Ver para creer
Cererías: devoción a la luz de las velas
¿Sabías que la iluminación de un lugar influye directamente en nuestro estado de ánimo? Según la Organización Mundial de la Salud, la mayoría de la población pasamos alrededor del 90% de nuestro tiempo en lugares cerrados, lejos de los beneficios de la luz natural. Nuestro ritmo de vida nos obliga, por ejemplo, a largas jornadas laborales en espacios donde existen reglamentos que fijan los niveles lumínicos óptimos para nuestro rendimiento profesional sacrificando, en ocasiones, aquellos que mejorarían nuestro desarrollo emocional… algo que sí se tuvo muy en cuenta en la arquitectura religiosa del siglo XVII.
Desde la antigüedad la luz ha sido objeto de estudio, especialmente por parte de los diseñadores de espacios. A través de la luz y las sombras, podemos reconocer las cualidades espaciales y estéticas de un lugar y otorgarle un significado concreto.
Durante el Siglo de Oro, por ejemplo, la iluminación definía la intención de los espacios destinados a la reflexión y el recogimiento, especialmente de las iglesias, que llegaron a emplear técnicas teatrales para captar a los fieles.
Frente a la iconoclastia del protestantismo, que rechazaba el culto a las imágenes sagradas, el Concilio de Trento en 1563 reafirmó su valor. De esta manera, en la España de la contrarreforma se impulsó el culto a los santos a través de su representación en retablos, pinturas o esculturas como medio para instruir en la fe y mover a la devoción.
Uno de los medios que encontró la Iglesia para atraer y educar a los fieles fueron los recursos y técnicas de la principal forma de ocio para la sociedad de la época: el teatro.
A lo largo del siglo XVII la teatralidad inundó la concepción del espacio religioso, buscando estimular los sentidos de los visitantes en una especie de manipulación estética: el oído, a través de las campanas, los cánticos y la música de los órganos; el olfato, mediante el incienso; la vista, a través de la decoración de los muros y la estudiada iluminación de las velas. Cada una de estas referencias tenían un significado que el espectador, adoctrinado desde su infancia, reconocía y asimilaba.
El empleo de la luz, desde el punto de vista escénico, conseguía transmitir mensajes sensoriales e incluso sobrenaturales mediante focos dirigidos hacia espacios concretos. Se pretendía por un lado, embellecer el lugar, y por otro, asombrar, maravillar y sorprender al espectador.
Con los efectos lumínicos se buscaba crear atmósferas sobrenaturales para que las imágenes, pinturas o esculturas, sirvieran de enlace entre lo divino y lo humano, generando un momento de intimidad con el fiel que las contemplaba.
En otras ocasiones, la luz simulaba apariciones o efectos sorpresa, especialmente al comprobar que entre los muros rígidos e inertes de los templos, súbitamente se levantaban vibrantes e imponentes gigantes dorados: los retablos. Estos, recubiertos de pan de oro e iluminados por la luz mortecina de las velas, se convertían en verdaderas ascuas de luz en la penumbra, revelándose ante el público como una aparición celestial.
Los efectos de claroscuro, tan característicos de la pintura del Barroco, quedaban potenciados con esta iluminación. Imaginad, por ejemplo, alguno de los cuadros de José de Ribera iluminados en la penumbra por la luz tenue de las velas titilantes… o contemplar los espectaculares frescos de la iglesia de San Antonio de los alemanes iluminados de esta manera. Acostumbrados a vivir en la penumbra, tanto en sus casas como en las calles, acceder a un espacio iluminado de esta manera debía resultar para las gentes del siglo XVII un espectáculo indescriptible.
La iluminación con velas y cirios era por sí misma una expresión de religiosidad particularmente importante en la época, que simbolizaba las penumbras de la devoción y las luces del acompañamiento.
Prácticamente todas las iglesias del antiguo Madrid tenían una cerería en sus inmediaciones, que solía denominarse con el mismo nombre de la iglesia de referencia. Estas pequeñas tiendas resultaron un comercio fundamental en la vida cotidiana de los madrileños antes de que la electricidad se incorporara a las viviendas.
En el siglo XVII existía en Madrid el gremio de los candeleros y los cereros, muy relevante por la cantidad de iglesias con las que contaba la ciudad, todas ellas necesitadas de velas para poder desarrollar su labor litúrgica. Para su fabricación, los cereros empleaban cera de abeja y grasa animal que conseguían en el antiguo matadero, junto a la actual Plaza de la Cebada.
Estas cererías, la de Jesús y la de Santa Cruz, ubicadas en las Calles de Jesús y de Atocha respectivamente, abastecían a las cercanas iglesias de Medinaceli y Santa Cruz. La cerería de Santa Cruz, aunque su edificio actual no es el original, da servicio en este mismo solar desde, por lo menos, 1625.
Las pocas cererías que se conservan en Madrid están ubicadas en el centro de la ciudad, lo que demuestra la antigüedad y tradición de un oficio que ya no se renueva. Hoy en día las velas no se utilizan en casi ninguna iglesia, ya que resultan incomodas y ennegrecen las obras de arte, por lo que han sido sustituidas en su mayoría por cirios eléctricos.
Un negocio centenario más abocado a la desaparición que se llevará consigo la tradición inmemorial de ponerle velas a un santo cuando necesitamos de su favor… algo que, aunque parezca increíble, ya es posible hacer en algunas iglesias a través de esta aplicación móvil… ¡ver para creer!