Un vicio confesable
El tabaco: historia de un vicio mortal
La Historia de un lugar se puede definir a través de las costumbres de sus habitantes, pero también de sus vicios. Sin duda, el más extendido en la Historia de Madrid y hasta la fecha es la adicción al tabaco… una costumbre milenaria que llegó a modificar la morfología de las calles de la capital a través de sus Estancos.
Aunque hasta hace poco más de cinco siglos tan sólo era conocida en los pueblos indios diseminados de América, la planta del tabaco no fue consumida en Europa hasta que los españoles descubrieron el Nuevo Mundo al mando de Cristóbal Colón.
La tripulación del almirante genovés encontró en la extraña costumbre de los indios de fumar las hojas secas de una planta que desprendía una peculiar fragancia, otra de las curiosidades que podrían presentar a los Reyes Católicos tras su vuelta a España.
Los marinos Rodrigo de Jerez, junto con Luis de Torres, componentes de la primera expedición de Colón, supusieron el primer contacto de los españoles con el tabaco, cuando exploraban la actual isla de Cuba.
El primero trajo consigo este hábito indígena a su vuelta a España, empezando a fumar tabaco públicamente y a cultivarlo en su huerto… algo que le costaría muy caro: alertada por la extraña práctica, la Santa Inquisición decidió encarcelarlo por “pecador e infernal” al considerar que practicaba una actividad satánica. Rodrigo de Jeréz pasó casi un lustro en prisión por fumar tabaco ya que, según el Santo Oficio, aquel humo que brotaba de su boca solo podía ser obra del Diablo.
No obstante, el consumo de tabaco pronto se fue normalizando en la capital. Marineros, soldados y viajeros que desde entonces volvían desde el nuevo continente, comenzaron a compartir la costumbre de fumar al regresar a sus hogares, aunque fue su fama de planta medicinal lo que permitió que su consumo se extendiese como la pólvora por toda Europa ya en el siglo XVI.
Fue entonces cuando el médico y naturalista Nicolás Bautista de Monardes, en su Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales, hablaba acerca de las cualidades terapéuticas de la planta del tabaco, cuyo uso moderado era capaz de curar las piedras del riñón, las lombrices, las mordeduras, las jaquecas, los dolores de parto y hasta el asma.
El uso medicinal dado al tabaco en estos primeros siglos de llegada a nuestro país condicionó también su comercialización. Por aquel entonces su venta se realizaba en las boticas junto con el resto de fármacos, sin que hubiese necesidad de que existiesen establecimientos específicos para la distribución de este producto.
A pesar de los beneficios que la medicina de aquellos tiempos veía en el tabaco, la Iglesia siempre se mostró opuesta a su consumo. Isabel la Católica llegó a dictar una pragmática que prohibía fumar dentro de las iglesias y el Papa Urbano VIII dictó, ya en 1624, una bula especial que castigaba con la excomunión a quienes usasen el tabaco en San Pedro, al comprobar que los fieles entraban y salían sin cesar de la iglesia para fumar o inhalar tabaco en polvo, con la distracción permanente que conllevaba para el resto de asistentes.
En el siglo XVII, el uso placentero del tabaco ya había arraigado entre los madrileños, especialmente entre las élites, y fumar se convirtió en sinónimo de distinción, sólo alcanzable para determinadas clases sociales.
No obstante, hubo quien se opuso a este hábito, como don Francisco de Quevedo, que siempre se mostró un férreo denostador del tabaco, además del chocolate. De hecho, en sus textos llegó a ironizar con la posibilidad de que tanto el tabaco como el chocolate fueran venganzas de América contra los españoles por la conquista:
“De allí llegaron el diablo del Tabaco, y el diablo del Chocolate, que aunque yo los sospechaba, nunca los tuve por diablos del todo. Éstos dijeron que ellos habían vengado a las Indias de España, pues habían hecho más mal en meter acá los polvos y el humo y jícaras y molinillos, que el rey Católico a Colón y a Cortés y a Almagro y a Pizarro…”
Muy pronto toda la sociedad madrileña del Siglo de Oro se habituó al consumo de tabaco, que pasó de tener un uso medicinal a considerarse un elemento festivo y de sociabilidad y, casi inevitablemente, en un producto fiscal.
El tabaco se convirtió en uno de los grandes negocios de España y Portugal. Sin embargo, los beneficios que generaba provocaron todo tipo de conductas fraudulentas en torno a él, especialmente a modo de contrabando, lo que motivó que Felipe IV estableciera en un monopolio fiscal del tabaco en Castilla en 1636, el llamado “estanco”, palabra con la que hoy conocemos generalmente a las expendedurías de venta de tabacos presentes en las calles de nuestras ciudades.
En España existían dos estancos mayores: el de la sal y el del tabaco; y varios estancos menores: aguardiente, salitre, azufre, pólvora, plomo, antimonio, mercurio, bermellón, goma laca, juegos de naipes y papel sellado.
A través del Estanco de Tabaco la Corona pasó a controlar todas las fases de la cadena de su producción y distribución, convirtiéndose en uno de los ingresos más importantes de la monarquía en la península junto con las rentas provinciales, las rentas generales y los metales americanos. El comercio del tabaco llegó a suponer cerca de un 20% del total de los ingresos netos del Estado durante buena parte de los siglos XVII y XVIII.
La renta del tabaco fue la causa de que las arcas públicas, con frecuencia exhaustas, encontrasen una forma segura y socialmente acreditada para conseguir fondos extraordinarios. Lo consiguió mediante la venta de juros, que daban derecho a sus compradores a la percepción temporal o perpetua del producto de la renta del tabaco generada. La Real Hacienda se limitaba a arrendar la renta al mejor postor, delegando así su gobierno, dado que se sentía incapaz de administrar el sector directamente.
Desde aquel momento pasaron a constituirse dos tipos de establecimientos para la venta de tabacos en España: las tercenas y los puestos estancos o estanquillos.
Las tercenas eran despachos que tenían por misión principal el abastecimiento al por mayor de los diferentes estanquillos. En ellas también se podía comprar tabaco directamente por los consumidores, aunque, por lo general, sólo lo hacían las clases privilegiadas, que lo adquirían en cantidades importantes. Entre tanto, el pueblo frecuentaba habitualmente los estanquillos para adquirir cantidades módicas, al por menor.
Existían dos tipos de estancos: de décima y de salario. Los primeros no eran despachos de tabaco en exclusiva, sino su venta se simultaneaba con la de otros artículos con el fin de cubrir la distribución de tabaco en aquellos lugares en los que el producto no diera para el pago de un jornal.
Por su parte, los estancos de salario eran aquellos en los que las ventas compensaban el mantenimiento de un empleado a sueldo.
Los responsables de las administraciones particulares, las tercenas y los estancos, fueron considerados empleados de la Real Hacienda, que les proporcionaba los medios necesarios para desempeñar sus funciones: casa, luz y el aprovisionamiento de tabacos.
Los estanqueros de salario no podían ser judíos, ni persona dudosa de su limpieza de sangre. También se les pedía buen comportamiento y correctos modales con los clientes y se les exigía saber leer y escribir y debían llevar dos libros para la contabilidad de su establecimiento, uno para el cargo de los tabacos y otro para la data o salida de los que vendía.
Los horarios de estos establecimientos eran muy amplios. Las tercenas se abrían desde las siete de la mañana hasta las nueve de la noche entre el uno de abril y finales de septiembre; durante el resto del año desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche. Sólo permanecían cerradas las tardes de los domingos y los días festivos.
Los estancos de salario debían abrirse a las cinco de la mañana y hasta las once de la noche, desde el uno de abril y hasta finales de septiembre. Durante el resto del año desde las seis y media de la mañana sin interrupción hasta las diez de la noche.
En el siglo XVIII, los beneficios obtenidos por el consumo de tabaco llegaron a ser tan suculentos que la Corona se sirvió de ellos para financiar en parte el Programa Reformista ilustrado. Felipe V, en 1715, dispuso que cada libra de tabaco quedase gravada en dos maravedíes que se destinarían a la creación de la Biblioteca Real, hoy Biblioteca Nacional, a la que pasarían los fondos bibliográficos de la de Palacio.
El tabaco en polvo y aspirado era el de uso más común entre la aristocracia madrileña.
El consumidor tomaba una pequeña cantidad de este polvo de tabaco entre el pulgar y el índice y lo aspiraba con fuerza por vía nasal, con el objetivo de provocar un placentero estornudo. Sin embargo, los estornudos resultaban molestos y por ello, los caballeros que lo consumían en las fiestas y reuniones de sociedad se retiraban a otra estancia con la intención de “echarse unos polvos”… ausencia que a veces aprovechaban para mantener encuentros sexuales furtivos con sus amantes. Esta costumbre, por extensión, daría lugar a la expresión “echar un polvo”… con el significado que hoy todos conocemos.
En poco más de dos siglos el tabaco se había convertido en protagonista de una importante reforma de la Hacienda Pública, recurso financiero del Estado y depósito de cultura de nuestro país. Sin embargo, los diversos acontecimientos de todo tipo acaecidos en nuestro país a comienzos del siglo XIX vinieron a trastocar esta situación consolidada durante tantos años.
El triunfo de la ideología liberal, enemiga declarada del régimen monopolista imperante en la administración de la renta, trajo sobre ésta múltiples cambios.
Tras la ruptura con el absolutismo y la implantación del nuevo régimen liberal, las renacientes Sociedades Económicas de Amigos del País, especialmente la de Madrid, discutieron la permanencia del monopolio del tabaco y la liberalización de su cultivo, creando un clima a favor de que las Cortes españolas legislaran para implantar el libre cultivo y propiciar el desestanco. Los ideales progresistas, de nuevo hubieron de claudicar ante las agobiantes necesidades financieras del Estado.
En el siglo XIX el tabaco fue también avanzada industrializadora y generador de nuevos empleos, que conformaron tipos humanos sumamente atractivos, como las cigarreras de la Real Fábrica de Tabacos de Madrid… aunque no fue hasta la Revolución Industrial cuando los cigarrillos llegaron con mayor facilidad al conjunto de los madrileños.
Los estancos españoles de tabacos son una de las instituciones más antiguas en vigor del mundo, con cerca de 400 años de historia durante los cuales han realizado una gran labor como método de recaudación de impuestos para el estado, mediante la venta de las labores del tabaco.
Con casi dos siglos de Historia, este Estanco situado en la Plaza de Ángel número 9, goza del mérito de ser el más antiguo de Madrid.
En la cueva del piso inferior de la que dispone esta expendeduría número 99, se han juntado fumadores de puros en improvisadas tertulias, desde monarcas como Alfonso XII y Alfonso XIII, hasta artistas, toreros y una variopinta clientela.
Aunque hoy día son de sobra conocidos los perjuicios del tabaco para la salud pública y que su adicción es la principal causa de muerte prevenible en los países desarrollados habiendo causado más muertes que todas las guerras juntas, el tabaco ha desempeñado en la Historia de España una función de vanguardia y progreso social. Y es que, en contra de la letra del tango popularizado por Sara Montiel en la película El último cuplé, lo único que podemos esperar si fumamos es la muerte.