos candidatos, el archiduque Carlos, hijo del Emperador Leopoldo I de Habsburgo, y el duque Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia, se disputaron el trono español.
Esta cuestión condujo a la Guerra de Sucesión Española (1701-1713), un conflicto bélico internacional que involucró a las principales potencias europeas de la época. El resultado de la contienda llevó a la coronación de Felipe de Anjou como rey de España bajo el nombre de Felipe V y a la instauración de la dinastía Borbón en el trono español.
A partir del año 1.700, los Habsburgo presentes en otras cortes europeas, ya conscientes del problema de la consanguineidad y finiquitado el poder de los Austria en España, buscaron unirse a otras familias alejadas de sus lazos familiares, posibilitando que hoy día aún sobrevivan descendientes de esta saga.
Aunque la Casa de los Austrias no pudo perpetuarse en el poder como a sus monarcas les hubiera gustado, sigue estando muy presente en la historia, el arte y las calles de Madrid, especialmente en las del barrio que lleva su nombre. Por su parte, la capital recuerda a Carlos II, “el Hechizado”, a través de esta escultura ubicada en el Parque del Retiro.
Hoy, casi cuatro siglos después de su desaparición, es curioso pensar cómo precisamente aquello que los Habsburgo pensaron que los haría más poderosos fuera lo que, a la larga, acabaría con su estirpe.