Soy un truhán, soy un señor
giacomo casanova no conquistó madrid
¿Quién no ha soñado alguna vez con convertirse en un seductor irresistible? ¿Un conquistador a la altura del mismísimo Casanova? Pues has de saber que quizá no sea oro todo lo que reluce… el único e inimitable Giacomo Casanova vivió durante un año en Madrid y, como verás, su experiencia no acabó bien. Y es que el legendario amante visitó la Villa y Corte en un momento en el que las infidelidades estaban a la orden del día… pero nunca contó con sus severas consecuencias.
La infidelidad acompaña a la humanidad desde que existe el compromiso moral, civil y, especialmente, religioso, en el ámbito de pareja. Desde entonces, la infidelidad conyugal ha sido considerada como la falta más grave a los deberes maritales por diferentes motivos.
En primer lugar, porque se trataba de un pecado contra un sacramento, el del matrimonio, instituido por Dios. Y en segundo, porque el adulterio era equiparable al hurto, ya que suponía robar a la mujer o al marido a sus legítimos esposos.
A pesar de todo, el grado de expansión que alcanzó la práctica de la infidelidad conyugal, especialmente a partir del Concilio de Trento de 1563 y su afirmación de la indisolubilidad del matrimonio, fue abrumadora.
Pero… ¿cómo se explica la difusión de esta costumbre? La causa fundamental se puede encontrar en las condiciones que solían acompañar a los matrimonios de la época. Y es que, no siempre era el amor lo que desembocaba en el sacramento del matrimonio entre un hombre y una mujer, sino las provechosas relaciones económicas y políticas con familias afines.
En este sentido, las secretas infidelidades suponían una válvula de escape para los sentimientos y pasiones de unos esposos que lo eran exclusivamente por sometimiento familiar, víctimas de matrimonios de conveniencia en los que los deseos individuales no contaban, especialmente para las clases sociales medias y altas.
Esto unido a la imposición eclesiástica y civil de la indisolubilidad del matrimonio, pudo fomentar la aparición y difusión de la infidelidad, dejando claro que las imposiciones civiles o religiosas no podían, por mucho que se pretendiera, contener los sentimientos ni eliminar el deseo.
En este contexto, el amor más puro parecía encontrarse tan sólo fuera del matrimonio, por lo que las relaciones adúlteras de aquel tiempo estarían más próximas a nuestro concepto actual de amor.
No obstante, en los estratos sociales más bajos, con una realidad diferente, la infidelidad podía surgir por otros motivos… de hecho, tras el adulterio masculino y el femenino se encontraban motivaciones muy diferentes.
Muchos maridos infieles, hastiados por las cargas propias del matrimonio, hallaban un respiro en mujeres fuera del hogar. Sin ir más lejos, en los siglos XVI y XVII las mancebías fueron negocios legales y muchos hombres solían frecuentarlas libremente para aliviar su deseo sexual.
Por contra, eran los aprietos materiales los que empujaban a algunas mujeres a mantener relaciones ilícitas con hombres de una condición social superior, capaces de procurarles un cobijo y alimento diario. Solía tratarse de mujeres que habían huido de la compañía de sus maridos a consecuencia de los malos tratos y se encontraban en situaciones de necesidad económica y desamparo.
Curiosamente, las mujeres no fueron consideradas de la misma manera que sus maridos, ni por las autoridades eclesiásticas ni por las civiles.
La infidelidad masculina, aunque criticada por la mayoría de los religiosos, fue tolerada y sólo vagamente censurada, mientras que la cometida por la mujer fue objeto de continuas reprobaciones y duros castigos… de hecho, el adulterio de la mujer casada fue el único que mereció esa consideración en el Derecho secular hasta bien avanzado el siglo XX.
Desde el punto de vista penal, las leyes sí consideraban tanto el adulterio femenino como el masculino pruebas válidas a la hora de solicitar y obtener la separación matrimonial. Sin embargo, el único adulterio punible era el femenino, al considerarse que la infidelidad de una mujer casada atacaba a la honra de su cónyuge y al honor marital, al existir la posibilidad de que quedase embarazada y tuviese un hijo fuera del matrimonio, que a la postre se convertiría en heredero legítimo del esposo. Era la denominada “turbatio sanguinis”.
Por este motivo, durante el siglo XVII la infidelidad conyugal femenina se convirtió en un tema obsesivo y ampliamente condenado ya que, de hacerse pública, la reputación del marido podía quedar profundamente dañada y él desacreditado socialmente, a menos que mostrara una reacción acorde a tal injuria.
Antes de confirmar la infidelidad de sus esposas, y ante la posibilidad de dar un paso que no pudieran enmendar como el homicidio del supuesto amante, se aconsejaba a los maridos injuriados actuar con cordura, evitar los celos y cuestionar la veracidad de los rumores difundidos por la vecindad.
Sólo en el supuesto de que el adulterio se hubiese convertido en un asunto de dominio público se recomendaba denunciar los hechos ante los tribunales, para lo que era necesario contar con pruebas fehacientes… algo que no era nada fácil.
La demostración de este delito solamente era válida en casos explícitos, algo poco probable ya que, lógicamente, los sujetos implicados intentaban ser precavidos y hacer todo lo posible para evitar ser sorprendidos.
Si no se contaba con una evidencia innegable y el caso llegaba en apelación hasta la Chancillería (antiguo Tribunal Superior de Justicia español), se procedía al interrogatorio de los testigos del lugar, a los que se cuestionaba acerca de la honestidad y la fama del matrimonio, de su buen o mal carácter, de su tendencia a una vida ligera, etc.
Las circunstancias cambiaban cuando los amantes eran pillados in fraganti, algo que ocurría en contadas ocasiones. En este caso no había necesidad de más pruebas por parte de la acusación para comenzar el proceso judicial.
Cuando los maridos tenían certeza del adulterio y acusaban ante los tribunales a los adúlteros, estos debían permanecer bajo custodia mientras continuaba la causa, dado que con frecuencia el descubrimiento de las relaciones adúlteras llevaba a reacciones violentas por parte de los maridos engañados. Así, la justicia asumía la defensa de la mujer poniéndola a buen recaudo en la casa de alguna persona de reconocido comportamiento social como espacio de protección. Por su parte, el hombre adúltero quedaba preso en la cárcel.
En su defensa, durante el juicio, la acusada llegaba a plantear pretextos como que en el momento de los hechos pensaba que estaba con su marido, que lo había hecho en la creencia de que este estaba muerto, que se la incriminaba fuera de plazo, que su matrimonio era nulo o incluso que su marido había actuado como alcahuete y por tanto era él el causante del adulterio.
En cuanto a las penas previstas para los culpables de adulterio, fueron sin duda más rigurosas para el hombre que mantenía relaciones con una mujer casada que para la esposa infiel.
Mientras que el hombre era condenado a la cárcel, al destierro o incluso a la muerte (en caso de reincidencia), la mujer adúltera sufría la pérdida de todos o parte de sus bienes (arras, dote, gananciales y parafernales) a favor de su marido y se le imponía un período de dos años de reclusión en una galera o en un monasterio.
Si en esos dos años el marido decidía perdonar a su esposa, esta podía abandonar el monasterio y volver a su hogar, revirtiendo el estado de sus bienes a la situación anterior a la comisión del adulterio. En cambio, si el esposo ultrajado elegía no perdonar a su esposa o bien moría en el plazo de los dos años, la mujer debía recibir el hábito del monasterio y servir en él a Dios para siempre.
En el caso de perdón por parte del marido a su mujer, este también se hacía extensible al hombre acusado, y quedaba sellado en las llamadas cartas de “perdón de cuernos”.
Estas cartas eran redactadas ante un escribano y testigos, y recogían la concesión formal del perdón a la adúltera por parte del marido y su readmisión en el hogar conyugal, con el compromiso por escrito del otorgante de no dar mala vida a su esposa… lo que prueba la existencia de “perdones” que en realidad no perseguían la reanudación de una vida marital pacífica.
También en estos legajos quedaba por escrito que la mujer evitaría desde ese momento las actitudes “indecorosas” para el marido, como por ejemplo “ser ventanera, visitadora, callejera, amiga de fiestas y chismosa”, o practicar el galanteo en lugares como las iglesias, que llegaron a convertirse en verdaderos espacios de coqueteo.
Curiosamente, el adulterio en el Siglo de Oro dio lugar a una extraña doble moral en el Madrid cortesano. Mientras, como hemos comprobado, los excesos de los plebeyos eran castigados con rigor, especialmente si eran mujeres, para un joven aristócrata se hizo casi obligatorio tener una manceba… es decir, una amante.
Incluso cuando estas relaciones ilícitas eran tan prolongadas como un matrimonio, los aristócratas seguían amancebados después de casados. Así, era habitual que reyes y nobles gozasen de las atenciones de “queridas” mientras, de cara a sus súbditos, mantenían las apariencias.
Paradójicamente, la llegada al trono de Felipe IV, conocido por sus infidelidades y por frecuentar mujeres casadas, fue seguida de una serie de leyes moralizantes que recomendaban a sus súbditos casarse muy jóvenes para conseguir una vida piadosa, evitando las tentaciones de la soltería.
A medida que avanzaba el siglo XVII, se fue haciendo cada vez menos habitual que los adulterios terminaran en homicidio y cada vez fue más frecuente el perdón por parte de los maridos. La pérdida de la importancia de la honra y una mentalidad más tolerante debieron de influir en una moderación social hacia el rechazo del adulterio.
La relajación de las penas por adulterio desembocó en el desenfreno sexual del Madrid de la primera mitad del siglo XVIII, sobre todo en las clases privilegiadas. Ni siquiera la represión de inquisidores, moralistas y gobernantes sirvió para relajar estas actitudes.
El marido engañado perdió con el tiempo su capacidad de obrar y la justicia le relegó casi a la ignorancia. Desde mediados del siglo XVIII, el varón tuvo una gran limitación para probar el adulterio ante los tribunales, hasta el punto de que el número de denuncias por infidelidad no son reflejo de la verdadera realidad social, sino solo una parte mínima.
Por el contrario, sí fueron frecuentes los asesinatos de amantes a cargo de sicarios contratados por maridos despechados y ávidos de venganza, siendo frecuente encontrar al amanecer los cuerpos sin vida de los infractores flotando en el río Manzanares. Este fue el preciso momento en el que Giacomo Casanova decidió visitar Madrid.
Violinista, poeta, seminarista, militar, jugador empedernido, mago, alquimista, masón, cocreador de la lotería nacional de Francia, espía, agente financiero, duelista, escritor, bibliotecario, filósofo… Giovanni Giaccomo Girolamo Casanova (Venecia, 1725 – Bohemia, 1798) fue, ante todo, un hombre de insaciable curiosidad.
Sin embargo, su gran mayor mérito reside en haber sabido forjar, a través de sus memorias, una leyenda universal que perdura desde hace casi tres siglos: la del “playboy” más famoso de la historia. Y es que, en su famosa autobiografía, Historia de mi vida, el popular seductor veneciano documentó con toda precisión sus más de 132 conquistas amorosas… una cifra mucho más modesta que las 2.065 que le atribuyó Mozart en su ópera Don Giovanni.
Hijo de una pareja de comediantes, Giacomo comenzó a estudiar Derecho a los doce años y a los quince, según narra en su autobiografía, inició su lista de hazañas participando en un trío sexual con dos hermanas.
A los veintiún años su madre lo envió a Roma para ser ordenado sacerdote, pero su falta de vocación religiosa le llevó a probar fortuna en la música. Así, mientras tocaba el violín en las calles de Venecia, salvó la vida a un noble que había sufrido un infarto y este, agradecido, se convirtió en su benefactor. Con los bolsillos llenos, Casanova se dedicaría desde entonces al libertinaje profesional.
Alto y corpulento, de pelo moreno y rizado, ojos claros, nariz aguileña y siempre elegantemente vestido, sus escarceos sexuales con mujeres de todo tipo y condición (jóvenes, mayores, casadas, monjas, etc.) fueron constantes. En general, todas ellas coincidían en agradecerle que las hubiera seducido deliciosamente, que las hubiera poseído atentamente y que las hubiera dejado cortésmente.
Sin embargo, llegó un momento en el que sus notorios devaneos alertaron a la Inquisición veneciana, obligándole a abandonar su país por un tiempo.
Como buen aventurero, Casanova aprovechó esta circunstancia para recorrer todos los rincones de Europa: Londres, Austria, Alemania, Rusia, Italia, Polonia, Francia… Sus relatos permiten calcular que durante su vida viajó 40 mil kilómetros, una distancia equivalente a la vuelta al mundo siguiendo la línea del ecuador. Teniendo en cuenta los precarios transportes de su época (barcos, caballos y carrozas), se trata de una verdadera proeza.
Durante sus viajes, además de seducir mujeres, llegó a conocer a algunos de los personajes más destacados de su tiempo como Voltaire, Rousseau, Mozart, Madame Pompadour o Catalina II de Rusia, entre otros.
En 1767, expulsado de París, decidió trasladarse a Madrid, alojándose en una antigua fonda de esta Calle Espoz y Mina, muy cerca de la Puerta del Sol.
El siglo XVIII supuso una especie de Edad Dorada en la historia del sexo en Madrid, al igual que en la mayoría de capitales europeas. No obstante, en España las infidelidades se pagaban más caras de lo que Casanova estaba acostumbrado: en la Villa y Corte eran habituales los asesinatos de amantes y mujeres adúlteras por parte de maridos despechados, llegando a contabilizarse veinte muertes por noche.
Sin embargo, los maridos celosos no fueron la única amenaza a la que tuvo que enfrentarse Casanova en la capital de España… durante su estancia en la capital contrajo sífilis, gonorrea y herpes.
Por si fuera poco, acusado de portar armas, fue encerrado en el Palacio del Buen Retiro, empleado entonces como prisión, donde el italiano permaneció unos días.
Su paso por la cárcel, la alerta constante de la Inquisición española y las amenazas de los maridos madrileños, convencieron a Casanova de abandonar la Corte en 1768. Posteriormente pasó por Zaragoza, Valencia (donde llegaría a conocer al compositor Luigi Boccherini) y Barcelona, donde fue nuevamente encarcelado y finalmente expulsado.
La experiencia española de Casanova no pudo ser peor. Escapó entre maldiciones, jurando no volver nunca a España y aún menos a Madrid, humillado, con la cabeza gacha... y el rabo entre las piernas.
Por su parte, desde finales del siglo XVIII, la nueva sociedad industrial española y el fin de las estructuras medievales provocaron que el amor, como sentimiento, se convirtiese en el centro de la relación entre hombres y mujeres. La voluntariedad del matrimonio, elegido ya libremente, fortaleció el compromiso con la otra mitad de la pareja y su ruptura pasó a equivaler una traición a la propia palabra.
De esta manera, la institución y el significado del matrimonio cambió sensiblemente a lo largo del siglo XIX. La defensa de la familia se colocó por encima de las sanciones, esperando evitar la separación de la pareja y las posibles consecuencias, violentas en la mayor parte de los casos, que se podían derivar.
Atendiendo a esta evolución en el concepto de la infidelidad, el mito de Casanova probablemente no habría existido de no haberlo hecho en el lugar y en la época en la que lo hizo, en un clima sin demasiada represión ni demasiada liberación.
Probablemente, de haber vivido en nuestro siglo XXI, su leyenda de conquistador y mujeriego se hubiera diluido entre las redes sociales y los programas de televisión... y nunca hubiéramos podido disfrutar de la extraordinaria historia de este inimitable pecador impecable.