Una vida de novela

Monumento a Benito Pérez Galdós. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

Monumento a Benito Pérez Galdós. Madrid, 2018 ©ReviveMadrid

CON LOS OJOS DE GALDÓS

2 de enero de 1920. Madrid amanece bajo un frío glacial. Don Benito se acomoda con dificultad en un coche de caballos que espera a la puerta del pequeño hotelito de la calle Hilarión Eslava al que, ocho años atrás, se vio obligado a mudarse ahogado por las deudas, consciente de que esta sería su última residencia.

Envuelto en una manta gruesa y con el sombrero calado hasta las cejas, el anciano escritor se prepara para un último paseo por las calles de Madrid, su amada ciudad. La ceguera total y el desgaste de su cuerpo no le permiten caminar largas distancias, pero su mente, siempre ágil, le ayudará a evocar con claridad los recuerdos de una vida plena y apasionante.

Junto a él, su sobrino Juan, quien hace tiempo asumió el papel de guía y cuidador, se asegura de que su tío esté cómodo antes de dar la señal al cochero. "Tío Benito, este será un paseo especial. Madrid no ha cambiado tanto como usted cree", le comenta con una sonrisa cálida. Galdós, tocando con sus manos la suave manta que cubre sus piernas, responde: "Madrid nunca cambia del todo, Juanito. Sólo adopta nuevos disfraces.”

El coche de caballos avanza lentamente por las calles, mientras el traqueteo rítmico de las ruedas sobre los adoquines parece sincronizarse con los latidos del corazón del anciano escritor. Cada giro del vehículo desentierra un fragmento de su pasado. "Madrid siempre me recibió con los brazos abiertos", murmura con voz tenue. Era cierto; la ciudad lo había acogido como a un hijo pródigo, aportándole inspiración para sus novelas, así como una fiel comunidad de amigos y lectores.

El primer destino del recorrido es la calle de las Fuentes, donde Benito recuerda como si fuera ayer su llegada a Madrid en 1862, con apenas diecinueve años. Había dejado atrás su tierra natal, Las Palmas de Gran Canaria, impulsado no sólo por el deseo de estudiar Derecho… también por el afán de su madre, quien, preocupada por el enamoramiento juvenil que el joven sentía hacia su prima Sisita, había decidido enviarlo a la capital.

En aquella pensión, cercana a la calle del Arenal, Galdós descubrió por primera vez el bullicio incesante de Madrid: el griterío de los vendedores ambulantes, el movimiento de los carros y el aroma penetrante de las castañas asadas. "Era un muchacho rebosante de curiosidad, dispuesto a devorar el mundo", reflexiona con una sonrisa. Juan lo mira con ternura y añade: "Y ese muchacho todavía vive en usted, tío. Se aprecia en la manera en que habla de sus personajes, como si fueran de carne y hueso." Galdós asiente, emocionado por las palabras de su sobrino.

El coche continúa su marcha hacia la Universidad Central, donde aquel Benito adolescente se matriculó en Leyes. Sin embargo, las aulas nunca lograron retenerlo. "Aprendí mucho más en las calles y en los cafés que en las lecciones de jurisprudencia", piensa con cierta autocomplacencia. Recuerda las tertulias en el Café de Fornos, el Universal o el Suizo, donde la política, la literatura y la vida cotidiana eran diseccionadas con pasión. Fue allí donde el futuro escritor comenzaría a cultivar su habilidad para observar y retratar con precisión a los personajes que más tarde poblarían sus novelas.

"Recuerdo cómo me escapaba de las clases para perderme por las calles de la ciudad", confiesa en voz alta Benito. Juan sonríe y le responde en tono burlón: "Eso explica por qué conoce cada rincón de Madrid mejor que cualquier mapa.”

Al llegar a la Puerta del Sol, uno de los epicentros de su juventud, Benito vuelve a sentir la energía vibrante que lo había cautivado desde el primer día en la capital. "Madrid era un espectáculo continuo, un teatro al aire libre", comenta para sí mismo. Cada rincón de la ciudad guardaba una historia, y él se deleitaba capturando los gestos, las voces y los olores que llenaban sus plazas y calles.

En aquellos años, el joven canario comenzaba a frecuentar el cercano Ateneo, ubicado entonces en la calle Montera, donde pasaba las horas muertas leyendo y aprendiendo de los grandes pensadores de la época. Fue allí donde conoció a Emilia Pardo Bazán, una mujer extraordinaria que marcaría su vida de manera indeleble.

“Ay, Emilia…” suspira, taciturno, el anciano. El romance entre Benito y la impetuosa gallega fue apasionado y plagado de complicidades. Las cartas que intercambiaron revelaban una intimidad que iba más allá de lo físico. Emilia era una mujer culta, audaz y adelantada a su tiempo, y juntos compartieron momentos que siempre permanecieron en la memoria del escritor.

"Sus palabras eran fuego, un fuego que iluminaba los días más grises", piensa el compungido anciano con nostalgia. Juan, al notar el silencio, pregunta: "¿Está pensando en Emilia, tío Benito?". Galdós, con una sonrisa melancólica, responde: "Siempre, Juanito. Algunos recuerdos no se desvanecen nunca”. Mientras, el coche se aleja por la Carrera de San Jerónimo.

El siguiente destino es el restaurante Lhardy, un lugar donde un Galdós ya consolidado como escritor solía disfrutar de su plato favorito: el cocido. "Aquí fui bautizado como ‘garbancero’", recuerda con una carcajada satisfecha. El apodo, obra de Valle-Inclán, aludía tanto a su amor por la gastronomía popular como a la conexión de su obra con el pueblo. Para alguien que, tras casi seis décadas en la capital, se consideraba más madrileño que canario, aquel sobrenombre suponía un título de honor.

El coche de caballos gira y se dirige hacia el barrio de Lavapiés, donde Galdós vivió unos años, en la calle del Olivo. El escritor había retratado magistralmente sus calles en obras como "Fortunata y Jacinta". Mientras el coche avanza por las estrechas costanillas, el novelista evoca a sus personajes, tan vivos y reales que parecen caminar a su lado. "Lavapiés es el corazón de Madrid", reflexiona. "Sus gentes, con sus risas y lágrimas, son el alma misma de la ciudad”.

Un nuevo alto en el camino, esta vez en la plaza de Ópera, presidida por el monumento a Isabel II, retrotrae a quien también destacó como periodista a la entrevista que la abdicada reina le concedió durante su exilio en París, a finales de 1902. Resultó un encuentro cargado de tensión y curiosidad. Derrotada pero altiva, ‘la de los tristes destinos’ le abrió las puertas de su residencia para conversar sobre los tiempos en que su reinado había marcado el devenir de España. “¡Cuánta historia en una sola mujer!”, exclama enérgico Galdós.

En su recorrido no podía faltar una parada frente al Palacio de las Cortes. Benito, agitado, recuerda con cierta incomodidad su etapa como diputado por Puerto Rico, una experiencia que había asumido más por compromiso que por vocación. "Nunca fui un buen orador", admite. Las sesiones parlamentarias lo ponían nervioso, pero su amor por España y su deseo de contribuir al progreso del país lo llevaron a asumir aquel papel.

"¿Y cómo recuerda esa etapa, tío?", pregunta Juan. "Con respeto, pero también con alivio por haberla dejado atrás", responde, ruborizado, el anciano.

El trayecto continua hacia el Parque del Retiro, donde una estatua en honor al ilustre autor había sido erigida por suscripción pública apenas un año antes, en enero de 1919. Galdós ruega al cochero detenerse un momento. Aunque no puede ver la escultura, recuerda con claridad el día de su inauguración. Había palpado la piedra fría con sus manos, reconociendo su propio rostro tallado con maestría por Victorio Macho. "Fue un gesto de amor que nunca olvidaré", murmura, mientras una lágrima resbala por su mejilla.

Juan, orgulloso y emocionado, intenta animarlo: "Esa estatua es una muestra de cuánto lo quiere Madrid, tío.” Galdós aprieta la mano de su sobrino, con gratitud.

Al avanzar hacia la última parada de este entrañable paseo, la Real Academia Española, don Benito reflexiona sobre el legado de sus obras. Recuerda con especial cariño sus primeras novelas, "La Fontana de Oro" y "Doña Perfecta", así como la monumental saga de los "Episodios Nacionales”. Rememora, satisfecho, las largas horas de trabajo y las noches de insomnio en las que las palabras parecían fluir como un torrente inagotable.

"Escribir fue mi manera de entender el mundo y dejar constancia de él", concluye dichoso. Está seguro de que sus novelas le sobrevivirán como homenaje a la vida cotidiana, a los héroes anónimos y a los grandes acontecimientos que moldearon la historia de España. 

Cuando el coche regresa finalmente a su residencia, Galdós desciende con cuidado, asistido por su sobrino y el cochero. Exhausto pero henchido, el anciano se reclina en su sillón junto a la ventana. Aunque sus ojos ya no pueden captar la luz del día, su mente permanece iluminada por los recuerdos de un Madrid que había sido su hogar y su musa. "Mientras Madrid viva, yo viviré en ella", susurra, dejando que el silencio de la habitación lo envuelva.

En aquella quietud, Benito Pérez Galdós se siente pleno y seguro, al sentir que su vida, como un río caudaloso, ha encontrado en Madrid el cauce perfecto para desembocar en la inmortalidad.

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920)

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920)

Amenguada considerablemente mi vista, he perdido en absoluto el don de la literatura. Con profunda tristeza puedo asegurar que la letra de molde ha huido de mí, como un mundo que se desvanece en las tinieblas
— Benito Pérez Galdós


¿Cómo puedo encontrar al monumento a Benito Pérez Galdós en Madrid?