Camino a la eternidad
Miguel de cervantes: muere el hombre, nace el mito
Lunes 18 de abril de 1616: Tras casi una semana de lluvias, Madrid despierta bañada por el sol de una mañana primaveral.
Poco a poco, y desde primera hora, las calles de la capital van cobrando vida. El bullicio del mercado, los aguadores, comerciantes, taberneros, arrieros, carruajes, pícaros, mendigos… componen la banda sonora de una ciudad siempre alegre, activa y dinámica.
En el barrio de las Musas, escritores, actores y actrices comienzan a reunirse en torno al singular mentidero de representantes, en busca de una nueva obra que poder estrenar en cualquiera de los cercanos corrales de comedias. Todos ellos se encontrarán, en misa de doce, en la cercana Iglesia de San Sebastián, para rogar mejor ventura a Nuestra Señora de la Novena, patrona de los cómicos.
Ajeno a todo este bullicio, uno de los vecinos del barrio, inquilino de la contigua casa en la Calle del León esquina con Francos, lleva días sin pisar la calle... incluso sin levantarse de la cama. Su salud no lo permite.
Se trata de un escritor anciano. En unos pocos meses cumplirá sesenta y nueve años… una edad provecta para estos primeros años del siglo XVII, que marcarán a todas luces el comienzo del fin de un infausto reinado, el de Felipe III.
"De rostro aguileño, frente lisa y desembarazada, de nariz corva, barbas de plata que no ha veinte años fueron de oro, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y esos mal acondicionados… “. Así se había descrito nuestro escritor tres años antes, en julio de 1613, en un autorretrato jocoso con el que buscaba presentarse ante los lectores de una de sus más queridas obras: las Novelas ejemplares.
Hoy, tras mirarse al espejo, reconoce asombrado que su aspecto es mucho peor. Hace suya la “triste figura” con que caracterizó a uno de sus personajes literarios más reconocidos. Demacrado y en los huesos, con la barba propia de un hombre de cien años, ni la edad ni la enfermedad perdonan, revelando que su final está muy próximo.
Al palpar su rostro, por ninguna parte reconoce ya a aquel niño nacido en 1547 en Alcalá de Henares, que jugaba junto a sus hermanos Andrés, Andrea, Luisa, Rodrigo, Magdalena y Juan, escondiendo a su padre Rodrigo, barbero de profesión y afectado por una profunda sordera, las herramientas con las que realizar sangrías, poner emplastos, hacer suturas y afeitar barbas. Aún recuerda la sonrisa cómplice de su madre Leonor, cuando su padre preguntaba, desesperado, a dónde había ido a parar su instrumental.
El recuerdo de aquellos años llena de gozo a nuestro protagonista y dibuja una sonrisa de añoranza en su rostro. Las estancias con su familia en Córdoba, Sevilla, Toledo, Cuenca, Alcalá de Henares, Guadalajara y Valladolid, huyendo de los acreedores que acosaban a su progenitor, le mostraron a grandes rasgos la amplitud geográfica y la variedad cultural de su amado país y de sus gentes, hasta asentarse en Madrid en 1566.
En la ya capital del reino, recuerda con cariño sus visitas al Estudio de la Villa y en especial a su maestro, Juan López de Hoyos, aquel sabio humanista que no sólo le formó, sino que supo animarle a apostar por su vocación como autor, dándole la oportunidad de publicar sus primeros versos.
Aquella carrera que se prometía exitosa, nunca llegó a serlo. La vida no dio respiro a nuestro anciano protagonista que pasó por pendenciero, prófugo, soldado, espía, reo, lisiado, contable, recaudador de impuestos, novelista, poeta y dramaturgo… y que hoy sobrevive, como puede, de alguna labor de intermediación con los impresores que abarrotan la Corte madrileña tras su vuelta de Valladolid, entre ellos el reconocido Juan de la Cuesta.
Desde hace tres años malvive junto a su mujer, Catalina de Salazar, en esta humilde vivienda alquilada. Una casa minúscula en la que abundan el frío y las chinches, difícil de ventilar y adecuar para acomodar en condiciones a un enfermo, "pobre como una rata", en sus últimos días de vida.
Bien distinta habría sido la situación de haber vivido a tan sólo cien metros… bajando por la misma calle… en la fabulosa “casilla” de don Félix Lope de Vega. Una casa amplia, acogedora, con jardín y servicio, acorde a la categoría de la estrella más fulgurante de un Madrid que reverencia y abarrota cada uno de sus estrenos en los corrales de comedias de la Cruz o del Príncipe.
Por contra, en la sociedad literaria madrileña nuestro protagonista es visto como un hombre de otro tiempo que ha sobrevivido a sí mismo. Sus obras teatrales han pasado desapercibidas y sus novelas le han generado fama, pero poco crédito literario y económico.
Una vida de penurias contraria a la exitosa del gran Lope de Vega… y dos caracteres radicalmente opuestos. Dos formas antagónicas de pensar, sentir y vivir que les convirtieron en enemigos de cara a la galería, pero que nunca eclipsaron el respeto y admiración profesional que ambos se profesaron en lo más profundo y sincero de sus corazones.
“Realmente es un monstruo de la naturaleza”… reconoce en voz baja nuestro protagonista, dispuesto a abandonar este mundo sin rencores ni resentimientos.
Martes 19 de abril de 1616: Tras una noche de insomnio, recostado en su lecho, nuestro enfermo intenta incorporarse para beber y saciar una sed inagotable, que no es más que otro de los síntomas de su incurable enfermedad.
Hidropesía fue el diagnóstico de su médico, cuyo irresponsable tratamiento por poco acaba con su vida hace poco más de un mes. Aquel matasanos, no sabiendo reparar su mal, le aconsejó marchar a Esquivias, el pueblo de su mujer, para aprovechar así el contacto con el campo, el aire limpio, los buenos alimentos y el mejor vino… remedios que, a la postre, resultaron fatales. Una semana después el enfermo hacía el camino de vuelta a la capital, “con tantas señales de muerto como de vivo”.
Desde entonces, sentía cómo se hinchaban su abdomen, sus extremidades, su cuello… una falsa obesidad que le oprime los riñones y el corazón, impidiéndole respirar con normalidad y que no presagian nada bueno.
"Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida"… recuerda haber repetido mil veces, de manera irónica, en conversaciones con amigos. Sin embargo, ahora no se atreve a bromear: sabe de sobra que estos son sus últimos momentos en la Tierra.
Esta certeza le acompaña desde los primeros días de aquel mes de abril, cuando comenzó a sentirse enfermo. Tuvo entonces la precaución de solicitar su admisión en la orden de los Terciarios de San Francisco, buscando un funeral para él y su esposa que su pobreza no les permitiría pagar, llegado el momento. “Un trámite menos. En este país la burocracia nos acecha hasta el último aliento”, susurra. A pesar de todas las dificultades, no pierde el humor.
Piensa en su familia. ¿De qué vivirán tras su muerte? No tiene apenas posesiones que dejarle a su mujer y a su hija natural, Isabel de Saavedra, quien hace tiempo se alejó de su lado. Para ellas serán las pocas pertenencias que le quedan y, desgraciadamente, también sus deudas. Hace testamento y otorga sus últimas voluntades.
Sólo resta un único paso por completar para sellar su postrera despedida. Temeroso de lo que le viene, busca la salvación de su alma: solicita recibir la extremaunción.
A los pocos minutos, el cura Martínez Marsilla accede a la habitación del moribundo. El sacerdote era un viejo conocido de la familia, querido y temido en esa casa a partes iguales, no en vano había asistido a las muertes de las dos hermanas de nuestro escritor.
Acercándose a su lecho, el religioso comienza a untar los santos óleos en los pies, rodillas, manos y frente del moribundo, de quien solicita su arrepentimiento. Este asiente mediante un gesto con la cabeza, tras lo cual el sacerdote comienza a rezar la Oración del Buen Morir.
El enfermo, escucha con los ojos cerrados. Está resignado, pero consciente. Su alma se encuentra en paz. Por fin, puede dormir aliviado.
Miércoles 20 de abril de 1616: Amanece y nuestro protagonista despierta con fuerzas renovadas.
Apenas hace un mes que terminó su última obra, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, pero no había encontrado fuerzas para escribir el prólogo. Es muy consciente de que no llegará a verla publicada, pero le gusta terminar aquello que comienza. Toma la pluma y, recostado en la cama, se dispone a escribir el prólogo y una dedicatoria para el Conde de Lemos.
Mecenas de literatos, entre otros de Lope de Vega y de Luis de Góngora, nuestro escritor ruega al noble que, tras su muerte, se esfuerce por hacer que sus méritos literarios sean recordados… frustrado por no haberse visto reconocido en vida como poeta o autor de comedias.
Al terminar estas líneas, respira reconfortado. Ha escrito las que a la postre serán sus últimas palabras… sin ser consciente de haber redactado uno de los textos más hermosos y sentidos de la literatura universal.
“Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo.
Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan; y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir (…)”
Es la última pincelada de un genio que, aunque pobre, viejo y moribundo sigue manteniendo una cabeza privilegiada.
Por muy mal que le haya tratado le vida, con estos últimos versos quiere expresar su consideración a todos los que en algún momento le han ayudado. Ni la pobreza, ni el escaso reconocimiento de su obra, ni los problemas familiares, pueden oscurecer su ánimo en estos momentos finales.
Exhausto, su mano derecha se desploma sobre el lecho y la pluma cae al suelo. Sabe que ha llegado el momento de despedirse de esta compañera de la que no se ha separado desde que era sólo un niño.
Jueves, 21 de abril de 1616: Nuestro protagonista “muere a chorros”, y en su mente se van sucediendo recuerdos personales y literarios.
Recuerda su infancia en Alcalá, la muerte de sus padres, los campos de la Mancha, el nacimiento de su hija, el proceso judicial a su familia en Valladolid, los pueblos de Andalucía que tan bien conoció como recaudador de impuestos, la prisión en Sevilla… Vivencia y supervivencia, dos constantes que resumen su vida y que le sirvieron para escribir la obra de la que más relevancia le ha otorgado, su famoso Don Quijote.
Sin embargo hoy, ante todo, recuerda su faceta de soldado. Aquellos viajes en los que pudo conocer mundo, la camaradería de los tercios, la unidad fraternal de una generación de jóvenes cuya valentía otorgó la gloria a las Españas y, en especial, rememora su participación en la batalla naval de Lepanto.
Su imaginación le hace revivir la contienda, entre los nervios y el dolor, entre el humo, el olor a pólvora, el oleaje y la algarabía de españoles y turcos. Aquel 7 de octubre de 1571 no sólo cambió para siempre su forma de entender la vida… también su fisonomía. Desde entonces carece del uso de la mano izquierda a causa de los impactos de arcabuz recibidos en el pecho y el antebrazo… una tara que siempre asumió con orgullo:
"Perdí en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, la tengo por hermosa por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas de Felipe II. De manera que, si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella empresa prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella".
Y después… el cautiverio. Seis años preso, junto a su hermano Rodrigo, en una mazmorra en Argel, cuyas penosas condiciones de espacio y humedad le habían dejado como recuerdo una columna corva y una dolorosa artritis en las rodillas.
Del soldado y del cautivo hoy tan sólo quedan las heridas y el honor. Delgado como la sombra de quien fue un héroe y sobrevivió en Lepanto, la muerte, ahora sí, viene a su encuentro.
Viernes, 22 de abril de 1616: Después de una noche con fuertes fiebres y delirios, la enfermedad parece estar a punto de vencer la batalla.
Sobre la inútil mano izquierda de nuestro querido escritor, reposa la pequeña cruz de almendro que los monjes trinitarios le entregaron nada más pisar tierras cristianas tras liberarle, previo pago de un costoso rescate, de su cautiverio argelino.
Le rodean su esposa, amigos y una sobrina. Entre balbuceos, pregunta por su hija. Le responden que está en camino… aunque en realidad, Isabel no acudirá a despedirle.
Las horas discurren lentas… en un duermevela continuo que, poco a poco, le va llevando al coma.
Nuestro autor vuelve a abrir los ojos. Ha abandonado su angustiosa habitación y ahora se encuentra en campo abierto, rodeado de molinos de viento. La fatiga, el dolor y los ahogos que le atormentaban han desaparecido y ahora puede sentir una reconfortante brisa en su rostro.
Poco a poco y de la nada, comienzan a rodearle multitud de personajes. Uno a uno se presentan y le saludan efusivamente: Galatea, Persiles, Sigismunda, Dorotea, el Caballero de la Blanca Luna, el licenciado Vidriera, Rinconete, Cortadillo, Preciosa, Cipión, Berganza, Dulcinea, doña Lorenzana, Chanfalla, Sancho Panza… se trata de los protagonistas de sus creaciones literarias, tal y como él los había imaginado… mismos rostros, mismas ropas… reunidos para honrar y agradecer a su creador. Incluso aquel sufrido “rocín flaco”, Rocinante, le saluda, relinchando y acariciándole la mano con su hocico.
Todos se disponen frente a él formando un pasillo, al final del cual se dibuja la silueta de un personaje que le resulta familiar: alto, delgado, larga barba, lanza, adarga, una bacía por yelmo. Se trata de su buen Alonso Quijano, don Quijote, que le espera al final de este hermoso camino… ansioso por seguir viviendo, juntos, nuevas aventuras.
Emocionado, nuestro protagonista sabe que todo termina. Es muy consciente de que toda historia debe tener un final… pero no sabe cómo culminar esta obra, la de su propia vida. Decidido y orgulloso, sube a lomos de Rocinante, cierra los ojos y, al galope, se deja llevar, soltando las riendas del caballo de la vida y abrazando la eternidad… aquella que ya ha convertido en inmortal su nombre: Miguel de Cervantes.
P.D: El 22 de abril de 1616 moría el hombre, pobre y olvidado… y nacía la leyenda, universal y eterna. Leyenda del Siglo de Oro, inspirador de generaciones y autor del más bello resumen del ser humano y el más valioso tesoro escondido en la literatura. Nacía, nuestro “Príncipe de los ingenios”.