Las chicas de Oro
María de Zayas: por la dignidad de la mujer en el Siglo de Oro
Imagina por un momento que participas en un concurso televisivo y te enfrentas a la última pregunta, aquella que te separa del ansiado premio final: ¿Podrías nombrar a cinco autores del Siglo de Oro español? Una sensación de tranquilidad recorre tu cuerpo, porque sin pensarlo dos veces, eres capaz de recitar de corrido a Miguel de Cervantes, Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, Tirso de Molina, Ruiz de Alarcón, Baltasar Gracián o Calderón de la Barca… ¡nada menos que ocho nombres ilustres!
Pero ahora imagina que la pregunta sufre una ligera variación: ¿Podrías nombrar a cinco mujeres, autoras de nuestro Siglo de Oro? De pronto, el sudor comienza a deslizarse por tu frente. No te esfuerces demasiado… porque, aun recurriendo al comodín de la llamada, lo más probable es que no logres recordar más de dos mujeres escritoras del siglo XVI o XVII. Al menos, ese es mi caso: Santa Teresa de Jesús y Sor Juana Inés de la Cruz.
En nuestra defensa, cabe decir que no toda la responsabilidad recae sobre nosotros. A pesar del profundo estudio que se ha dedicado al Siglo de Oro de las letras españolas y de la extensa investigación sobre la vida y obra de sus célebres escritores varones, lo cierto es que el sistema educativo ha relegado históricamente a un segundo plano la figura de las mujeres que también participaron en este esplendor cultural. Sin embargo, aunque silenciadas o ignoradas por la historiografía tradicional, existieron autoras que escribieron, publicaron y desafiaron las convenciones de su tiempo en una de las etapas de mayor brillo artístico de nuestra historia. Eso sí, su camino estuvo repleto de obstáculos, prejuicios y barreras que hicieron aún más admirable su valentía y su legado.
El Siglo de Oro: una era gloriosa… para los hombres_
Cuando hablamos del Siglo de Oro español, nos referimos a ese extenso y brillante periodo que se extiende desde 1492 —año emblemático por la conquista de América y la publicación de la Gramática castellana de Antonio de Nebrija— hasta 1691, fecha que marca el ocaso simbólico de esta era con la firma del Tratado de los Pirineos entre España y Francia, y con la muerte de Calderón de la Barca, considerado el último gran dramaturgo del periodo. Fueron casi dos siglos en los que España vivió una explosión sin precedentes de creatividad artística y literaria, cuyos ecos aún resuenan en la cultura universal. Sin embargo, este esplendor se construyó, en gran medida, sobre los nombres de hombres.
Durante buena parte de este tiempo, especialmente antes de 1600, las voces femeninas apenas lograron abrirse paso en el panorama literario. Las mujeres escritoras existían, pero rara vez lograban publicar, y mucho menos obtener reconocimiento. No obstante, a partir del siglo XVII, comenzó a vislumbrarse un tímido pero significativo aumento en la producción literaria de autoras. Aunque seguían escribiendo desde una posición marginal, sus obras comenzaron a circular, y muchas de ellas fueron, sorprendentemente, muy leídas y valoradas por sus contemporáneos.
Entre todas ellas destaca con luz propia María de Zayas y Sotomayor, nacida en Madrid, quien no solo logró publicar sus obras —algo ya excepcional en sí mismo para una mujer de su época—, sino que alcanzó un notable prestigio en vida. Fue considerada la escritora más reconocida de su tiempo y una firme defensora de la dignidad y la inteligencia de las mujeres, convirtiéndose en una voz singular y poderosa en un entorno esencialmente masculino.
La mujer en el Siglo de Oro: normas, moral y silencio_
Para comprender en profundidad la obra de María de Zayas, resulta imprescindible situarse en el contexto histórico que moldeó su pensamiento y su pluma. La España en la que vivió era un país que oscilaba entre el esplendor imperial y una decadencia progresiva, disimulada bajo un velo de fervor religioso exacerbado. La sociedad de la época estaba profundamente imbuida por una moral católica rígida, alimentada por los ideales contrarreformistas y por una estructura patriarcal que relegaba a la mujer a los márgenes del discurso público y cultural.
Si bien el siglo XVI trajo consigo ciertos avances en la consideración social de la mujer —particularmente entre las clases altas, donde algunas damas podían acceder a cierta formación intelectual—, estos logros fueron pronto sofocados por el impacto del Concilio de Trento (1563). Esta asamblea eclesiástica no solo reafirmó los dogmas centrales del catolicismo frente a la Reforma protestante, sino que también consolidó un sistema jurídico-teológico-ideológico que restringía severamente el papel femenino en la sociedad. Bajo esta nueva doctrina, la mujer solo encontraba aceptación y legitimidad en dos caminos: el matrimonio o el encierro conventual.
Aunque, en teoría, el Concilio definía el matrimonio como un contrato mutuo, una suerte de obligación recíproca en la que ambos cónyuges se “pagaban” con sus cuerpos, la realidad era bastante más asimétrica. En la práctica, las exigencias morales y legales recaían con mucho mayor peso sobre las mujeres. La infidelidad femenina, por ejemplo, no solo era más duramente sancionada, sino que se consideraba un atentado al honor familiar, con consecuencias sociales y legales desproporcionadas frente a la misma falta cometida por el varón.
Este entorno opresivo, donde la voz femenina apenas podía alzarse sin ser silenciada, es el que María de Zayas desafió con coraje y lucidez. Su obra se levanta como un testimonio crítico y valiente de una época que negaba a las mujeres su plena humanidad, y desde sus páginas surge una defensa apasionada de la inteligencia, la dignidad y la libertad femeninas.
“La perfecta casada” y el ideal femenino_
Las ideas misóginas estaban tan profundamente arraigadas en la mentalidad del Siglo de Oro que no solo eran aceptadas como verdades incuestionables, sino que fueron sistematizadas y difundidas en tratados morales destinados a perpetuar el modelo patriarcal. Uno de los textos más influyentes en este sentido fue La perfecta casada, escrito por Fray Luis de León en 1583. Esta obra se convirtió, durante generaciones, en un manual de referencia para la educación de las mujeres dentro del ideal cristiano de sumisión, virtud y obediencia.
A lo largo de sus capítulos, el autor traza el perfil de la mujer ideal, moldeada a imagen de la Virgen María: casta, silenciosa, humilde y dedicada por entero al ámbito doméstico. Bajo este prisma, el matrimonio no era una relación entre iguales, sino una institución en la que la esposa debía obedecer sin cuestionamientos y someterse a la autoridad de su marido como expresión de su virtud cristiana.
La mujer era concebida como un ser voluble, débil por naturaleza y, por tanto, necesitado de vigilancia y control. Esta visión, lejos de diluirse con el tiempo, se intensificó durante el siglo XVII, cuando la exaltación del honor masculino y el temor al “desorden femenino” consolidaron una actitud cada vez más restrictiva y represiva hacia las mujeres. La desconfianza en su juicio, su palabra y su libertad se convirtió en norma, y la literatura, la moral y la legislación trabajaron al unísono para sostener esta estructura.
En este contexto asfixiante, resulta aún más significativo el papel de María de Zayas, quien no solo se atrevió a escribir, sino que lo hizo para cuestionar abiertamente estas convenciones y denunciar las injusticias que sufrían las mujeres en nombre del honor, la religión o la virtud.
Honra, obediencia y represión: el peso del patriarcado_
El papel social de la mujer en el Siglo de Oro estaba profundamente condicionado por una visión de desconfianza y vigilancia constante. Sobre sus hombros recaía una de las responsabilidades más delicadas y cruciales de la época: la salvaguarda de la honra familiar, considerada la piedra angular de la reputación y el estatus social, especialmente entre las clases altas.
La noción de honra, entendida como el bien moral más preciado, era patrimonio exclusivo de la nobleza y la alta burguesía. Se creía que las clases populares carecían de este capital simbólico, por lo que el concepto no se aplicaba a ellas con la misma intensidad. En cambio, para las familias nobles, la honra lo era todo: un valor abstracto que podía ganarse o perderse por actos tan invisibles como una mirada, un rumor o una sospecha. Y, paradójicamente, ese tesoro intangible dependía en gran medida del comportamiento de las mujeres.
La vigilancia de esa honra era tarea del padre, del hermano o del esposo, quienes asumían el deber de controlar la conducta femenina. Esta tutela se ejercía con un celo extremo, que a menudo derivaba en el confinamiento de las hijas y esposas dentro del hogar. Se temía que la mujer, por su supuesta debilidad moral y facilidad para el extravío, pusiera en peligro la dignidad de toda la estirpe. De ahí la obsesión por vigilarla, educarla en el recato y, llegado el caso, castigarla con severidad si se desviaba del camino marcado por la moral patriarcal.
Una muestra elocuente de esta mentalidad la ofrece Fray Luis de León en La perfecta casada, cuando afirma:
“La honestidad es como el ser y la substancia de la casada; porque, si no tiene esto, no es ya mujer, sino alevosa ramera y vilísimo cieno, y basura lo más hedionda de todas y la más despreciada”.
Este fragmento no solo revela el tono cruel e inflexible de los discursos de la época, sino también el peso que se le atribuía a la pureza femenina como medida del valor de una mujer. En ese contexto, el más leve desliz —real o imaginado— podía arruinar para siempre la vida de una joven, y por extensión, la de toda su familia.
Frente a esta estructura opresiva y deshumanizante, María de Zayas levantó su voz y su pluma, denunciando con lucidez y valentía el doble rasero, la hipocresía moral y la violencia simbólica y física ejercida contra las mujeres bajo el pretexto del honor.
La mujer “virtuosa” en el Siglo de Oro_
En el Siglo de Oro, las escasas ocasiones en que una mujer podía abandonar el ámbito doméstico estaban estrictamente reguladas por normas sociales y morales que limitaban su libertad de movimiento y expresión. Cuando una dama salía a la calle, lo hacía generalmente escoltada por un séquito de vigilantes —sirvientes, familiares o doncellas— encargados de preservar su honor y asegurarse de que su integridad no se viera comprometida por ninguna mirada indebida o comportamiento inapropiado.
En el espacio público, el cuerpo femenino debía permanecer casi completamente oculto. Solo se permitía mostrar el rostro, las manos y una pequeña parte del cuello. Incluso los pies debían ir cubiertos, pues el recato y la castidad no solo se asumían como virtudes esenciales en la mujer, sino que se expresaban simbólicamente a través del ocultamiento del cuerpo. La decencia se medía, en gran parte, por la sobriedad en el vestir y la modestia en los gestos, como si la virtud femenina residiera en su invisibilidad.
Ni que decir tiene que los rostros de estas mujeres debían permanecer libres de maquillaje, afeites o adornos. Cualquier intento de embellecimiento podía interpretarse como una invitación al deseo masculino o como un signo de vanidad, y por tanto, de desviación moral. La mujer “virtuosa” debía presentarse al mundo con austeridad, naturalidad y humildad, según los cánones promovidos por la doctrina cristiana de la época.
Así lo expresa Fray Luis de León en La perfecta casada, donde ofrece incluso instrucciones sobre la higiene femenina, elevándola a un acto casi espiritual:
“Éste, pues, sea su verdadero aderezo (...) Tiendan las manos, y reciban en ellas el agua sacada de la tinaja, (...) llévenla al rostro (...) y hasta que todo el rostro quede limpio no cesen; y después, dejando el agua, límpiense con paño áspero, y queden así más hermosas que el sol”.
En este fragmento, la belleza se asocia no al artificio, sino a la pureza, al sufrimiento y a la renuncia del placer estético. La mujer debía ser hermosa a pesar de sí misma, sin buscarlo ni celebrarlo. La virtud, entonces, no solo residía en lo que hacía, sino también —y sobre todo— en lo que decidía no mostrar.
Esta idealización opresiva es una de las tantas estructuras que María de Zayas se propuso subvertir, al retratar en sus obras mujeres con voz, deseo, inteligencia y capacidad de acción, desafiando la pasividad decorosa que se les imponía como modelo.
La mujer noble en el Siglo de Oro: una vida limitada al hogar_
En el Siglo de Oro, la vida de la mujer noble estaba cuidadosamente delimitada por el espacio doméstico, único ámbito considerado digno y adecuado para su presencia. El hogar no solo era su lugar de residencia, sino su universo entero, su prisión dorada. Allí debía criar a los hijos, encargarse de las tareas domésticas y cultivar en silencio las virtudes que se esperaban de ella: castidad, obediencia, recogimiento y una piedad casi monástica.
Su mundo era interior, estático y vigilado. Toda actividad femenina debía girar en torno al cuidado del marido, la educación de los hijos y la devoción religiosa. El ocio, el arte, la conversación o el simple deseo de mirar más allá de los muros del hogar eran sospechosos, cuando no directamente condenables.
Incluso se llegó a poner en duda la moralidad de aquellas mujeres conocidas despectivamente como “ventaneras” —término cargado de censura moral—, que se atrevían a asomarse a la ventana o a apoyar distraídamente el brazo en el alféizar, en un intento por conectar, aunque fuese fugazmente, con la vida exterior que les estaba vetada. Ese simple gesto era visto como una señal de indisciplina, coquetería o deseo de transgredir los límites impuestos por la virtud.
Esta concepción del encierro como destino natural de la mujer queda claramente expresada en las palabras de Fray Luis de León, de nuevo, en La perfecta casada:
“Su andar ha de ser en su casa (...), por eso no ha de andar fuera nunca, y que, porque sus pies son para rodear sus rincones, entienda que no los tiene para rodear los campos y las calles...”
Esta visión del cuerpo femenino como algo que debía permanecer recluido, tanto en el espacio físico como en el simbólico, revela hasta qué punto la mujer era considerada propiedad privada del hogar y del honor familiar. Sus pies, su mirada, su voz y su pensamiento estaban sujetos a la vigilancia constante del orden patriarcal.
Ante este escenario asfixiante, el confinamiento físico y moral de las mujeres, María de Zayas les otorgó, a través de sus textos, una salida simbólica: la posibilidad de narrar, de pensar y de existir más allá de los límites de su casa.
Dependencia económica forzosa del hombre_
La marginación de la mujer en el Siglo de Oro no se limitaba al ámbito simbólico o moral: también se extendía al terreno laboral y económico, consolidando un modelo de dependencia que anulaba su autonomía. A partir del siglo XVII, el trabajo remunerado por parte de mujeres nobles comenzó a considerarse no solo inapropiado, sino directamente deshonroso e infamante. Una dama que trabajara fuera del hogar ponía en entredicho no solo su virtud, sino también la solvencia y el honor de su familia.
Paradójicamente, esa misma mujer seguía siendo responsable de múltiples tareas dentro del entorno doméstico: debía gestionar la casa, atender a los hijos, servir al marido y mantener el orden cotidiano. Sin embargo, estas labores, esenciales para el sostenimiento del hogar, no eran reconocidas como “trabajo” en el sentido económico del término. No generaban ingresos, no otorgaban prestigio, y por tanto, tampoco garantizaban independencia. El resultado era una mujer completamente subordinada al sustento masculino, atrapada en un sistema que exigía de ella entrega constante sin retribución alguna.
Mientras tanto, el hombre disfrutaba de acceso al espacio público, donde podía desarrollarse en lo educativo, lo político, lo económico o incluso lo militar. Ese mundo exterior le ofrecía reconocimiento, poder y movilidad ascendente. La mujer, en cambio, quedaba confinada a un rol pasivo y decorativo dentro del hogar, reducida a ser guardiana del ámbito privado, sin voz ni presencia en los escenarios donde se decidía el destino del mundo.
Al haber sido desplazada de cualquier función activa y productiva en la vida social, la mujer del Siglo de Oro se convirtió en un ser dependiente, aislado y progresivamente depreciado. Su valor se vinculaba exclusivamente a su capacidad de obediencia, castidad y servicio doméstico, convirtiéndola en un ente invisible en términos de agencia y relevancia pública.
María de Zayas alzó su voz para denunciar no solo la injusticia de esta estructura, sino también sus consecuencias psicológicas, morales y sociales. En sus obras, las mujeres reclaman independencia, critican la opresión y exigen reconocimiento. Es, quizás, una de las primeras autoras en advertir que sin autonomía económica, tampoco puede existir verdadera libertad.
La “ignorancia enseñada”: la estigmatización del saber femenino_
En el ideario cristiano del Siglo de Oro, el silencio era exaltado como una de las más altas virtudes femeninas, en sintonía con la imagen idealizada de la Virgen María: sumisa, discreta, silenciosa. Callar no solo era deseable, sino obligatorio. El silencio no se consideraba una cualidad, sino una exigencia moral.
Fray Luis de León lo expresa con crudeza:
“Es justo que se precien de callar todas (...) porque en todas es, no sólo condición agradable, sino virtud debida, el silencio y el hablar poco. (...) Porque, así como la naturaleza (...) hizo a las mujeres para que encerradas guardasen la casa, así las obligó a que cerrasen la boca”. La perfecta casada
La palabra femenina —ya fuera hablada o escrita— era vista con recelo, cuando no con abierta hostilidad. En este contexto, el acceso de la mujer al conocimiento se encontraba fuertemente restringido. No solo se le negaba el derecho a aprender y a expresarse, sino que se la instruía activamente en la ignorancia. Lo que recibía no era verdadera educación, sino una “ignorancia enseñada”: una forma de domesticación intelectual que le permitía apenas desenvolverse en las tareas domésticas o, en el mejor de los casos, encargarse de la educación elemental de sus hijos.
La mujer no solo carecía de referentes femeninos cultivadas en los que apoyarse, sino que su acceso a la cultura estaba regulado por una vigilancia masculina constante. Si se le permitía aprender a leer —lo cual ya era un privilegio—, debía hacerse bajo condiciones estrictas. La lectura se justificaba únicamente por su utilidad espiritual: leer la Biblia, meditar las vidas de los santos o copiar oraciones. En cualquier caso, un hombre debía ejercer control sobre los textos a los que la mujer accedía: el confesor, si era monja; el esposo, si era casada.
La escritura, por su parte, se consideraba aún más peligrosa. Escribir implicaba pensar, crear, reflexionar; era un acto de expresión propia, de afirmación del yo. Y en una sociedad patriarcal, no había mayor amenaza que una mujer con voz propia.
Así lo sentencia sin rodeos Fray Luis de León:
“Así como a la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultades, sino para un solo oficio simple y doméstico, así les limitó el entender, y por consiguiente, les tasó las palabras y las razones”.
En este marco de silenciamiento y negación de la inteligencia femenina, María de Zayas resplandece como una auténtica transgresora. No solo aprendió a leer y a escribir, sino que lo hizo para denunciar esta exclusión sistemática y exigir, desde la literatura, el derecho de las mujeres a la palabra, al pensamiento y al conocimiento.
Mujeres separadas del aprendizaje y la cultura_
En ausencia de un sistema educativo reglado y universal, la posibilidad de que una mujer accediera a la lectura en la España del Siglo de Oro dependía enteramente de la voluntad de su padre o de su marido. Solo si este lo consideraba útil —por ejemplo, para asistir en ciertas labores administrativas del hogar o gestionar los asuntos domésticos—, se permitía que ella recibiera una instrucción básica. El conocimiento era una concesión, no un derecho.
El aprendizaje de la escritura, sin embargo, estaba aún más restringido. Enseñar a una mujer a escribir implicaba dotarla de una herramienta poderosa: la capacidad de fijar por escrito sus pensamientos, inquietudes o experiencias, es decir, de perpetuarlos más allá del momento fugaz de la palabra hablada. Y esa posibilidad era percibida como una amenaza para el orden patriarcal. La escritura otorgaba memoria, presencia y proyección, tres dimensiones que se querían negadas a la mujer.
Desde la invención de la imprenta en 1440 hasta bien entrado el siglo XVII, las cifras de alfabetización femenina en España fueron abrumadoramente bajas. En función de la región, el índice de mujeres que sabían leer y escribir oscilaba entre un 0% y un 6%. Esta limitación no era casual, sino estructural: una estrategia que contribuía a mantener a las mujeres fuera de los circuitos del pensamiento, la creación y el poder simbólico.
La consecuencia era devastadora. Al quedar excluidas del aprendizaje y del acceso a la cultura, las mujeres veían anuladas sus posibilidades de independencia personal, desarrollo intelectual e iniciativa vital. No podían narrarse a sí mismas, ni tampoco dejar testimonio de su existencia más allá del entorno familiar. Eran, en esencia, presencias silenciadas en la historia.
En este desierto de voces femeninas, la figura de María de Zayas irrumpe como un acto de resistencia radical. No solo aprendió a leer y a escribir, sino que se atrevió a publicar, a opinar, a denunciar y a imaginar mundos donde las mujeres pensaban, hablaban y decidían. Su escritura no fue solo un ejercicio literario, sino un manifiesto contra la ignorancia impuesta, una reivindicación de la cultura como espacio legítimo también para las mujeres.
El convento como refugio cultural_
A pesar de los innumerables obstáculos sociales, legales y culturales que se interponían en su camino, algunas mujeres del siglo XVI y XVII se negaron a aceptar sin más el destino que les había sido impuesto. Dentro de los estrechos márgenes que la época les permitía, buscaron modos de resistir, de aprender, de pensar por sí mismas. Sin embargo, aquellas que se atrevieron a desafiar el orden establecido fueron a menudo estigmatizadas. Las llamadas “bachilleras” —mujeres cultas o con aspiraciones intelectuales— eran vistas con recelo, cuando no con burla o abierta hostilidad. La sociedad no sabía qué hacer con ellas… salvo rechazarlas.
En la mayoría de los casos, la única vía legítima que tenían para satisfacer su anhelo de conocimiento era ingresar en un convento. Lejos de ser un simple refugio espiritual, el convento funcionaba como uno de los escasos espacios en los que las mujeres podían acceder a la cultura y a las letras sin ser cuestionadas. Por razones meramente prácticas —la necesidad de leer y escribir para la gestión interna, la correspondencia, la enseñanza o la vida de oración—, las religiosas se veían empujadas al aprendizaje.
En ese marco, muchas monjas encontraron una insospechada libertad. A salvo del matrimonio forzado y de la maternidad obligada, disponían de tiempo, silencio y cierta autonomía para dedicarse a la lectura, la reflexión y la escritura. Fue en las celdas conventuales donde muchas de ellas pudieron pensar y expresarse con una profundidad que el mundo exterior jamás les habría permitido.
Pero esta independencia intelectual tuvo un precio. Si bien el convento ofrecía recogimiento y formación, también aislaba. Muchas de estas mujeres, pese a su talento y su legado, quedaron ocultas tras los muros de la clausura, privadas del reconocimiento público que sin duda merecían.
Entre todas ellas, dos personalidades destacan con especial fuerza: Santa Teresa de Jesús (1515–1582) y Sor Juana Inés de la Cruz (1648–1695). La primera, reformadora del Carmelo, mística, escritora y pensadora, se convirtió en una de las voces más poderosas de la literatura espiritual hispánica, y fue nombrada doctora de la Iglesia, honor reservado a muy pocos. La segunda, monja jerónima en el virreinato de Nueva España, desplegó una inteligencia brillante y un pensamiento audaz, y dejó en sus escritos una defensa luminosa de la dignidad intelectual de las mujeres. Ambas desafiaron desde dentro un sistema que pretendía silenciarlas, y con sus palabras abrieron camino a las que vendrían después.
Mujeres valientes en un tiempo de hombres_
En el extremo opuesto al de las religiosas que encontraron en el convento un refugio para el pensamiento, se hallaban aquellas mujeres que, habiendo decidido no tomar el hábito, lucharon por abrirse paso en el mundo secular —un mundo gobernado por hombres y reservado casi exclusivamente a ellos. Decidieron no encerrarse, ni literal ni simbólicamente, y optaron por el camino más arduo: hacerse oír en la esfera pública.
Las pocas que se atrevieron a dar ese paso fueron recibidas con recelo. Sus obras eran leídas con suspicacia, y sus voces, cuando no ignoradas, eran desautorizadas o deslegitimadas. Se las acusaba de vanidosas, de poco femeninas o incluso de inmorales, simplemente por pretender lo mismo que a los hombres se les concedía sin discusión: el derecho a escribir, a pensar, a ser reconocidas.
A pesar de este contexto hostil, algunas lograron abrirse un hueco en el panorama literario del Siglo de Oro. Mujeres como Ana Caro de Mallén, dramaturga admirada por sus comedias y autos sacramentales; María de Guevara, escritora de discursos políticos en los que defendía la participación femenina en asuntos de Estado; o Catalina de Erauso, la singular "monja alférez", que desafió tanto los roles de género como las fronteras sociales con una vida tan audaz como polémica, se convirtieron en tesoros excepcionales dentro de una época dominada por plumas masculinas.
Pero fue María de Zayas quien brilló con mayor intensidad. Escritora de novelas y defensora del talento y la dignidad de las mujeres, logró no solo publicar con éxito, sino también convertirse en la autora española más leída del siglo XVII. Su voz, lúcida y combativa, traspasó los límites que se imponían a sus contemporáneas, y lo hizo desde dentro del sistema literario, usando las propias formas del relato para desmontar los discursos que sostenían la subordinación femenina.
Mujeres como ella no solo escribieron; resistieron. En un tiempo de hombres, tomaron la palabra y con ella desafiaron silencios milenarios.
La figura de María de Zayas: rara avis en el Siglo de Oro_
Poco se conoce con certeza sobre la vida de María de Zayas y Sotomayor, esa voz singular que se alzó con fuerza en el corazón de un tiempo que no estaba hecho para escuchar a las mujeres. Se sabe que nació en Madrid el 12 de septiembre de 1590, hija de Fernando de Zayas y Sotomayor, capitán de infantería al servicio del conde de Lemos, y de María de Barasa, ambos pertenecientes a la baja nobleza madrileña.
Los continuos destinos militares de su padre permitieron que la joven María residiera en diversas ciudades —entre ellas Nápoles y Granada—, experiencias que, lejos de limitarla, ampliaron sus horizontes culturales. Gracias a la mentalidad relativamente abierta de sus progenitores y a su posición social, tuvo acceso a una educación poco habitual para las mujeres de su tiempo: aprendió a leer, a escribir y, sobre todo, a pensar.
Con el paso de los años, Zayas se convirtió en una figura destacada dentro de los círculos intelectuales madrileños. Participó activamente en certámenes poéticos y academias literarias, espacios reservados casi en exclusiva a hombres. Su talento no pasó desapercibido: fue conocida y admirada por grandes personalidades del momento, como Lope de Vega, quien llegó a elogiarla públicamente, llamándola “insigne poetisa” en una de sus composiciones.
Sin embargo, ni siquiera el respeto de autores consagrados —como el propio Fénix de los Ingenios— podía neutralizar el clima literario de la época, profundamente misógino. La literatura dominante del Siglo de Oro no solo ignoraba a las mujeres como creadoras, sino que con frecuencia las ridiculizaba como personajes. La sátira, la burla y la desconfianza hacia lo femenino eran moneda corriente en el teatro, la poesía y la narrativa del momento.
En este contexto hostil, María de Zayas fue una auténtica rara avis: una mujer que no solo escribió, sino que se atrevió a hacerlo desde una perspectiva crítica, reivindicativa y plenamente consciente de su lugar como mujer en un mundo de hombres. Su obra no fue solo un acto estético, sino también un gesto político, una afirmación rotunda de que las mujeres podían —y debían— ocupar un lugar en el espacio público de las letras.
El feminismo temprano de María de Zayas_
Frente al panorama literario dominante de su tiempo, cargado de burlas, silencios y caricaturas hacia lo femenino, la obra de María de Zayas irrumpe como un poderoso alegato contra la opresión que sufrían las mujeres del Siglo de Oro. Su voz no solo denunció con valentía las condiciones de discriminación, encierro forzoso, violencia física y psicológica a las que estaban sometidas, sino que articuló una firme defensa de sus derechos, de su dignidad y de su plena capacidad intelectual.
A través de sus personajes femeninos, Zayas puso en evidencia las contradicciones de una sociedad regida por una moral de doble filo: una que exaltaba la honra y la virtud como máximas femeninas, pero que aplicaba esos conceptos de manera desigual y profundamente injusta. En sus relatos, esas ideas no son valores elevados, sino instrumentos de control, herramientas que perpetúan el sometimiento, el miedo y la sumisión.
Su crítica no se limitaba a la exposición de injusticias; proponía una solución clara y visionaria: una reforma radical de la educación femenina. Para Zayas, la verdadera libertad de las mujeres comenzaba por el conocimiento. Leer, escribir, pensar, instruirse… eran actos de emancipación. Si las mujeres continuaban ignorantes, no era por carencia de capacidad, sino por falta de acceso. En su opinión, si se les ofrecieran las mismas oportunidades —libros, maestros, tiempo para aprender— estarían igualmente preparadas que los hombres para ejercer cargos públicos, ocupar cátedras universitarias o incluso gobernar con acierto y sabiduría.
En uno de sus pasajes más célebres, la escritora madrileña expresa con ironía y lucidez cómo desde la infancia se mutilaban las capacidades de las niñas, sometiéndolas a un sistema que premiaba la docilidad y castigaba la inteligencia:
“Y así, por tenernos sujetas desde que nacemos, vais enflaqueciendo nuestras fuerzas con los temores de la honra, y el entendimiento con el recato de la vergüenza, dándonos por espadas ruecas, y por libros almohadillas”.
En esta frase se condensa no solo la crítica al modelo de feminidad impuesto por la sociedad patriarcal, sino también la indignación de una mujer que entendía la educación como el verdadero campo de batalla para alcanzar la libertad.
Con cada página que escribió, María de Zayas desafió los límites de su época y abrió un espacio de reflexión crítica que aún hoy nos interpela. Fue, sin duda, una de las voces más modernas, valientes y comprometidas de la literatura del Siglo de Oro.
Las protagonistas de María de Zayas: mujeres empoderadas_
A diferencia de las féminas que poblaban las obras de la mayoría de sus contemporáneos masculinos —pasivas, idealizadas o reducidas a meros objetos del deseo—, las protagonistas de María de Zayas eran mujeres fuertes, conscientes de sí mismas, decididas y emocionalmente complejas. No se rendían dócilmente ante el galán de turno, ni esperaban ser rescatadas; por el contrario, actuaban movidas por sus propios deseos, ya fueran sexuales, afectivos o morales. Buscaban justicia, reclamaban reparación, y cuando era necesario, eran capaces de recuperar —o vengar— su honra por sí solas, sin la tutela masculina.
En un contexto literario y social en el que la mujer era concebida como un ser subordinado y silenciado, la visión que propone Zayas resulta radicalmente innovadora. Sus personajes no solo hablaban, pensaban y decidían, sino que lo hacían con plena agencia. Su literatura ofrecía una imagen inédita de la mujer: no la musa inspiradora ni la figura decorativa, sino la sujeto protagonista de su propia historia. Mujeres que amaban, sufrían, deseaban y actuaban con libertad —aunque muchas veces el precio de esa libertad fuera la tragedia.
Por esta razón, María de Zayas es considerada hoy, junto con Sor Juana Inés de la Cruz, una de las primeras feministas premodernas de la historia de España. Ambas denunciaron, desde lugares distintos, las estructuras de poder que oprimían a las mujeres, y reivindicaron su inteligencia, su derecho al conocimiento y su capacidad para intervenir en el mundo desde la palabra.
Sus obras más célebres, Novelas amorosas y ejemplares (1637) y Parte segunda del sarao y entretenimiento honesto (1647) —reeditadas más tarde bajo el título conjunto de Desengaños amorosos—, reúnen veinte novelas que alternan el relato sentimental con el drama social, la crítica moral y la defensa de la mujer. Estas colecciones, que gozaron de un éxito extraordinario en su época, no solo le dieron fama y prestigio, sino que la consolidaron como la escritora más leída del siglo XVII español.
En ellas, María de Zayas ofreció algo más que literatura: propuso un modelo alternativo de mujer, libre, culta y valiente, que rompía con los moldes del silencio y la obediencia. Un modelo que, siglos después, sigue resonando con fuerza.
Un nuevo rol de la mujer desde el siglo XVIII_
Las obras de María de Zayas, que gozaron de gran éxito en vida de la autora, siguieron reimprimiéndose durante décadas hasta que, ya en el siglo XVIII, fueron objeto de censura por parte de la Inquisición. Paradójicamente, no habían sido prohibidas en su momento, cuando su tono crítico y su mirada transgresora estaban más frescos que nunca. Sin embargo, tiempo después, el tribunal eclesiástico las calificó de “libertinas”, “obscenas” y “crudas”, decretando su prohibición y silenciando así una de las voces femeninas más valientes del Siglo de Oro.
Pese a esta censura tardía, el siglo XVIII marcó un punto de inflexión en las costumbres y en la vida social española, impulsado por la llegada de la dinastía borbónica. España comenzó a mirar hacia Francia, adoptando progresivamente nuevos modelos de pensamiento, más ilustrados y racionalistas. En este nuevo clima, las mujeres empezaron a asumir un papel social más visible y dinámico, aunque no exento de resistencias y prejuicios.
Si bien el acceso a la educación y la cultura seguía siendo restringido, cada vez fueron más las mujeres que lograron formarse más allá del rol tradicional de esposa y madre. El centro de actividad intelectual femenina se desplazó de los conventos —antiguos reductos de pensamiento femenino— a los salones de la nobleza, espacios de sociabilidad donde florecieron las tertulias, el debate y el intercambio cultural.
Especialmente a partir del reinado de Carlos III, comenzaron a surgir grupos de mujeres ilustradas, pertenecientes a la aristocracia, que promovieron la beneficencia, el pensamiento crítico y la instrucción femenina. Destaca entre ellas la Junta de Damas de Honor y Mérito, institución pionera en la participación activa de la mujer en causas sociales y educativas. Algunas de estas damas ilustradas incluso lograron ingresar en instituciones oficiales, como la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, abriendo así puertas que hasta entonces les estaban cerradas.
Sin embargo, a pesar del creciente protagonismo de la mujer en estos círculos, la imagen de María de Zayas cayó en el olvido durante siglos. Su obra, valiente y moderna, quedó relegada a los márgenes del canon literario, silenciada tanto por el desdén de la crítica como por el peso de la tradición. No fue hasta el siglo XIX cuando otra escritora, Emilia Pardo Bazán, rescató su legado. La autora gallega, firme defensora de los derechos de la mujer, incluyó a Zayas en su influyente colección Biblioteca de la Mujer, que ella misma dirigió y financió, reconociendo así su valor literario y su pensamiento adelantado a su tiempo.
Gracias a esta reivindicación, la voz de María de Zayas comenzó a resonar de nuevo, esta vez como precursora indiscutible del feminismo hispano y como personalidad clave en la genealogía literaria de las mujeres.
La memoria de María de Zayas en la actualidad_
Durante siglos, el recuerdo de María de Zayas y Sotomayor permaneció injustamente sepultado bajo el peso del olvido histórico. Silenciada por una tradición que negó su voz y minimizó su valor, su nombre quedó ausente de los manuales, las aulas y los grandes relatos literarios. Sin embargo, hoy, una humilde pero significativa inscripción en el pavimento de la calle Huertas de Madrid nos invita a recuperar su memoria: la de una mujer que, en pleno Siglo de Oro, se atrevió a cuestionar el orden establecido y a escribir con claridad, coraje y lucidez sobre la dignidad femenina.
Ese monolito no solo honra a una escritora brillante en la historia de Madrid; es también un recordatorio de que sus denuncias —la desigualdad, la violencia, la invisibilidad de las mujeres— siguen resonando con inquietante vigencia en nuestro siglo XXI. Su obra, escrita hace casi cuatrocientos años, continúa interpelándonos, desvelando verdades incómodas que aún no hemos terminado de resolver.
Reivindicar hoy a María de Zayas es un acto de justicia literaria, pero también de memoria feminista. Su voz, junto a la de otras autoras olvidadas, debe recuperar el lugar que le corresponde en la historia de la literatura española. Sin ellas, el llamado Siglo de Oro perdería gran parte de su brillo; sin su mirada, nos faltaría una parte esencial de la verdad de aquella época.
Dar a conocer su obra es, en última instancia, volver a abrir una puerta que nunca debió cerrarse: la que permite a las mujeres pensar, escribir y narrar el mundo desde su propia experiencia. Porque Zayas no solo escribió para su tiempo, sino para el nuestro, y para todos los que vengan después.
“¿Por qué vanos legisladores del mundo atáis nuestras manos para las venganzas, imposibilitando nuestras fuerzas con vuestras falsas opiniones, pues nos negáis letras y armas? El alma, ¿no es la misma que la de los hombres? Pues si ella es la que da valor al cuerpo, ¿quién obliga a los nuestros a tanta cobardía?”