¡Vaya tela!
Almacenes pontejos: el hogar de la costura
¿Recuerdas los años de infancia en los que tu madre se esforzaba por arreglarte la ropa que llegaba destrozada a casa después de jugar con tus amigos? Aquellos momentos de niñez contemplando a tu madre remendando tus pantalones una y otra vez o arreglando la ropa heredada de tus hermanos mayores para que pudieras ir de “estreno” al nuevo curso del colegio…
Con sólo trasladarnos 30 o 40 años atrás podríamos revivir aquellos tiempos en los que la costura era una labor más de las que “tocaban” dentro del rol femenino del ama de casa, cuando nuestras madres realizaban todo tipo de trabajos sin compensación alguna, por el bien de la economía familiar.
Y es que la costura no sólo tuvo un protagonismo importante en nuestras casas… también lo tuvo en las calles de Madrid, a través de negocios legendarios de la capital como los Almacenes Pontejos.
Aunque la labor del hilo y la aguja siempre ha tenido una fuerte presencia femenina en la sociedad española, las mujeres nunca lo tuvieron fácil para triunfar como modistas, ya que la legislación y la tradición se lo impidieron durante mucho tiempo.
En los siglos XVI y XVII la sociedad madrileña ya contaba con un gran número de costureras, bordadoras, encajeras, hileras, modistas, pasamaneras, etc., mil y una actividades en las que las mujeres, aguja en mano, prestaban sus servicios cosiendo los cordobanes y las suelas por encargo de los curtidores, bordando, cosiendo botones, haciendo ojales, hilando… Sin embargo, eran los hombres los únicos que podían desempeñar legalmente estos oficios como maestros y cobrar por ello.
Las mujeres de los maestros sastres podían ayudarles, tanto preparando la materia prima como ocupándose de los remates o atendiendo a la clientela. Podían incluso convertirse en propietarias de los talleres al enviudar, pero no podían llegar a ser maestras en el oficio: lo impedía la normativa de los gremios.
Esta situación cambiaría, aunque tibiamente, con la llegada de Felipe V y la dinastía de los borbones al trono español, a principios del siglo XVIII.
Las costureras madrileñas reivindicaron entonces su reconocimiento como trabajadoras independientes de los hombres, hasta el punto de llegar a colgar carteles en los balcones de sus domicilios anunciando sus servicios, con gran enfado de los gremios y los maestros sastres.
Finalmente, una ley de 1779 legitimaba el aprendizaje de las mujeres en los oficios textiles en las llamadas escuelas-taller femeninas, pioneras en la formación profesional y en la incorporación de las mujeres al mercado laboral como mano de obra cualificada.
Estas escuelas-taller marcaron el comienzo del fin de los gremios, ya que suponían una vía de aprendizaje alternativo al gremial a través de un doble objetivo: la enseñanza moral de las niñas y la especialización laboral de mujeres humildes en los procesos de producción textil.
La reglamentación de estos centros convirtió a las maestras de niñas en el primer oficio femenino titulado, sujeto a prueba de examen de corte a cargo de la Sociedad Económica Matritense.
A pesar de la especialización y la titulación como costureras, en la práctica las mujeres seguían teniendo cerrada la puerta de la maestría en los talleres de sastrería: podían ser maestras de su enseñanza, pero no de su oficio, que permanecía limitado a los hombres.
A principios del siglo XIX se produjo una demanda cada vez mayor de productos de moda de influencia francesa por parte de las mujeres de la aristocracia madrileña.
Mientras que la mayoría de la población vestía de forma miserable, con prendas elaboradas de forma doméstica que duraban décadas e incluso generaciones, reteñidas, recosidas y remendadas… las mujeres pudientes comenzaron a demandar modistas particulares y casas de costura que les ofrecieran variedad de modelos textiles, según la moda parisina.
Hacia mediados de siglo, una parte de las mujeres de clase no tan adinerada se integró en el consumo de ropa, aumentando así su demanda. Madrid experimentó entonces el auge de los oficios de la confección.
Muchas jóvenes se desplazaron del campo y los pueblos hasta la capital, donde se incorporarían a las recién inauguradas casas de moda como costureras o trabajarían por su cuenta ofreciendo sus servicios en las casas de los burgueses.
En el último tercio del siglo XIX, la industrialización y liberación económica derivada de la Revolución industrial, hicieron posible que en España se abarataran y diversifican los textiles, favoreciendo el aumento de las confecciones.
También este fue el momento del surgimiento de una nueva industria del vestido, la ropa “lista para llevar” que hoy todos conocemos y cuya producción se comenzó a realizar de manera seriada en fábricas y talleres industrializados.
Allí las costureras trabajaban por sueldos muy bajos y en condiciones muy duras, obligadas a trabajar doce o catorce horas al día, seis o incluso siete días a la semana, sin calefacción, sin ventilación y en un ambiente insano que solían provocarles afecciones pulmonares, circulatorias, musculares y oftalmológicas, entre otras.
Se dice que, tradicionalmente y a lo largo de los siglos, en sus trabajos las costureras se “quemaban” los ojos por coser a la luz de las velas. Por este motivo Santa Lucía es, además de los ciegos, la patrona de modistas y costureras.
El Madrid industrial de finales del siglo XIX llevó también aparejado el nacimiento de una nueva burguesía industrial que seguía los dictados de la moda francesa, modificando la vestimenta de la sociedad madrileña de la época y creando un nuevo concepto: la alta costura.
Fueron las modistas de la capital las que, en sus talleres, contribuyeron significativamente a esa tarea, fomentando con su labor que la mujer burguesa comenzara a reconocer el valor de las piezas elaboradas directamente por mujeres modistas.
Así la sastrería, dedicada al vestir masculino, quedó en manos de hombres y la modistería, enfocada en la confección de ropa femenina, se convirtió en labor de mujeres y también en una de sus vías más directas de independencia económica.
Esta nueva forma de desarrollo profesional femenino favoreció que muchas jóvenes de clase media comenzaran a formarse y a trabajar en talleres de modistas hasta ser aceptadas como profesionales en la materia.
En el más bajo de los escalones de su oficio, por el que se iniciaban, estaban las modistillas, niñas de hasta catorce años que aprendían a deshilvanar y a coser botones para desarrollarse poco a poco en el oficio de modistas.
En muchos casos, las modistillas no tenían ni sueldo y tan sólo cobraban las propinas que les daban las señoras de la alta sociedad que llegaban a probarse las prendas a los talleres situados en el Barrio de Lavapiés, en los alrededores de la Gran Vía y en la Calle San Bernardo, fundamentalmente.
Casualmente, una de las tradiciones más populares y entrañables de Madrid tiene que ver con estas modistillas. Se trata de la visita que cada año, el 13 de junio, realizaban a la ermita de San Antonio de la Florida, santo casamentero por antonomasia en la capital.
Una vez allí, depositaban sobre una pila de piedra trece alfileres. A continuación, posaban la mano sobre ellos, presionándola con suavidad contra los alfileres. La tradición afirmaba que, a lo largo del año, las modistillas conseguirían tantos novios como alfileres se clavaran en la palma de sus manos.
Hacia 1887 estaban censados en Madrid 266 negocios vinculados con los textiles de titularidad exclusivamente femenina… un número que aumentó exponencialmente a principios del siglo XX.
Especial protagonismo tuvieron desde principios de siglo las mercerías, pequeñas tiendas en las que era posible encontrar todo lo necesario para realizar labores de costura, así como adornos, abalorios, quincallería y complementos.
Estos negocios comenzaron a poblar las calles del centro de la capital, especialmente a partir de la aparición de un invento que favorecía sobre manera el trabajo de costura doméstico: la máquina de coser.
De entre todas estas mercerías destacó una, el Almacén de Pontejos, que con el tiempo se acabaría convirtiendo en toda una institución, aún en activo, en la memoria de Madrid.
Fundada en 1913 por Antonio Ubillos en el número 2 de la Plaza de Pontejos, pronto se convirtió en un referente para las madrileñas que buscaban una solución para manufacturar o reparar su vestuario, bolsos, etc… pero, ante todo, para aquellas que necesitaban reunir un ajuar para su boda.
Y es que, por aquel entonces, nadie se casaba sin tener un buen ajuar, lo que permitió a Ubillos desarrollar un próspero negocio: empezó a traer las mejores puntillas de Suiza para venderlas como ajuares desde su mercería madrileña.
Con el tiempo, la venta de ajuares perdió terreno en favor de la compra de abalorios para hacer manualidades y labores de costura… hasta el punto de que, según afirma el dicho, “si no encuentras algo en Pontejos no lo encuentras en ningún sitio”.
Adentrarse hoy en este negocio centenario, con sus mostradores y sus metros de madera, para cortar las telas con precisión, es como trasladarse a otra época… un tiempo en el que se apreciaba el valor de la costura y el trabajo único de unas mujeres cuyos oficios recordamos hoy a través de los nombres de muchas calles del centro de la capital (Botoneras, Hileras, etc.), aquellas que bordaron puntada a puntada gran parte de la Historia de Madrid.
P.D: Dedicado a Cristina. Porque contienes tantas sorpresas, tesoros y maravillas como Almacenes Pontejos y, al igual que este espacio, transmites a quien te conoce una sensación de descubrimiento y originalidad arrolladora. Gracias por decorar nuestra vida con los abalorios, filigranas y oropeles que nos regalan tu cariño y creatividad. Eres única, amiga.