Camino al olvido

Casa de Leandro Fernández de Moratín. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

Casa de Leandro Fernández de Moratín. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

Moratín: un castizo afrancesado

¿Qué estarías dispuesto a arriesgar por mejorar tu país? ¿Defenderías tu patria y tus ideales aún a riesgo de ser exiliado? Exilio y destierro son dos términos que expresan el drama personal y colectivo sufrido tantas veces por muchos hombres y mujeres a lo largo de la Historia de España, especialmente en el siglo XIX… una época marcada por un sinfín de revoluciones y guerras civiles, en la que miles de españoles, acusados de apoyar al régimen napoleónico, sufrieron la incomprensión de sus contemporáneos y la posterior represión de Fernando VII. Fueron los llamados “afrancesados”, obligados a abandonar su patria para no volver jamás. ¿Colaboracionistas o patriotas?

Desde el siglo XVIII, el término “afrancesado” se aplicaba en España de manera peyorativa para definir a los seguidores de los franceses y diferenciarles de los castizos españoles.

Durante la segunda mitad del siglo XVIII, la influencia política, social y cultural francesa en toda Europa tuvo su reflejo en las élites españolas que, impulsadas por la dinastía borbónica, asumieron la necesidad de aprender francés para favorecer el progreso social y político del país. Sin embargo, esta adopción de lo francés por parte de las élites fomentó el resentimiento del pueblo llano, defensor a ultranza de los modos de vida y costumbres tradicionalmente españolas.

El Siglo de las Luces, genuinamente francés, fomentó el gusto por lo francés entre la nobleza y la burguesía españolas, impregnando a la literatura, la música, el arte, el teatro, la vestimenta, el mobiliario, la gastronomía, el urbanismo, la guerra, etc.

El interés por la lengua francesa y por las corrientes de pensamiento nacidas en Francia ganaron aún más prestigio a comienzos del siglo XIX en la capital.

Frente a los canales ilustrados institucionalizados como las Universidades y las Sociedades Económicas de Amigos del País, uno de los sistemas más libres de difusión del afrancesamiento cultural lo constituyeron los cafés, a mitad de camino entre los salones aristocráticos y las tabernas, y sus tertulias, en las que los burgueses se ponían al día de las novedades intelectuales francesas a través de conversaciones, periódicos y opiniones de extranjeros afincados en Madrid o bien de compatriotas que habían viajado a Francia y traían noticias de primera mano.

El contrapunto del afrancesamiento cultural español fue el majismo, la adopción por parte de un sector de la aristocracia durante el reinado de Carlos IV, de una serie de usos sociales (lingüísticos, vestimenta, música, etc.) que reflejaban la esencia de las tradiciones españolas más populares y castizas. Esta “popularización” de la aristocracia se traduciría en un profundo repudio hacia el afrancesamiento cultural.

Otra variante del frontal rechazo al afrancesamiento provendrá de los sermones escritos por el sector ultraconservador del clero, en los que criticarían muy directamente el espíritu de libertinaje proveniente de Francia y el enciclopedismo.

Esta oposición entre castizos y afrancesados pasó a adquirir un valor político a finales del siglo XVIII. La Revolución francesa (1789) y la Guerra de la Convención (1793-95) excitaron los sentimientos antifranceses entre el pueblo español.

La posterior alianza con Napoleón impulsada por Manuel Godoy, el tratado de Fontainebleau de 1807, el motín de Aranjuez y el levantamiento del 2 de mayo de 1808 que iniciaría la Guerra de Independencia Española y favorecería la subida al trono español de José Bonaparte, prendería la mecha del odio, social e institucional, hacia los defensores de los invasores franceses.

Cuando la mayor parte de los secretarios, funcionarios, aristócratas y eclesiásticos juraron fidelidad al rey José I, el término afrancesado se comenzó a aplicar de forma extensiva, y como sinónimo de traidor, a todos aquellos españoles que colaboraran con la Administración del nuevo monarca, ya fuese por interés personal o por la creencia en que ese cambio político beneficiaría la modernización de España.

La gran mayoría de los afrancesados constituía la clase intelectual del país, herederos ideológicos de los ilustrados reformistas que a mediados del siglo XVIII, durante el reinado de Carlos III, habían intentado difundir la filosofía del Siglo de las Luces, basada en el dominio de la razón y en el espíritu de la Enciclopedia. Muchos de ellos participaron incluso en la elaboración del Estatuto de Bayona de 1808, considerado por muchos la primera Constitución española, anterior incluso a la de 1812.

Esta elite ilustrada defendía la necesidad de llevar a cabo, desde el poder, una serie de reformas políticas y sociales que permitieran modernizar España, así como la conveniencia de evitar un sangriento enfrentamiento bélico con Francia.

Sin embargo, mientras la mayoría de españoles se levantaba en armas contra las tropas francesas, el nuevo monarca encontraba el apoyo de los afrancesados... por lo que los absolutistas españoles les consideraron inmediatamente traidores.

Las Cortes de Cádiz de 1812, aprobaron dos resoluciones que ordenaban confiscar, a medida que el país se iba liberando del invasor, todos los bienes tanto de la corte de José Bonaparte como de aquellos que hubiesen colaborado con su administración.

Tras la caída de José I en la batalla de Vitoria, la mayor parte de los afrancesados salieron de España con el derrotado ejército francés en 1814, conformando el que es considerado el primero de los exilios masivos por motivos políticos que han tenido lugar en España a lo largo de la Historia y que culminarían con el producido en 1939 tras la Guerra Civil española.

Se calcula que cerca de 12.000 españoles se encontraban en Francia en el momento álgido de la emigración de afrancesados, entre ellos eclesiásticos, miembros de la nobleza, militares, juristas, artistas y escritores.

La vida de los sospechosos de afrancesados que permanecieron en España se complicó terriblemente a la caída del régimen josefino. Para ellos, la reacción popular fue terrible: venganzas, linchamientos y denuncias por parte de sus propios vecinos... mientras, los acusados solo podían defenderse a través de pliegos de descargo con el fin de librarse del estigma del colaboracionismo.

Para controlar el proceso depurador se llegó a crear un tribunal que instruía los procesos y recogía testimonios y apelaciones a favor o en contra de los encausados.

El rigor de la justicia y un irracional deseo de venganza por parte del pueblo no se detuvieron ante persona alguna, por mínima que hubiese sido su implicación. Las prisiones se llenaron hasta rebosar de supuestos afrancesados e incluso fue necesario habilitar un sector del parque del Retiro para concentrar a los detenidos.

Mientras tanto, los exiliados españoles confiaban equivocadamente en que Francia les compensaría los servicios prestados. La respuesta gala fue muy distinta de lo esperado: el Estado francés ni siquiera escuchó las peticiones de José Bonaparte a favor de quienes le habían ayudado.

A pesar de las represalias, los españoles estaban convencidos de que el exilio sería algo pasajero y que pronto llegaría el indulto que les permitiese regresar a su patria… algo que ocurrió en 1820 tras el levantamiento de Rafael del Riego en Cabezas de San Juan y la reinstauración de la Constitución de Cádiz, que daría comienzo al Trienio Liberal.

Alrededor de tres mil exiliados regresaron a España… otros tantos ya habían muerto en tierras francesas.

Sin embargo, la situación se complicó con el retorno del absolutismo en 1823, gracias a la ayuda de otro ejército francés, los Cien Mil Hijos de San Luis. Repuesto Fernando VII en el trono español y sin garantías constitucionales, había llegado el exilio definitivo para los afrancesados y sus familias.

A pesar de que estos representaban una buena parte de la cultura y la inteligencia españolas de la época, todo su trabajo y trayectoria quedaron oscurecidos por las idas y venidas de una turbulenta situación política que llevó a muchos a sobrevivir en el país galo como traductores de español.

Tomás de Iriarte, Meléndez Valdes, Francisco de Goya, José Hermosilla, Mariano Luis de Urquijo, José Marchena o Alberto Lista, fueron algunos de los españoles obligados a abandonar nuestro país… pero quizá Leandro Fernández de Moratín fue el que mejor encarnó el espíritu afrancesado.

Leandro Eulogio Melitón Fernández de Moratín y Cabo nació en Madrid el 10 de marzo de 1760, en este edificio de la calle que hoy lleva su nombre, en pleno Barrio de las Letras.

Fue el primogénito y único superviviente de cuatro hermanos, fallecidos los menores con corta edad. Él mismo estuvo a punto de morir a los cuatro años enfermo de viruela, una experiencia que afectó a su carácter volviéndolo, además de tímido, un lector compulsivo, gracias a la escogida biblioteca de su padre.

Su delicado estado de salud obligó al joven Leandro a estudiar, primero con un maestro que iba a su casa y después en una escuela de primeras letras próxima al domicilio familiar. Sin embargo, y a pesar de no asistir al colegio, creció en un ambiente culto en el que eran frecuentes los debates literarios, pues su padre, Nicolás, poeta, dramaturgo y abogado, fue un hombre dedicado a las letras y uno de los fundadores y tertulianos de la cercana Fonda de San Sebastián.

Sin embargo, la formación cultural del adolescente Leandro, por muy esmerada que fuese la educación que su padre le hubiera aportado, no dejaba de ser autodidacta. Además, carecía de títulos universitarios que le permitiesen aspirar a altos cargos o ejercer determinados empleos, por lo que inicialmente continuó la profesión de joyero del abuelo paterno, trabajando como oficial en la Joyería del Rey junto a dos de sus tíos.

Tras la temprana muerte de su padre en 1780, se convirtió a los veinte años en cabeza de familia. Escaso de recursos y al cuidado de su madre, en adelante tendría que contar con el favor de los poderosos y adaptarse mal que bien a la inestabilidad de su suerte. A pesar de todo, las dificultades no consiguieron frenar su vocación literaria, y consiguió ganar varios premios de poesía en concursos públicos convocados por la Real Academia Española.

En 1787, y gracias a la amistad de Gaspar Melchor de Jovellanos, emprendió un viaje a París donde comenzaría a familiarizarse con el ambiente revolucionario. De vuelta a Madrid, imbuido por el espíritu de la Ilustración, decidió fundar una academia literaria burlesca, la de los "Acalófilos o amantes de lo feo".

Su insistencia en la búsqueda de influencias llevó a Moratín a ganarse el favor de Manuel Godoy primer ministro de Carlos IV, quien desde entonces le patrocinaría, ayudándole a estrenar sus comedias y a viajar con una bolsa de viaje durante cinco años por Europa: Francia de nuevo, Inglaterra, Países Bajos, Alemania, Suiza e Italia. Este periplo europeo permitió a Moratín para elaborar una serie de cuadernos de notas que son considerados el precedente de las actuales guías de viaje.

De regreso a España, obtendría el mayor éxito de su carrera y uno de los mayores del teatro de entonces, con el estreno en el Teatro de la Cruz, el 24 de enero de 1806, de El sí de las niñas. Tras su estreno, la comedia permaneció en cartel veintiséis días… una proeza sin precedentes.

En esta obra, Moratín denunciaba los matrimonios de conveniencia, tan propios de la época, una temática que ya había desarrollado en dos de sus obras anteriores: El barón (1787) y El viejo y la niña (1790).

La obsesión del dramaturgo madrileño por este tema partía de una experiencia personal. A los veinte años se había enamorado de una joven llamada Sabina Conti que, con apenas quince años, había sido obligada a casarse con un pretendiente que le doblaba la edad. Desde entonces, Moratín guardó un odio exacerbado hacia este tipo de matrimonios.

Las reacciones a favor y en contra de El sí de las niñas no se hicieron esperar. Para las mentalidades más tradicionales la postura de Moratín resultaba un escándalo, a lo que se unía la oposición de quienes empezaban a ver en él un afrancesado que se ha beneficiado en gran medida del poder de Manuel Godoy.

El motín de Aranjuez, el 17 y 18 de marzo de 1808, produjo la caída del odiado valido de Carlos IV y su posterior huida a Vitoria. Moratín le acompañó por miedo a sufrir las represalias de los furiosos madrileños.

Tras subir al trono español José Bonaparte, Moratín volvía a Madrid, para ser nombrado en 1811 bibliotecario mayor de la Real Biblioteca por el nuevo monarca. Sin embargo, los avatares de la Guerra de la Independencia española y los cambios políticos que se sucedieron desde entonces, le obligaron a refugiarse sucesivamente en Valencia, Peñíscola y Barcelona… para, finalmente, acabar exiliado en Francia.

A partir de ese momento fue considerado afrancesado y sus bienes fueron confiscados. Padeció hambre y una grave depresión que le llevó a establecerse en Burdeos con la familia de su fiel amigo, Manuel Silvela. Allí se reencontraría con otro viejo conocido, también exiliado: Francisco de Goya.

Tras sufrir una apoplejía en 1825, Leandro Fernández de Moratín fallecía en París el 21 de junio de 1828. En la capital francesa fue enterrado, pero sus restos fueron trasladados en 1855 a Madrid, donde hoy reposan en el Cementerio de San Isidro.

Moratín fue, sin duda, el más importante comediógrafo de la escuela neoclásica española del siglo XVIII, con una decisiva influencia sobre autores de la posterior comedia del siglo XIX como Francisco Martínez de la Rosa, Ventura de la Vega, Manuel Bretón de los Herreros e incluso, ya en el siglo XX, Jacinto Benavente.

A pesar de su duro exilio, la memoria de Moratín gozó de una una rápida rehabilitación póstuma y hoy su figura nos ayuda a comprender el drama vivido por tantos compatriotas a lo largo de la Historia forzados al exilio… aquellos que murieron con la esperanza de que volver a su patria era posible y con la desgarradora duda de saber quiénes podrían haber sido en su hogar.

Leandro Eulogio Melitón Fernández de Moratín (Madrid, 1760-París, 1828)

Leandro Eulogio Melitón Fernández de Moratín (Madrid, 1760-París, 1828)

Dócil, veraz, de muchos ofendido, / de ninguno ofensor, las Musas bellas / mi pasión fueron, el honor mi guía. / Pero si así las leyes atropellas, / si para ti los méritos han sido / culpas, adiós, ingrata patria mía
— Leandro Fernández de Moratín


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