Duelos y quebrantos
Cervantes y Lope: una calle, dos egos y una rivalidad eterna
Madrid, año del Señor de 1610.
La calle de Francos bulle con el trajín de la mañana. Mercaderes gritan precios, niños descalzos corretean entre los adoquines, y algún que otro perro se escapa de la vigilancia de su amo para robar un mendrugo de pan. Mientras, las comadres del barrio comentan las nuevas. Una en especial corre de boca en boca:
“¿Sabéis que el señor Lope se ha comprado una casa? ¡Con huerto! ¡Con pozo! ¡Con amantes por las esquinas!”
Y efectivamente, ahí viene Lope de Vega, reluciente como una campana en día de fiesta. Acaba de tomar posesión de su flamante morada, un caserón de tres alturas, con patio, jardín, pozo y espacio de sobra para alojar manuscritos, musas y escándalos. Camina con el paso altivo de quien ha sido comparado con Apolo más veces de las que la modestia permitiría, perfumado, impoluto y con la sonrisa de quien cree haber ganado la guerra de Flandes él solo.
Unos pasos más allá, en la calle del León, con el ceño fruncido, la capa raída y el alma entumecida, arrastrando los pies, el cuerpo y la moral, sale de su oscura vivienda Miguel de Cervantes, sumido en pensamientos que oscilan entre la inmortalidad literaria y la necesidad urgente de llevarse algo a la boca. Su casa es… un cuchitril alquilado, generoso en goteras, acogedor para los ratones y estratégicamente colocado al lado de la letrina comunal.
Cada uno va a lo suyo, pero de pronto, al doblar la esquina… ¡PAM!
El destino es un dramaturgo con muy mala leche, los hace chocarse como dos carneros en celo. Unos papeles vuelan, una pluma cae, un "¡Cuerpo de Cristo!" se oye entre dientes…
—¡Por San Isidro, Miguel, fíjate por dónde andas! —exclama Lope, sacudiéndose la capa como si Cervantes le hubiera contagiado la pobreza con el roce—. ¿Es que además de manco eres ciego?
—¡Mil disculpas Lope! Vuestra fama ocupó todo el horizonte y me cegó momentáneamente. —responde Cervantes con teatral ironía.
Lope se ríe con esa mezcla de suficiencia y perfume de clavo que lo caracteriza.
—Ay, Miguel… siempre tan gracioso. Lástima que el humor no pague el alquiler.
Cervantes recoge sus papeles y le lanza una mirada como de duelista cansado.
—Y tú, siempre tan perfumado. Lástima que el incienso no disimule el tufo a hipocresía. ¿Nueva casa?
Lope infla el pecho como si en ese momento el escudo de los Vega se proyectara en el cielo.
—Sí, mi “casilla”. Un hogar humilde, claro. Tres plantas, patio interior, huerto con laureles —lo dice mirando al horizonte, como si ya fuera parte de su leyenda—. Un rincón donde la musa entra por la puerta principal… y mis devotas por la trasera.
Cervantes parpadea y ladea la cabeza.
—¡Ah, sí! He oído hablar de ella… La Casilla del Fénix. Aunque con tantas mujeres entrando y saliendo, me sorprende que no la llamen La Mancebía del Ingenio.
Lope, sin inmutarse, le da una palmada en la espalda.
—Las damas tienen buen gusto, Miguel. Prefieren una casa con flores a una con cuentas sin pagar—. Se encoge de hombros, generoso en la crueldad.—Haber escrito teatro, amigo. El público paga por risas, no por melancolías de caballeros andantes enloquecidos.
CERVANTES (en verso, con gesto de amargura):
“Tú vendes lo que aplauden aunque no tenga sustancia,
yo escribo lo que queda, aunque no dé ganancia”.
LOPE (en verso, disfrutando del pique):
“Te admiro, Miguel, por tu honesto afán,
aunque te falten dientes… y también pan.”
Un silencio. Cervantes aprieta la mandíbula, o lo que queda de ella.
—Mejor pocos dientes que la conciencia manchada.
—A ti te sobran principios Miguel… pero te falta público.
—Y a ti te sobran amantes, hijos ilegítimos y elogios comprados.
Lope sonríe como quien acepta un halago.
—Cada cual conquista lo que puede, Miguel. Tú conquistas molinos de viento… yo cortesanas.
—Y la Inquisición, si no te andas con ojo.
Lope se echa a reír, disfrutando del fuego cruzado.
—¡Ah, Miguel! Siempre con la lengua lista para la estocada.
—Y tú, siempre con la sotana presta para quitártela a la menor tentación.
—No blasfemes, mentecato.
—¿Blasfemia? No más que la tuya, cuando predicas el amor divino mientras persigues faldas como si fueran comedias de tres actos.
Lope suspira con fingida tristeza.
—Lo que pasa, Miguel, es que la envidia te consume. Mientras yo disfruto del teatro y de los aplausos, tú te consuelas con los libros polvorientos y el reconocimiento póstumo.
Cervantes sonríe con astucia.
—Ah, sí… esos mismos aplausos que algún día cesarán. Porque el tiempo, mi querido Lope, es un crítico cruel. Mi Quijote vivirá eternamente, más allá de los corrales de comedia.
—Miguel, solo disfruto del éxito. El que, me temo, no visitó tu puerta más que para preguntar por la dirección de otro. ¿De qué sirve la eternidad si no te da para un plato de sopa caliente hoy?
CERVANTES (en verso, con media sonrisa):
“Cuando el telón baje y callen las risas,
verán quién fue oro y quién solo ceniza.”
LOPE (en verso, con una sonrisa socarrona):
"Miguel, con tu pluma de eternidad confiado,
quizás el mundo te lea… pero jamás te habrá aclamado.”
—Sí, Fénix… pero en cien años, ya veremos quién sigue aquí.
Lope se sacude las solapas y ajusta su sombrero.
—Bueno, Miguel, ha sido un placer… aunque no tan grande como el de verte marchar.
Cervantes sonríe.
—Por supuesto, Lope. Que sigáis brillando… al menos hasta que el tiempo os apague la lámpara.
Y con una leve inclinación de cabeza, cojeando, sigue su camino.
Lope lo observa alejarse y, sin poder evitarlo, sonríe de lado.
—Viejo testarudo… pero qué buena pluma.
Y se marcha también, dejando tras de sí su fragancia de gloria y vanidad.
“De poetas, muchos están en ciernes para el año que viene; pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote”