Meterse en un jardín
Real jardín botánico: el pulmón de madrid
¿Conoces el concepto de “ceguera verde”? Este término define la incapacidad desarrollada por el ser humano actual para ver, conocer y reconocer las plantas que tiene a su alrededor… ese fenómeno por el cual, por ejemplo, nuestra mirada tiende a centrarse antes en una mariposa que en la planta sobre la que se posa.
Esta “ceguera” es aún mayor zonas urbanas. Muchos vivimos en ciudades en las que nos hemos acostumbrado a compartimentar los lugares donde podemos ver plantas. Sin embargo, y hasta hace pocas décadas, la mayoría de la población vivía en entornos rurales donde era fundamental para la vida conocer la vegetación del entorno, especialmente si podía servir de alimento o botiquín.
Definitivamente, los urbanitas estamos muy desconectados del reino vegetal… por eso, el trabajo de instituciones como el Real Jardín Botánico de Madrid, que trabaja desde hace casi tres siglos por el bien de la botánica y su aplicación práctica en la sociedad, es fundamental para ayudarnos a comprender mejor el universo vegetal que nos rodea, observa y habla.
Aunque actualmente la botánica es una de las denominadas “ciencias olvidadas”, hubo un tiempo en el que su conocimiento resultó fundamental para el avance de nuestro país.
Uno de los principales objetivos de la monarquía española entre los siglos XVI y XIX fue conocer la flora, la fauna y los recursos naturales de sus colonias americanas de ultramar, con el fin de sustituir la explotación minera de aquellas tierras por la de recursos vegetales que les permitieran monopolizar el comercio alimentario, textil y sanitario en América y Europa.
En 1570 partía la primera expedición científica española al Nuevo Mundo dirigida por Francisco Hernández de Toledo, científico y cortesano de Felipe II, quien se convertía en el primer emisario enviado a América con una misión que no fuera diplomática, de estado o religiosa sino total y absolutamente científica.
El objetivo de esta expedición era encontrar nuevos remedios para los problemas sanitarios que asolaban a la sociedad de la época, consultando sobre el terreno a todas aquellas personas, españolas o indias, que supieran algo de las propiedades medicinales de las plantas de los territorios americanos.
Los resultados de la expedición debían recopilarse en forma de escritos y dibujos que explicaran la mejor forma de cultivar esos vegetales y conservarlos para traerlos a toda costa a Europa.
Hernández recorrió Nueva España entre los años 1571 y 1576, consiguiendo reunir un impresionante herbolario. Junto a él, de vuelta a España, viajaron en las bodegas de los galeones las descripciones de 400 animales incluyendo mamíferos, ovíparos, insectos, reptiles y 35 minerales usados en medicina.
Lo que comenzó siendo una expedición para buscar nuevos remedios medicinales, terminó configurando la enciclopedia de historia natural más importante del momento sobre América e inaugurando una nueva etapa en las expediciones científicas.
Desafortunadamente, los materiales reunidos con tanto esfuerzo por Hernández se perdieron en el incendio que en 1671 destruyó la biblioteca de San Lorenzo de El Escorial, donde permanecían custodiados.
La crisis económica que arrastró la monarquía de los Austrias tras el reinado de Felipe II impidió que la Corona pudiera seguir patrocinando nuevas expediciones científicas. Habría que esperar hasta principios del siglo XVIII, con la llegada de los Borbones, para que nuestro país comenzara a recuperarse de la situación económica heredada.
En este nuevo contexto las expediciones botánicas se convirtieron en pieza fundamental de la política reformista borbónica. Se buscaba que las colonias emergieran como centro de explotación y abastecimiento de materias primas para la metrópoli, redundando en una mejora de la sanidad, la industria y la agricultura.
Este interés de la nueva dinastía reinante por apoyar proyectos científicos convirtió la botánica en la ciencia mimada de la Ilustración.
A ella se dedicaron, a lo largo del siglo XVIII, personajes de lo más variopinto, como artistas, religiosos, farmacéuticos, médicos, príncipes o aristócratas, algunos por su profesión, otros por el interés económico o el prestigio social que les suponía el coleccionismo o cultivo de especies raras y exóticas, plantándolas en sus jardines o almacenándolos en sus gabinetes de curiosidades.
También surgieron nuevas instituciones responsables de llevar a cabo el cultivo, aclimatación, estudio y enseñanza de las plantas. En este sentido, la fundación del Real Jardín Botánico de Madrid fue el acontecimiento más destacado.
El 17 de octubre de 1755, el rey Fernando VI ordenaba la creación del Jardín bajo el influjo de los médicos reales, con el fin de reunir el conocimiento, la enseñanza y el cultivo de las principales plantas medicinales.
Su ubicación original se estableció a orillas del río Manzanares, en la Huerta de Migas Calientes. Años después, en 1781, sería Carlos III quien ordenaría el traslado a su ubicación actual en el Paseo del Prado, epicentro de la reforma urbanística que el monarca ilustrado había emprendido en la capital. Del nuevo proyecto se encargaron los arquitectos Francesco Sabatini y Juan de Villanueva.
Al tiempo que se configuraban los nuevos espacios del Jardín, la monarquía patrocinaba expediciones botánicas a América y Filipinas con las que aumentar los fondos de su espectacular herbario.
Este impulso requería de una novedosa estrategia de exploración que controlara tanto los aspectos organizativos como los resultados de las expediciones en ultramar. De su diseño se encargaría Casimiro Gómez Ortega, director del Real Jardín Botánico y responsable de instruir al personal sobre el que recaería la labor tanto de recopilar la información en territorio americano como de inventariarla en Madrid.
Gómez organizó una red de corresponsales, tanto coloniales como peninsulares, que apoyaran a los expedicionarios en las tareas de recolección, herborización, traslado y aclimatación de las nuevas especies. Un equipo científico compuesto por botánicos, naturalistas y dibujantes cuyo objetivo era la recogida de especímenes para su estudio y observación, dibujándolos in situ y anotando la latitud donde crecían y se recolectaban.
Todos ellos recibieron además instrucciones acerca del modo más seguro y económico de transportar plantas vivas por mar y tierra desde los países más distantes, dando prioridad al inventariado de plantas medicinales.
Como resultado de esta labor docente, algunos de los discípulos de Gómez Ortega participarían en adelante en las expediciones a Perú y Chile y a la de Nueva España, convirtiéndose así en los principales difusores de los nuevos métodos de la ciencia botánica.
De entre todas ellas, la de Hipólito Ruiz y José Pavón a Perú y Chile (1777-1787), la de José Celestino Mutis al Nuevo Reino de Granada (1783-1810), la de Juan de Cuéllar a Filipinas (1785-1798) y la de José Mariano Mociño y Martín de Sessé a Nueva España (1787-1797) obtuvieron resultados extraordinarios.
El Real Jardín Botánico se convirtió durante todo el siglo XVIII en una institución indispensable por su servicio a la sociedad hasta tal punto que, por orden de Carlos III, a sus puertas todos los días se entregaban de forma gratuita plantas medicinales y terapéuticas a quien las solicitara.
A pesar de todo ello, el gobierno español no fue capaz de capitalizar los logros conseguidos con tanto esfuerzo: apenas se realizaron publicaciones que comunicaran las conclusiones de estas expediciones y muchos de los materiales recogidos quedaron inéditos, cuando no expoliados y dispersos a causa de la Guerra de la Independencia.
Por absurdo que parezca, el país que más recursos había destinado para el conocimiento florístico de sus colonias se convirtió también en el más incapaz de gestionar sus frutos, quedando gran parte de ellos condenados al olvido de la Historia. Mariano de Lagasca, director del Real Jardín desde 1815, resumía así esta incomprensible situación:
“Tales son los efectos del descuido y poca ilustración de un Gobierno: malograr el fruto de infinitas expediciones, después de haber gastado en ellas más caudales acaso que todas las naciones juntas”.
A lo largo del siglo XIX y hasta mediados del XX el Jardín Botánico vivió una etapa de enorme decadencia y descuido, y no fue hasta finales de 1980 cuando su patrimonio vegetal, documental y arquitectónico volvió a lucir como merece una de las instituciones botánicas más antiguas de Europa.
Dependiente desde 1939 del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el Real Jardín Botánico cuenta con una de las mejores bibliotecas botánicas del viejo continente, con valiosos manuscritos y un archivo con cerca de 10.000 dibujos originales y diarios de viaje de las expediciones científicas del siglo XVIII que hoy podemos disfrutar a través de sus hermosas exposiciones temporales y de su extraordinaria biblioteca digital.
Tales son los fondos conservados de estas expediciones que en la actualidad se están estudiando pliegos del siglo XIX y catalogando nuevas especies, algunas de las cuales, seguramente, se extinguirán antes de ser descubiertas en pleno siglo XXI.
Aunque los tiempos de aquellas maravillosas expediciones botánicas pasaron hace casi tres siglos, hoy todos podemos admirar su legado en pleno centro de Madrid gracias al Real Jardín Botánico, un tesoro que nos acerca la importancia del mundo vegetal y el cuidado del medio ambiente, ayudándonos a corregir esa ceguera que nos impide valorar correctamente a las plantas… gracias a las cuales, entre otras cosas, respiramos.