Antes que todas
Carmen de Burgos: vivir sin pedir permiso_
¿Sabías que la primera mujer corresponsal de guerra en España también defendió el divorcio en la prensa, en pleno 1904? Carmen de Burgos, más conocida como ‘Colombine’, fue una figura clave del periodismo y el feminismo en España a principios del siglo XX. Escritora incansable, maestra, activista y voz pionera en la lucha por los derechos de las mujeres, supo abrir camino en un mundo que aún no estaba preparado para escucharla. Su vida es un retrato vibrante de inteligencia, coraje y compromiso, la historia de una mujer adelantada a su tiempo, que desafió los límites de lo posible y dejó una huella que hoy merece ser recordada.
Educación femenina en la España de entre siglos_
Entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX, la vida de las mujeres en España estuvo marcada por una estructura social profundamente desigual. La rigidez de los roles de género, reforzada por una moral patriarcal y por costumbres heredadas del pasado, limitaba enormemente su margen de actuación en la sociedad.
Aunque empezaban a darse tímidos avances —sobre todo en los entornos urbanos y culturales—, la mayoría de las mujeres seguía relegada al ámbito doméstico. El ideal dominante era el del “ángel del hogar”: una mujer dedicada por completo a la familia, obediente, discreta y alejada del mundo público. Este modelo, muy arraigado en las clases medias y altas, dejaba claro que la esfera pública —la política, la cultura o el trabajo remunerado— era territorio masculino.
La participación femenina en la vida social, cultural o profesional era muy limitada. Las pocas mujeres que se aventuraban en estos espacios solían ser vistas con recelo o condescendencia. Lo habitual era que su presencia pública se redujera a actividades consideradas “propias” de su género: hacer compras, pasear, asistir a misa o colaborar en obras de caridad. Todo ello reforzaba su papel secundario, decorativo, casi invisible.
La educación femenina: entre la domesticidad y la aspiración formativa_
En la España de entre siglos, la educación de las mujeres seguía estando marcada por una clara diferenciación de género. Desde pequeñas, las niñas eran formadas en valores como la obediencia, la modestia y la sumisión, siempre en consonancia con el ideal de feminidad impuesto por una sociedad patriarcal que las destinaba, casi en exclusiva, al hogar.
En las familias burguesas y acomodadas, se priorizaban los llamados “saberes de adorno”: música, pintura, costura, bordado… conocimientos impartidos, a menudo, por institutrices o profesoras particulares, que preparaban a las jóvenes para convertirse en esposas cultas y madres ejemplares. Aunque la Ley Moyano de 1857 había establecido la enseñanza primaria obligatoria para niños y niñas, los contenidos seguían siendo distintos según el sexo. Para ellas, el currículo incluía nociones básicas y mucha formación orientada a las labores domésticas.
El acceso de las mujeres al mundo laboral era también muy limitado. La mayoría de los empleos remunerados estaban reservados a los hombres, y las pocas opciones disponibles para ellas se centraban en tareas consideradas “propias de su género”: mecanografía, taquigrafía, costura, bordado o ciertos trabajos manuales. Incluso en esos casos, su incorporación al trabajo se veía más como una excepción que como un derecho.
En las zonas rurales y entre las clases populares, la situación era aún más difícil. Las tasas de analfabetismo femenino seguían siendo muy altas, y muchas niñas abandonaban pronto la escuela —si llegaban a ella— para ayudar en las tareas del hogar o contribuir a la economía familiar. El absentismo escolar era frecuente, y la educación pasaba a un segundo plano frente a las urgencias del día a día.
Incluso en los hogares más prósperos, persistía la idea de que era más útil y rentable invertir en la educación de los hijos varones. Ellos eran los llamados a tener un oficio, una carrera, un futuro público. A ellas, en cambio, se las preparaba para acompañar, no para liderar. La desigualdad en la inversión educativa no era solo económica: era también simbólica, y tenía consecuencias profundas en la configuración de los roles sociales.
Primeras conquistas e iniciativas educativas_
A pesar de las numerosas barreras que limitaban el acceso de las mujeres a la educación, las últimas décadas del siglo XIX empezaron a registrar algunas mejoras, pequeñas pero significativas. Fruto de años de esfuerzos, debates y reivindicaciones, comenzó a abrirse una tímida brecha en el sistema, y algunas mujeres lograron hacerse un hueco en el mundo de la cultura y la instrucción.
La escasa implicación del Estado en esta transformación fue compensada, en parte, por el impulso de iniciativas privadas con una clara vocación reformista. Destacaron en este sentido el Ateneo de Señoras (1869) y, sobre todo, la Asociación para la Enseñanza de la Mujer (1870), que jugaron un papel fundamental en la creación de centros pioneros. Instituciones como la Escuela de Institutrices, la Escuela de Comercio para Señoras o la Escuela de Correos y Telégrafos (fundada en 1883) ofrecieron a una minoría de jóvenes la posibilidad real de recibir formación profesional. Eran pasos pequeños, pero abrían por primera vez la puerta a un horizonte laboral y educativo más amplio para las mujeres.
Además, el avance paulatino de la educación primaria evidenció la necesidad de contar con más maestras en las aulas. Esta demanda favoreció la mejora de la formación en las Escuelas Normales, donde poco a poco fue aumentando la presencia femenina. Muchas mujeres encontraron en la docencia una de las pocas vías legítimas y socialmente aceptadas para acceder al mundo profesional.
Estas primeras conquistas no solo ofrecieron oportunidades concretas a un grupo reducido de mujeres, sino que también empezaron a sembrar una nueva conciencia: la educación podía y debía ser también terreno femenino. Con cada maestra titulada, con cada alumna en una escuela de comercio, la idea de una mujer instruida dejaba de parecer una excepción para comenzar a convertirse en una posibilidad.
La influencia del krausismo y el pensamiento progresista_
En este proceso de transformación educativa, una corriente filosófica tuvo un papel clave: el krausismo. Inspirado en el pensamiento ilustrado y de gran influencia en el siglo XIX español, el krausismo defendía una educación integral del ser humano, que armonizara el desarrollo moral, intelectual y físico. Desde esta perspectiva, la formación de la mujer no solo era deseable, sino fundamental para el progreso de la sociedad. Educar a la mujer significaba, en última instancia, educar a la familia y a las futuras generaciones.
Gracias a este impulso, en los primeros años del siglo XX comenzaron a consolidarse algunas ideas reformistas en favor de la emancipación educativa femenina. Un paso importante se dio con la Ley de Educación de 1901, que estableció un plan de estudios unificado para el magisterio, sin distinción de sexo. Por primera vez, se reconocía legalmente que hombres y mujeres podían recibir la misma formación para ser maestros.
Durante las primeras décadas del siglo XX, el acceso femenino a los estudios secundarios y superiores empezó a dejar de ser una rareza. Aunque seguían siendo una minoría, cada vez más mujeres se matriculaban en institutos y universidades, especialmente en disciplinas como idiomas, comercio o magisterio. La formación profesional femenina creció y con ella, la presencia de mujeres en ciertos ámbitos laborales.
La llegada de la Segunda República, en 1931, supuso un auténtico punto de inflexión. El nuevo régimen impulsó políticas educativas progresistas: se promovió la coeducación, se igualaron las tasas de escolarización entre niños y niñas, y se facilitó el acceso de las mujeres a todos los niveles educativos, incluida la universidad. Por primera vez, la igualdad en la educación dejaba de ser una aspiración teórica para convertirse en una política pública real.
La mujer ante la ley y la moral dominante_
Mientras la educación femenina comenzaba, poco a poco, a abrirse paso, también se encendían otros debates fundamentales: los que tenían que ver con los derechos civiles y políticos de las mujeres. A comienzos del siglo XX, las mujeres seguían estando legalmente subordinadas al varón —fuera este el padre, el marido o incluso un tutor— y, ante el derecho civil, eran tratadas en muchos aspectos como menores de edad.
Las leyes reflejaban y reforzaban una moral patriarcal profundamente arraigada. La figura femenina seguía confinada al hogar, dependiente, sin capacidad jurídica plena y excluida de la toma de decisiones públicas. La idea de la inferioridad natural de la mujer seguía marcando tanto el código civil como las costumbres sociales.
Sin embargo, esta visión empezó a ser cuestionada desde dentro. Algunas mujeres —muchas de ellas periodistas, escritoras o educadoras— comenzaron a alzar la voz y a reclamar cambios. Pedían igualdad en la educación, mayor visibilidad en la vida pública y el reconocimiento de su ciudadanía plena. Fueron las primeras en señalar que no se trataba solo de aprender, sino también de poder decidir.
Estas precursoras, activas en la prensa, en asociaciones culturales y en los primeros movimientos feministas, abrieron caminos donde antes solo había muros. Con su palabra y su ejemplo, sembraron las bases de una lucha que, aunque lenta y difícil, ya no se detendría.
El feminismo y la prensa como herramientas de transformación_
En este clima de cambio paulatino, emergió con fuerza el feminismo como un movimiento plural, con diferentes corrientes ideológicas y estrategias, pero unido por un objetivo común: alcanzar la igualdad entre hombres y mujeres. Se reclamaban derechos jurídicos fundamentales, como el divorcio, el sufragio femenino, la igualdad ante la ley y el reconocimiento pleno en el ámbito laboral y social.
Mujeres como Concepción Arenal habían allanado el camino, alzando la voz desde la reflexión jurídica y el compromiso social. Las ideas feministas llegadas desde países anglosajones —más radicales en sus planteamientos— también dejaron huella en el panorama español, introduciendo discursos que cuestionaban de raíz los fundamentos patriarcales de la sociedad.
A finales del siglo XIX, la prensa comenzó a ver a las mujeres no solo como lectoras, sino también como un público con intereses y necesidades propias. Esto favoreció la aparición de secciones y suplementos femeninos, donde temas como la educación, la maternidad, la salud o incluso la política empezaron a tener cabida. Si bien las altas tasas de analfabetismo, especialmente en el medio rural, limitaban el alcance de estas publicaciones, en muchos entornos urbanos y laborales la lectura colectiva ayudaba a paliar esa brecha.
A pesar de todas las restricciones —legales, sociales y culturales—, este periodo marcó el inicio de una transformación lenta pero constante. Se abrieron espacios, se promovieron debates y surgieron voces decididas a cuestionar el papel tradicional asignado a la mujer. En este contexto, la educación se convirtió en una herramienta clave para el cambio, y el acceso a la palabra —a escribir, leer, debatir y publicar— se volvió una forma de empoderamiento.
De esta nueva conciencia nació una figura femenina distinta: la mujer que no solo se formaba, sino que quería participar activamente en la vida pública, contar su experiencia y reclamar su lugar en el mundo. Y fue precisamente en el periodismo, ese territorio en principio hostil pero fértil para las ideas, donde muchas encontraron la manera de hacerse oír.
La irrupción de las mujeres en el periodismo español_
La llegada de las mujeres al periodismo español fue un proceso lento y repleto de obstáculos. Su incorporación, que comenzó a tomar forma entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX, supuso una auténtica ruptura con los roles tradicionales asignados a lo femenino. Durante mucho tiempo, escribir en un periódico no solo fue un terreno dominado por hombres, sino también un espacio del que las mujeres estaban prácticamente excluidas, tanto por razones sociales como culturales.
Hasta bien entrado el siglo XIX, el oficio periodístico era un coto cerrado. Los hombres ocupaban los puestos de decisión, firmaban los artículos y controlaban el relato público. Además, ejercían una especie de vigilancia ideológica que mantenía a raya cualquier intento de las mujeres por acceder a la palabra pública. Aquellas que querían escribir, opinar o informar desde las páginas de un diario no solo tenían que demostrar su valía, sino también enfrentarse al desprecio, la desconfianza o el silencio.
Feminismo y prensa: herramientas de transformación_
Durante el siglo XIX, la incorporación de las mujeres al periodismo en España fue un proceso lento pero significativo, favorecido por ciertos cambios sociales y culturales. Aunque las estructuras patriarcales seguían muy presentes, comenzó a vislumbrarse una mayor aceptación de la participación femenina en espacios culturales, especialmente en entornos urbanos.
La mejora en la educación femenina fue fundamental. Con una formación más sólida, muchas mujeres empezaron a sentirse capacitadas para intervenir en el debate público. La prensa, por su parte, comenzó a reconocer a las mujeres como lectoras activas, lo que dio lugar a la creación de secciones específicas para ellas y al nacimiento de revistas femeninas que, aunque centradas en temas tradicionales, ofrecieron un primer espacio de expresión.
A medida que avanzaba el siglo, algunas mujeres lograron publicar en la prensa generalista, a menudo recurriendo a seudónimos para sortear prejuicios. Este proceso coincidió con la expansión del periodismo, el crecimiento del feminismo en España y la incorporación paulatina de las mujeres al mundo laboral, factores que, en conjunto, facilitaron su entrada —aunque aún limitada— en el espacio mediático.
Desafíos y resistencias_
A pesar de estos avances, la incorporación femenina al periodismo estuvo plagada de obstáculos. La ideología patriarcal imperante no solo limitaba su acceso, sino que también desacreditaba sus aportaciones, considerándolas menores o ajenas al “verdadero” quehacer periodístico. Las mujeres que lograban escribir para la prensa debían ceñirse a temas considerados adecuados a su género —moda, maternidad, hogar— y evitaban, en muchos casos, abordar asuntos políticos o sociales por temor a la censura o al escarnio.
Además, el uso de seudónimos era una práctica habitual para proteger su identidad o esquivar el estigma social de ser una mujer con voz pública. La falta de referentes femeninos consolidados en la profesión periodística también dificultaba la trayectoria de las nuevas generaciones, que carecían de modelos visibles y apoyo institucional.
A estas trabas profesionales se sumaban los conflictos personales y familiares, pues muchas mujeres se enfrentaban a la oposición del entorno doméstico, que consideraba impropio que una mujer se dedicara a un oficio público y con notoriedad. La dificultad para compaginar las tareas del hogar con la labor periodística era, asimismo, un lastre adicional.
La censura ideológica, si bien afectaba a todos los periodistas, resultaba especialmente perniciosa para las mujeres, cuyo discurso era más vigilado y susceptible de ser considerado subversivo.
Pese a todo, las pioneras del periodismo femenino, con talento y tenacidad, lograron superar barreras y ganar progresivamente terreno. Su labor no solo abrió puertas, sino que también contribuyó a redefinir el papel de la mujer en la sociedad.
El acceso de la mujer al periodismo: un desafío histórico_
Durante el siglo XIX, muchas mujeres comenzaron a abrirse camino en el mundo del periodismo. Algunas de ellas fueron María Josefa Massanés, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Concepción Arenal, Carolina Coronado, Robustiana de Armiño, Ángela Grassi, Faustina Sáez de Melgar, María del Pilar Sinués, Rosalía de Castro, Joaquina García Balmaseda, Rosario de Acuña y Concepción Gimeno de Flaquer.
Estas autoras usaron la prensa como una herramienta para alzar la voz frente a la desigualdad. Defendieron el acceso de la mujer a la educación, pusieron en duda su supuesta inferioridad y exigieron los mismos derechos cívicos, sociales y políticos que los hombres.
A pesar de las limitaciones que encontraron en sus inicios, poco a poco las mujeres fueron ganando terreno en los medios y ampliando los temas sobre los que escribían. En las primeras décadas del siglo XX, algunas voces femeninas empezaron a destacar con fuerza. Emilia Pardo Bazán, Carmen Eva Nelken y Josefina Carabias, cada una con su estilo y compromiso, jugaron un papel clave en afianzar la presencia de las mujeres en el periodismo español.
La prensa se convirtió, para ellas, en una aliada poderosa: un medio desde el cual impulsar cambios, visibilizar la realidad de las mujeres y generar un debate social que, aunque al principio fue tímido, resultó ser profundamente transformador.
La participación femenina no solo aportó nuevas miradas y formas de contar la realidad, sino que también fue parte fundamental de una lucha más amplia por la igualdad de género.
En este proceso de apertura, que avanzaba despacio pero con paso firme, destaca con especial fuerza la figura de Carmen de Burgos, conocida como “Colombine”. Su llegada al periodismo marcó un antes y un después.
Una vida adelantada a su tiempo_
Carmen de Burgos Seguí nació en Almería el 10 de diciembre de 1867, en el seno de una familia acomodada de clase media. Su padre, vicecónsul de Portugal y terrateniente, les proporcionó una vida holgada. Su infancia transcurrió en Rodalquilar, un pequeño pueblo escondido en un valle de gran belleza, cerca del Cabo de Gata, donde la familia tenía un cortijo. Aquel entorno, tan salvaje como inspirador, dejó una profunda huella en Carmen y más adelante se reflejaría en muchos de sus primeros relatos.
Como era habitual en la época, Carmen creció en una familia numerosa —era la mayor de diez hermanos— y, aunque recibió la misma educación que sus hermanos varones, no pudo escapar del destino que la sociedad de entonces reservaba a las mujeres: casarse y ser madre. Y así fue.
Un matrimonio “ingrato”
Con apenas dieciséis años se casó con Arturo Álvarez, hijo del gobernador de Almería, y se trasladó con él a la capital. Fue una decisión nacida de su espíritu rebelde, pero que pronto se convertiría en una de las experiencias más dolorosas de su vida. Años después, ella misma la recordaría con amargura: “Lo motivó la equivocación más grande de mi vida. Mi rebeldía me llevó a casarme, contra la voluntad paterna”.
El matrimonio resultó un auténtico desencanto. Arturo pronto mostró su verdadera cara: un “señorito juerguista”, ajeno a toda responsabilidad, cuya conducta estuvo marcada por el maltrato y la represión. La maternidad, que parecía prometerle una vida plena, se convirtió en un sendero de dolor. De los cuatro hijos que tuvo, tres murieron —dos de ellos poco después de nacer—. Solo una niña, María de los Dolores, nacida en 1895 cuando la separación ya era inminente, logró sobrevivir. Carmen volcó en ella todo su afecto, convirtiéndola en el centro de su vida y en su mayor refugio emocional.
Fue en medio de esa etapa difícil, aún viviendo en Almería, cuando Carmen se acercó por primera vez al periodismo. Comenzó colaborando en Almería Bufa, un periódico dirigido por su suegro. Aquel discreto inicio en la prensa local sería solo el primer paso de una brillante trayectoria como periodista, escritora y firme defensora de los derechos de la mujer.
El despertar de una vocacion_
Su primer trabajo en el periódico familiar fue como cajista: componía a mano los textos que luego serían impresos. Pero Carmen, siempre inquieta y curiosa, no tardó en dar un paso más. Se atrevió a escribir sus propias crónicas, iniciando así un camino que resultaría decisivo en su vida. Aquel primer contacto con la prensa le permitió vislumbrar una vía distinta, más amplia y liberadora, que rompía con los estrechos márgenes que la sociedad imponía a las mujeres de su tiempo.
Convencida de que la educación era la única llave para abrir la puerta a esa otra vida que tanto deseaba, en 1894 comenzó sus estudios de Magisterio. Al mismo tiempo, fue dando forma a su vocación literaria: escribía cuentos breves, poemas y textos de corte moralista que, años después, reuniría en su primer libro, Ensayos literarios (1900). Aquel fue un inicio discreto, pero lleno de propósito.
En 1901 obtuvo una plaza como profesora en la Escuela Normal de Maestras de Guadalajara. Para entonces, su vida ya había dado un giro valiente y definitivo: desafiando las convenciones y provocando el escándalo entre la buena sociedad almeriense, había abandonado a su marido y se había trasladado a Madrid con su hija María. Una etapa se cerraba. Carmen dejaba atrás un matrimonio marcado por la infelicidad y la violencia, y apostaba por una nueva vida, con su hija como aliada inseparable. Estaba decidida a abrirse paso en el mundo intelectual y periodístico. Y lo logró.
El salto a Madrid: una voz que se abre paso_
Los primeros vínculos de Carmen con el mundo editorial madrileño no surgieron de un día para otro. Años antes de instalarse en la capital, ya había logrado publicar algunos textos en revistas como Madrid Cómico, lo que le permitió comenzar a tejer una red de contactos dentro del ambiente literario y periodístico. Aun así, el verdadero giro llegó cuando, incapaz de adaptarse al ambiente rígido y conservador de Guadalajara, consiguió un traslado en comisión de servicios a Madrid. Fue entonces cuando su auténtica vocación comenzó a tomar forma con claridad.
Ya instalada en la capital, empezó a escribir todo tipo de textos divulgativos: manuales de cocina, consejos de belleza, educación o higiene femenina. Aunque a simple vista pudieran parecer temas menores, esos trabajos le sirvieron para afinar un estilo claro, directo y eficaz, pensado para conectar con un público amplio, especialmente con las lectoras. Pero detrás de esa apariencia práctica se escondía una escritora con aspiraciones mucho más ambiciosas.
El reconocimiento no tardó en llegar. En 1903, Carmen de Burgos hizo historia al convertirse en la primera mujer redactora fija en un periódico español: el recién fundado Diario Universal. Su director, Augusto Suárez de Figueroa, supo ver en ella un talento singular y le confió una columna diaria bajo el título Lecturas para la mujer. Aparentemente dedicada a recetas, consejos domésticos y de belleza, aquella sección pronto se transformó en algo mucho más potente: un espacio desde el que Carmen, con enorme sutileza, introducía ideas feministas, reflexiones sociales y propuestas de cambio sin despertar las alarmas del sector más conservador.
Era, en esencia, un auténtico caballo de Troya. Bajo el formato tradicional, abría ventanas a un nuevo pensamiento, sin renunciar a la cercanía ni al tono directo. Hablaba a las mujeres de su tiempo desde un lugar que les era familiar, pero sembraba en ellas preguntas nuevas, necesarias. Aquel momento fue decisivo: por fin había alcanzado estabilidad profesional en su verdadera pasión, el periodismo, y contaba con una plataforma diaria para hacer oír su voz. Por primera vez —aunque no sería la última— se convertía en pionera.
Fue también entonces cuando adoptó el seudónimo que la haría célebre: Colombine. El nombre evocaba a un personaje ligero, caprichoso y algo frívolo de la comedia del arte italiana. Nada más lejos de su verdadero carácter. Pero precisamente por eso lo eligió: como escudo. Bajo esa apariencia inofensiva, pudo abordar temas de gran calado social y político sin ser señalada de inmediato como subversiva. Una estrategia brillante que, una vez más, dejaba ver su inteligencia, su intuición y su gran talento como comunicadora.
Carmen de Burgos: primera corresponsal de guerra en España_
En 1909, Carmen de Burgos volvió a abrir camino al convertirse en la primera mujer española en ejercer como corresponsal de guerra. Bajo su habitual firma de Colombine, viajó al norte de África para cubrir el conflicto del Rif, que enfrentaba a España con Marruecos. Y no lo hizo desde la distancia: se adentró en las trincheras, vivió el frente en carne propia y lo contó con una mirada tan crítica como humana.
Enviada por El Heraldo de Madrid, no se limitó a repetir partes militares. Visitó campamentos, hospitales de campaña y pueblos arrasados; conversó con soldados, médicos y mujeres locales, y hasta prestó ayuda curando heridos. Su implicación fue total. Su compromiso con los más vulnerables no se detenía ante la pólvora ni el barro. En sus crónicas denunciaba las durísimas condiciones de vida de los reclutas y se convirtió, casi sin proponérselo, en un puente silencioso entre los soldados y sus familias. Sus textos eran cercanos, llenos de compasión, escritos desde la vivencia directa y con una sensibilidad poco habitual en la prensa bélica de la época.
Esa experiencia la dejó también por escrito en una novela breve publicada en El Cuento Semanal, titulada En la guerra. Episodios de Melilla. En sus propias palabras: “He escrito esta novela en el campamento, con el mismo brazo que acababa de curar heridas de verdad… Por eso hay un temblor raro en ella”. No era solo literatura: era testimonio, era vida.
Años más tarde, el destino la llevó de nuevo, casi por azar, a otra guerra. En el verano de 1914, mientras viajaba por el norte de Europa junto a su hija María, estalló la Primera Guerra Mundial. Una vez más, Carmen se convirtió en cronista del conflicto. Desde ciudades golpeadas por la violencia repentina, narró el desconcierto, el miedo y la descomposición de una Europa que se precipitaba al abismo. Sus crónicas, publicadas también en El Heraldo de Madrid, ofrecían una visión lúcida, comprometida y profundamente humana, lejos del triunfalismo y centrada en quienes sufrían las consecuencias reales de la guerra.
A lo largo de su carrera, Carmen de Burgos colaboró con algunas de las cabeceras más importantes del país: ABC, La Esfera, El Mundo, El Heraldo de Madrid. Su nombre llegó a ser sinónimo de rigor, sensibilidad y compromiso social. Ya fuera en un salón literario madrileño o en mitad del campo de batalla, siempre supo mirar donde otros no miraban. Y, sobre todo, supo cómo contarlo.
Carmen y Ramón: amor, traición y legado_
Carmen de Burgos, ya consolidada como figura destacada en el mundo intelectual, desafió las normas de su tiempo creando un espacio propio para el debate y la cultura. Como las tertulias literarias tradicionales estaban vetadas, en la práctica, a las mujeres, decidió convertir su casa en un centro de reunión para artistas, escritores y pensadores. Allí se respiraba libertad creativa y un fuerte sentido de comunidad.
En ese ambiente surgió su relación con Ramón Gómez de la Serna, un joven escritor veinte años menor que ella. A pesar de las habladurías y los prejuicios, compartieron una intensa vida en común marcada por la admiración mutua y la colaboración literaria. Viajaron juntos por Europa, escribieron, publicaron y participaron activamente en la vida cultural madrileña, convirtiéndose en una pareja influyente y respetada dentro del ámbito intelectual.
Sin embargo, en 1929, esa historia se quebró. Carmen descubrió que Ramón había mantenido una breve relación con su hija María durante la preparación de una obra teatral escrita por él. El episodio supuso una profunda herida personal: no solo se rompió el lazo amoroso y creativo con Ramón, sino también la confianza en su propia hija, a quien siempre había considerado su refugio más íntimo.
El impacto emocional fue devastador. Por primera vez, Carmen, la mujer fuerte y luchadora que había enfrentado tantos obstáculos, se sintió vencida. Ramón, tras el escándalo, abandonó Madrid y se trasladó a París, mientras Carmen intentaba recomponerse en silencio, sin dejar que la amargura eclipsara del todo su legado ni su vocación.
A pesar de la traición, el vínculo entre ambos no desapareció por completo. Ramón siguió visitando a Carmen hasta su muerte. La complicidad intelectual, los años compartidos y el respeto mutuo por la obra del otro mantuvieron viva una conexión que, aunque fracturada, nunca terminó del todo. Fue una historia de amor, creación y dolor, tan intensa como compleja.
Una pluma combativa: el divorcio y los derechos civiles_
En enero de 1904, Carmen de Burgos volvió a sacudir las conciencias con una de sus columnas más valientes. Bajo su firma habitual de Colombine, escribió sobre un tema absolutamente tabú en la España de entonces: el divorcio. “Me aseguran que muy pronto se fundará en Madrid un club de matrimonios mal avenidos…”, comenzaba el artículo, en el que proponía debatir abiertamente la posibilidad de una ley que permitiera la disolución del matrimonio en casos de infelicidad o abuso. La propuesta no era solo atrevida; era revolucionaria.
Era la primera vez que alguien hablaba tan claramente sobre el divorcio en la prensa nacional. Y no se quedó ahí: invitó a sus lectores a dar su opinión y pidió expresamente la colaboración de algunas de las figuras intelectuales más destacadas del momento, como Unamuno, Emilia Pardo Bazán, Giner de los Ríos, Pío Baroja o Azorín. Sin embargo, la presión no tardó en llegar. El periódico optó por no publicar las respuestas, temeroso de represalias. Pero Carmen no se dio por vencida: recopiló todos los textos y los publicó ese mismo año en el libro El divorcio en España (1904), una obra pionera en la defensa de los derechos civiles dentro del matrimonio.
La reacción del sector más conservador no se hizo esperar. El Siglo Futuro, un diario carlista y ultracatólico, respondió con ataques personales, burlas y descalificaciones. Pero Carmen, fiel a su carácter directo y combativo, no se quedó de brazos cruzados. Fue hasta la redacción del periódico, abofeteó al redactor jefe y exigió al director una rectificación inmediata. Lo hizo con una advertencia tan firme como inolvidable: “Les dije que si no rectificaba, le iba a esperar a la puerta de la redacción con una zapatilla e iba a correrlo a zapatillazos por la calle”.
Y funcionó. Tal como ella misma contaría más tarde, “no sé si fue temor a que llevase a cabo la amenaza o galantería. Ello es que El Siglo Futuro rectificó en un suelto bastante largo y expresivo para mí”. Con humor y determinación, Carmen no solo defendía sus ideas con la pluma, sino también con presencia, con voz y con actos que se volvieron leyenda.
Aquella escena, casi teatral, confirmó lo que muchos ya sabían: Colombine no era solo una intelectual lúcida y provocadora, sino también una mujer que no se dejaba intimidar. Su defensa del divorcio no fue solo una cuestión teórica: fue un acto de valentía en un país donde alzar la voz —y más aún siendo mujer— tenía un precio alto. Carmen lo pagó, pero nunca se echó atrás.
El feminismo de Carmen de Burgos: teoría y acción_
Carmen de Burgos fue, sin lugar a dudas, una de las grandes pioneras del feminismo en España. Su vida entera estuvo volcada en la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres, y lo hizo desde todos los frentes posibles: desde sus artículos y libros, pero también en conferencias, asociaciones, manifestaciones y, sobre todo, a través de su propia experiencia vital. Defendió el derecho al divorcio, denunció la doble moral de su época, impulsó campañas contra leyes injustas y, ante todo, reivindicó con firmeza una educación igualitaria como base para cualquier transformación social real.
“Soy partidaria de instruir a la mujer y proporcionarle medios para trabajar, como único modo de dignificarla…”, escribió en una de sus muchas columnas. Y no fue solo discurso: Carmen lo demostró con hechos. Se formó, trabajó, creó, opinó y rompió las ataduras que el sistema imponía a las mujeres. Construyó su independencia paso a paso, con conocimiento, determinación y una voluntad que nada pudo doblegar.
Su compromiso feminista se desplegó a muchos niveles. Participó y presidió asociaciones tanto nacionales como internacionales, donde volcó su energía, su voz y el prestigio que había ganado con años de trabajo. En 1921 protagonizó un gesto histórico: lideró, por primera vez en España, una manifestación ante el Congreso de los Diputados para exigir el derecho al voto femenino. Aquella protesta no fue un acto aislado, sino la culminación de años de lucha iniciada desde la prensa en 1906, cuando empezó a escribir sobre el sufragio en sus columnas.
Ese mismo impulso cristalizó en 1927 con La mujer moderna y sus derechos, una de sus obras más ambiciosas. Este libro, de carácter enciclopédico, reunía todo el conocimiento disponible sobre la situación y los derechos de la mujer. Carmen abordaba allí temas como la historia del feminismo, las diferencias de género, la educación, la moda, la religión, el matrimonio o el sufragio, siempre desde una mirada crítica, pedagógica y profundamente comprometida.
La mujer moderna y sus derechos no fue solo un libro: fue una declaración de principios, una guía para el cambio y un legado para las generaciones futuras. Con esta obra, Carmen de Burgos dejó claro que su feminismo no era circunstancial, sino una forma de vida. Gracias a ella, el camino hacia la igualdad se trazó con más fuerza, más claridad y más esperanza.
La Segunda República y el sueño cumplido_
La llegada de la Segunda República, en abril de 1931, fue para Carmen de Burgos un momento de profunda emoción. Aquella mujer que había dedicado su vida a defender los derechos de las mujeres, la justicia social y la libertad, veía cómo muchas de sus luchas comenzaban, al fin, a dar fruto. “Creo que el porvenir nos pertenece. Nuestra maravillosa jornada del 14 de abril así lo hace esperar”, escribió con entusiasmo en las páginas de la revista Mujer.
La nueva Constitución republicana no tardó en dar pasos históricos: legalizó el matrimonio civil, permitió el divorcio y, sobre todo, reconoció el derecho al voto femenino. Era la conquista de un sueño por el que Carmen había peleado durante décadas. Un logro nacido de años de columnas encendidas, conferencias, campañas de sensibilización y una inquebrantable perseverancia ante la indiferencia o la crítica.
Carmen había estado en la vanguardia cuando hablar de igualdad era un desafío, cuando exigir justicia para las mujeres era un gesto casi temerario. Ahora, en 1931, el país por fin empezaba a parecerse a ese ideal que tantas veces había descrito con palabras apasionadas y firmes.
Pero la historia le reservó una tristeza silenciosa: no llegó a ver uno de los hitos más simbólicos de esa transformación. Carmen falleció antes de las elecciones de noviembre de 1933, cuando por primera vez en la historia de España las mujeres acudieron a las urnas.
No obstante, su legado estaba ahí, vivo en cada voto, en cada derecho conquistado, en cada paso hacia una sociedad más justa. Porque Carmen de Burgos no solo fue testigo de un cambio: fue una de sus principales arquitectas.
El olvido franquista y la recuperación de su memoria_
La tarde del 8 de octubre de 1932, Carmen de Burgos acudió, como tantas otras veces, a una cita con el pensamiento y el compromiso. Participaba en una mesa redonda organizada por el Círculo Radical Socialista sobre un tema tan polémico como necesario: la educación sexual. Su objetivo era claro y valiente: desterrar la visión culpable y pecaminosa del sexo impuesta durante siglos por la Iglesia. “En las bodas del futuro —dijo entonces—, al tomarse los dichos, deberá acudir el médico en vez del confesor”.
Durante el acto comenzó a sentirse mal. Entre los asistentes se encontraba su amigo, el doctor Gregorio Marañón, que la atendió de inmediato. Pero no hubo nada que hacer. Horas después, ya en su casa, Carmen de Burgos —la incansable Colombine— fallecía a los 65 años. Hasta el final, se mantuvo fiel a sus convicciones. Según recogió el diario El Sol, pronunció con serenidad sus últimas palabras: “Muero contenta, porque muero republicana. ¡Viva la República!”.
Su muerte llegó apenas un año después de que se proclamara la Segunda República, el régimen que por fin había reconocido muchos de los derechos que ella había defendido con pasión: el matrimonio civil, el divorcio, la educación igualitaria y el voto femenino. Carmen no llegó a ver a las mujeres votar por primera vez en noviembre de 1933, pero su legado estuvo presente en cada una de esas papeletas. Ella había sembrado la semilla.
La República continuó su camino, esperanzado y convulso, hasta que la Guerra Civil lo truncó brutalmente. Carmen no vivió para ver cómo ese sueño se desmoronaba. Su última palabra fue un grito de fe en el futuro, una despedida luminosa de quien supo luchar hasta el final.
Con la llegada del franquismo, su figura fue deliberadamente borrada. Sus libros fueron prohibidos, su nombre eliminado de los manuales escolares y su obra La mujer moderna y sus derechos incluida entre los títulos más censurados. La silenciaron porque era peligrosa: había vivido con libertad, pensado en voz alta y abierto caminos hacia un mundo más justo. Pero la memoria no se borra tan fácilmente. Hoy, Carmen de Burgos vuelve a ocupar el lugar que le corresponde: como pionera del feminismo en España, como escritora valiente, como periodista comprometida y como mujer que vivió como pensaba, sin pedir permiso… y sin dejarse vencer.
Carmen de Burgos hoy: un legado que inspira_
Carmen de Burgos fue, ante todo, una mujer que se negó a resignarse. Vivió con la intensidad de quien sabe que cada palabra puede abrir un camino, que cada paso dado puede sembrar futuro. Su vida estuvo hecha de coraje y contradicciones, de amor, dolor, ideales y rebeldía. Fue madre, amante, amiga, maestra, periodista, activista… pero, sobre todo, fue una mujer que se empeñó en ser ella misma, en una época que no perdonaba a quienes rompían el guion. En un tiempo que castigaba la diferencia, Carmen eligió ser libre.
Hoy, recuperar su figura no es solo un acto de justicia histórica: es también una forma de reconocernos en una cadena de luchas que aún no ha terminado. Su legado no solo nos habla del pasado, sino del presente que habitamos y del futuro que queremos. Caminó antes que todas, y gracias a ella, muchas otras han podido caminar después.
Que su nombre vuelva a ser leído, que su voz se escuche otra vez, es también una manera de decir que hay vidas que, aunque intenten borrarlas, siguen latiendo. Porque Carmen no solo escribió sobre libertad: la vivió, la defendió y la convirtió en ejemplo.
Y aunque el tiempo haya pasado, su lucha aún nos habla al oído. Y nos recuerda que nunca es tarde para seguir abriendo puertas.
“Ocuparse de la educación de la mujer es ocuparse de la regeneración y del progreso de la humanidad”