Querida María,
María Moliner: memoria y olvido
Querida María,
Tal vez un día, cuando leas estas palabras, no recuerdes con claridad por qué están escritas para ti. Quizá, con el tiempo, este papel amarillee y se deshaga, como sientes que tú misma te deshaces, día tras día, pensamiento tras pensamiento. Sé que lo sabes desde hace tiempo, que ya no eres la misma, que la memoria se desvanece como arena entre los dedos... pero, ahora, en este preciso instante, te pido un último esfuerzo por seguir leyendo.
María, debes saber que eres una mujer excepcional, aunque ahora te cueste recordarlo. Estoy aquí para decírtelo, para devolverte la memoria de quién eres, de lo que lograste y del porqué las palabras siempre ocuparon un lugar tan esencial en tu vida. Deseo que estas líneas sean un faro en medio de las sombras que ahora te envuelven, una forma de sostenerte y anclarte al mundo que tanto amaste y que moldeaste con tus palabras.
Te imagino sentada junto a tu escritorio, en esa casa que ha sido testigo de tus horas más solitarias, pero también de tus triunfos más luminosos. A tu alrededor, libros, diccionarios y papeles descansan como fieles guardianes de tu dedicación. Sin embargo, sé que ahora, al intentar fijar la mirada en ellos, las palabras se escurren entre tus pensamientos, desdibujándose como si fueran garabatos extraños. Y duele, lo sé. Aquellas mismas palabras que un día te envolvieron y te sostuvieron, ahora te traicionan. Las buscas, pero ya no acuden a ti como antes. Te escribo para recordarte que fuiste tú quien les dio forma, quien las dispuso con amor y cuidado infinitos. ¿Cómo puede ser que alguien que dedicó su vida a construir con palabras ahora las encuentre ausentes para narrar su propia historia?
Pero déjame decirte algo: aún queda mucha fuerza en ti. Intenta recordar, aunque sea por un instante, aquellos años en los que cada noche te sentabas frente a tu vieja máquina de escribir. Esa fiel compañera, con su tecleo incesante, llenaba el silencio de tu hogar mientras todos dormían. La mesa del salón se convertía en tu refugio, tu taller, tu universo. Una lámpara de mesa derramaba su luz cálida sobre tus manos, iluminando las fichas de cartulina que llenabas con definiciones que parecían cobrar vida bajo tu lápiz. ¡Ah, esas fichas! Miles de ellas, María, miles, nacidas de tu profundo amor por el idioma. Cada palabra que diseccionabas, explicabas y rodeabas de sinónimos y usos para hacerla comprensible era tu forma única de regalarle al mundo un tesoro de valor incalculable
¿Recuerdas cómo recortabas esas cartulinas con tus propias manos? Era un trabajo lento, meticuloso. Las clasificabas en cajas de zapatos que pronto invadieron la casa. No había espacio que no estuviera ocupado por ellas. Las apilabas en torres inestables, como si fueran castillos de papel que te protegían de la rutina, el silencio y la tristeza a los que te viste abocada. Hubo noches en las que el cansancio te vencía, ¿verdad?, con los ojos ardiendo de tanto leer y releer, pero la idea de detenerte nunca cruzó por tu mente. Era una tarea inmensa, sí, pero también necesaria. Sentías que las palabras lo merecían. Sentías que nuestra lengua, tan viva y tan hermosa, necesitaba ser comprendida y amada.
Tu familia dormía mientras tú trabajabas. Fernando, tu querido esposo, roncaba suavemente en el dormitorio. Los niños, que eran tu alegría y tu luz, respiraban acompasados en sus camas. Pero tú no podías dormir. Había una urgencia en ti, una voz interior que te decía: “Sigue, María, no te detengas. Esto es importante. Esto tiene sentido”. Y así, noche tras noche, durante quince largos años, fuiste llenando esas fichas hasta que, un día, te diste cuenta de que habías construido un diccionario de más de 3.000 páginas.
Recuerda aquel instante, María, en el que contemplaste los dos tomos publicados y los sostuviste entre tus manos. ¿No fue como acunar a un hijo? Habías dado vida a algo que permanecería, algo que ayudaría a generaciones futuras. Tu obra fue un triunfo contra el olvido, y en ese momento supiste que cada esfuerzo había valido la pena. Sin embargo, ahora, la ironía del destino hace que seas tú quien lucha contra el olvido.
Sé que intentas recordar las definiciones que escribiste con tanto esmero, pero no puedes. Las palabras se desvanecen en tu mente como arena entre los dedos. A veces tienes la sensación de que están ahí, a punto de surgir, pero nunca llegan del todo. Lo sé, María, es frustrante, como si el idioma se estuviera vengando de ti por haber querido atraparlo y darle forma. “¿Cómo he podido llegar a este punto?” . Te preguntas. Tú, que pasaste la vida ordenando las palabras, ahora no encuentras las tuyas.
Por eso estoy aquí, María, para decirte que lo que hiciste nunca se perderá, aunque ahora sientas que las palabras se te escapan. Porque no importa si se desvanecen en tu mente: ya viven en las páginas de tu obra y en cada persona que las lea. Quiero que rememores, aunque te cueste, lo que conseguiste. Cuando llegue el día en que no puedas recordar por tus propios medios, quiero que esta carta sea un espejo donde puedas reconocerte y ver reflejados tus logros, tus sueños, todo lo que amaste.
Sé que tu corazón está cargado de preguntas y temores. Puedo sentirte en esas noches, las más oscuras, en las que, vencida por el miedo, cierras los ojos y te imaginas de nuevo en tu mesa, con la lámpara encendida, el eco de la máquina de escribir llenando el aire, y las fichas de cartulina desparramadas a tu alrededor. Deseas verte de nuevo buscando en los periódicos, arrancando palabras vivas, palabras reales, palabras que estaban en la boca de la gente. Deseabas que tu diccionario fuera para todos, para que cualquiera pudiera entender nuestro idioma, nuestra lengua rica y compleja. Quisiste hacer algo útil, algo bello. Y lo hiciste, María, lo lograste, eso nadie te lo podrá arrebatar, ni siquiera el olvido.
Sé que Fernando ya no está contigo. Sus ojos, aquellos que tanto amaste, se apagaron hace tiempo, y desde entonces sientes que la luz de tu vida también se fue con él. Su ausencia te pesa, como te pesa esta enfermedad que borra todo lo que fuiste. A veces piensas que si él estuviera aquí, podría recordarte quién eres, podría ayudarte a encontrarte. Pero no está. Y tú intentas aferrarte a lo poco que queda de ti. Quiero que sepas que él estaría orgulloso de ti, igual que lo estoy yo. Aunque ahora te sientas sola, todavía queda mucho de ti aquí, María, mucho que merece ser recordado.
Nunca olvides que fuiste una mujer valiente y tenaz, que dedicó su vida a las palabras, que amó el idioma como se ama a un hijo, que creyó en la cultura como el medio para construir un mundo mejor. Quiero que recuerdes que fuiste perseverante, que no te rendiste, que luchaste contra el tiempo y las circunstancias para hacer algo que valiera la pena.
Si alguna vez sientes que tus pensamientos se disuelven entre las páginas de la mente, toma tu diccionario entre tus manos y úsalo. Adéntrate en sus palabras sin miedo, María, como lo hiciste una vez. Encontrarás en ellas fuerza, belleza y consuelo. Es tu obra, tu legado, una huella que el tiempo no podrá borrar y la forma en la que podrás seguir siempre lúcida.
Debes saber que quien escribe estas palabras te conoce y te aprecia profundamente, por quien eres y por lo que hiciste. Porque, querida María, soy tú. Soy la María que recuerda, la que aún puede escribir. Esta carta, es un abrazo entre nosotras que trasciende el tiempo. Es mi manera de decirte que lo que hemos hecho, lo que hemos amado, siempre estará contigo, aunque el olvido toque a la puerta. Es nuestro vínculo, el lazo que une a la mujer que soñó con lo imposible con la que lo logró, incluso si la memoria decide ocultarlo. Siempre seremos tú y yo, siempre seremos nosotras.
Tu yo, que te quiere y te admira,