Sin despeinarse
Peluquería moderna: más de un siglo peinando Madrid
¿Pensabas que tu corte de pelo era innovador y arriesgado? ¿Presumías de que tus cambios de look te habían convertido en un hombre moderno? Pues debes saber que, probablemente, tu peinado no sea tan original y rompedor como pensabas… y es que, la mayor parte de los peinados y barbas que lucimos actualmente los hombres, derivan de uno de los momentos históricos con mayor repercusión en la estética masculina madrileña: el Romanticismo.
El cabello y su peinado, aunque distintivo de cada persona, ha tenido a lo largo de la historia una importante carga sociocultural, acorde a diferentes corrientes o grupos sociales diferentes en épocas o momentos determinados de nuestra historia.
Nuestro peinado no solo ha cambiado en función de la época, sino que se convirtió en la demostración estética de la diferencia de clases y un claro símbolo de poder y estatus, especialmente entre los siglos XVIII y XIX.
Mientras el siglo XVIII había sido el siglo de la ostentación por influencia Borbónica, en el que las formas de vestir y los estilos de peinado de la gente nunca habían sido tan suntuosos, elaborados y artificiales, el siglo XIX se caracterizó por la elegancia y la delicadeza.
Con la nueva dinastía Borbón en el trono, a lo largo del siglo XVIII la Corte madrileña se convirtió en una exhibición de peinados a cuál más extravagante… hasta el punto de que lo que no podía lograrse con el cabello natural, se alcanzaba con las pelucas.
Obviamente, las élites no se peinaban como las clases populares, y un acto de día y otro de noche requerían un tratamiento diferente. La ostentación de algunos diseños de pelucas del siglo XVIII fue tal que se hicieron necesarios los servicios de expertos peluqueros privados y diseñadores de pelucas, que visitaban a sus selectos clientes en sus mansiones.
Sin embargo, a raíz del estallido de la Revolución Francesa, fue la propia aristocracia la que abandonó los exagerados peinados como muestra de ruptura con el Antiguo Régimen y, especialmente, como recurso para evitar la tan temida guillotina.
En los últimos años del siglo XVIII la moda había cambiado en toda Europa y el Romanticismo ya anunciaba un estilo completamente diferente, demostrando que el cabello podía convertirse en la expresión exterior del pensamiento individual.
A lo largo del siglo XIX surgieron nuevos órdenes sociales; además del clero y la nobleza, nació en España una pujante burguesía de nuevos ricos que habían hecho fortuna, consiguiendo posicionarse entre las más altas esferas sociales y políticas, copadas por la aristocracia.
Esta nueva burguesía estaba compuesta, en gran parte, por los exiliados que en 1820 pudieron regresar a España tras haber escapado, acusados de afrancesados, ocho años antes. Muchos de ellos volvían a nuestro país desde París y Londres, incorporando las nuevas costumbres sociales europeas que tendrían su reflejo en la moda española. Entre todas ellas el peinado ocuparía un lugar destacado.
Los nuevos burgueses madrileños tendieron a una mayor simplificación del peinado, con formas más suaves ya que, a diferencia del peinado femenino, el masculino no era considerado como un elemento de belleza sino como un atributo para la construcción de la imagen personal del hombre romántico, que le imprimía carácter y subrayaba su individualidad.
A partir de los años 30 del siglo XIX se fue configurando una nueva imagen masculina en Madrid, un cuidado por la apariencia a la que contribuyeron los novedosos gimnasios, la moda y el peinado.
Indumentaria y arreglo del cabello irían de la mano hasta el punto de que determinadas vestimentas se asociarían a un tipo u otro de peinado masculino.
Así, el peinado del madrileño burgués en la primera mitad del siglo será desordenado, seco, sin productos artificiales, sin ostentación… una expresión del sentido de libertad individual y una sugestión de no pertenencia a nada uniformado, de la misma manera que el vestuario masculino se tornó oscuro, sobrio y sencillo.
Esta nueva imagen masculina, elegante y refinada, de inspiración británica, se basaría en figuras legendarias como George Bryan Brummel, “el bello Brummel”, icono del “dandy” británico por excelencia y referente de las nuevas tendencias estilísticas en toda Europa.
La figura del “dandy” tuvo su derivación madrileña en las figuras del “pisaverdes” y el “lechuguino”, términos despectivos con los que, en el Madrid del siglo XIX, se designaba a aquellos jóvenes románticos que, influenciados por las corrientes estéticas del momento, mostraron una imagen muy cuidada.
Desde 1840 y hasta aproximadamente 1865, los hombres usaron el cabello más o menos largo, aparentemente desordenado y peinado hacia el rostro, en un estilo denominado “golpe de viento”.
En cuanto al vello facial, en este momento se generalizó el uso de bigote, patillas y barba, cuyas combinaciones dieron lugar a un sinfín de posibilidades.
Las grandes patillas poco a poco fueron alargándose hasta formar la llamada “sotabarba”, es decir, una barba por debajo de la barbilla. En ocasiones se combinó con la “mosca”, un pequeño haz de pelo que se formaba bajo la comisura de la boca.
Poco a poco se incorporaron a la estética del hombre romántico el tupé piramidal, las barbas en punta y los bigotes, estos últimos por influencia de la esfera militar, imprimiendo carácter a los rostros de los jóvenes románticos madrileños. Tanto es así que hacia los años 50 los bigotes comenzaron a crecer por inspiración de Napoleón III, hasta llegar al extremo del bigote apuntado: el destacado bigote imperial.
Los caballeros usaban distintos tipos de ceras y aceites para mantener las complejas formas de sus mostachos, incluso armazones que se ponían durante la noche para mantener sus estructuras.
A lo largo del Romanticismo el retrato vivió un verdadero auge, con pintores tan destacados como Federico de Madrazo, dejando así de estar restringida esta práctica únicamente a la aristocracia y nobleza, y pasando a reflejar la nueva burguesía madrileña, para cuyos miembros el cuidado de la imagen se volvió esencial.
Para tener la categoría de quedar inmortalizado, un buen romántico tenía que presumir de cabello, y si no lo tenía, siempre podía recurrir a los postizos, de pelo natural, de crin de caballo, de seda o incluso de lana.
Hacia el final del siglo XIX, la estética romántica fue poco a poco desapareciendo y muchos hombres se inclinaron por llevar sus rostros completamente afeitados y el cabello corto y fijado.
De todos los productos usados para fijar el cabello, el más popular fue sin duda el denominado “aceite de macasar”. Fue tan extendida esta costumbre entre los madrileños de finales de siglo que en los locales se acostumbraba a poner en el respaldo de las sillas o sillones una protección "anti-macasar", un pedazo de tela que absorbía las manchas de aceite que dejaban a su paso.
En el siglo XIX el pelo tuvo, además de una función estética, otra emocional, como objeto de recuerdo.
El cabello como recuerdo era una tendencia que venía de atrás, pero que alcanzó su esplendor en este siglo, en el que guardar mechones de pelo de los seres queridos se convirtió en algo habitual.
Estuvo muy extendida la práctica de conservar mechones de los allegados, del amigo o amiga, del ser amado o incluso del ser querido que fallecía, como único recuerdo físico que dejaban los que ya se habían ido.
Incluso llegó a diseñarse un objeto para guardar estos cabellos denominado guardapelo, en forma de pequeñas cajas o joyeros, que permitía portar la memoria y el tacto de los seres queridos.
Además, las cualidades materiales del cabello permitieron realizar distintas labores más allá del guardapelo, en composiciones artísticas muy elaboradas en forma de pulseras, brazaletes, sortijas, lencería, pañuelos, cinturones e incluso pequeños cuadros.
El Museo del Romanticismo de Madrid, por ejemplo, conserva entre sus colecciones un mechón de pelo de Mariano José de Larra junto con una nota de su esposa, Josefa Wetoret, fechada en 1830, que dice: "Pelo de mi Mariano".
Las peluquerías se generalizaron en Madrid a finales del siglo XIX, como establecimientos destinados al público burgués ya que, hasta entonces, el trabajo diario de arreglar su pelo recaía en el servicio doméstico.
La más antigua de las conservadas actualmente en la capital es esta Peluquería Barbería Moderna, fundada originalmente en la Calle de Jorge Juan en el año 1881 por Joaquín María de Brito tras obtener la licencia para trabajar como sacamuelas, barbero y sanguijuelero.
Allí trabajó hasta que unas fiebres tifoideas asolaron el primer local, acabando con la vida de su mujer y obligando a la familia a instalarse en un nuevo domicilio en 1909, este número 121 de la calle Alcalá, donde aún permanece.
Este nuevo establecimiento pronto se hizo famoso en todo Madrid, además de por la buena fama con la navaja y la tijera, porque se convirtió en lugar de encuentro y de tertulia taurina, gracias a la familia de toreros Bienvenida, clientes asiduos, que vivían muy cerca.
Por sus asientos también pasaron personalidades de la época como Alejandro Lerroux, presidente del gobierno, el filósofo José Ortega y Gasset o el poeta Federico García Lorca, cuyo domicilio se encontraba a escasos 200 metros de la peluquería, y que acudía asiduamente a “la Moderna” a afeitarse y a realizarse fricciones de colonia con paños calientes.
Aunque hoy, más de ciento cuarenta años después de su apertura, la vida y las costumbres en Madrid han cambiado mucho, todavía hay quien mantiene la costumbre de afeitarse en esta barbería centenaria, cuyo mobiliario de época nos invita a un viaje al pasado, como sus sillones, su caja registradora o las vitrinas, repletas de colonias antiguas.
Como vemos, el cabello y su peinado tienen, además de un evidente componente estético, una conexión con la sociedad y la cultura de cada época, de sus gustos, costumbres y modas… esas que, sin ser conscientes, y después de siglos, aún hoy mantenemos en forma de bigotes, barbas y melenas.