Camino al olvido

Casa de Leandro Fernández de Moratín. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

Casa de Leandro Fernández de Moratín. Madrid, 2021 ©ReviveMadrid

Moratín: un castizo afrancesado

¿Qué estarías dispuesto a sacrificar por el bien de tu país? ¿Serías capaz de defender tus ideales hasta el punto de enfrentarte al desprecio de tus compatriotas, o incluso al destierro? El exilio y la expulsión no son meras palabras: encierran un drama humano de gran calado, una herida profunda que ha marcado la historia personal y colectiva de muchos hombres y mujeres a lo largo de los siglos.

Uno de los capítulos más intensos y dolorosos de esta historia se vivió en la primera mitad del siglo XIX, una época convulsa, sacudida por revoluciones, guerras civiles y profundas transformaciones sociales. En este clima de tensión e incertidumbre, miles de españoles fueron acusados de simpatizar con el régimen napoleónico, de abrazar las ideas ilustradas que llegaban desde Francia. A estos hombres y mujeres, conocidos despectivamente como afrancesados, se les tachó de traidores, se les negó la comprensión, y muchos fueron finalmente condenados al exilio, un exilio en muchos casos sin retorno.

Entre ellos se encontraba Leandro Fernández de Moratín, dramaturgo y pensador ilustrado, cuya figura encarna como pocas ese delicado equilibrio entre amor a la patria y adhesión a unos principios racionalistas y reformistas. Moratín, como tantos otros, creyó que el progreso pasaba por abandonar las estructuras caducas del Antiguo Régimen y abrazar los ideales de la Ilustración, incluso si para ello debía alinearse momentáneamente con el invasor francés.

¿Fueron los afrancesados meros colaboracionistas? ¿O acaso se trataba de patriotas incomprendidos, que antepusieron el bienestar futuro de España a la opinión cambiante de su tiempo? La respuesta, como tantas veces en la historia, no es sencilla. Pero indagar en estas figuras olvidadas nos permite comprender mejor los dilemas morales y políticos de una España que luchaba por definirse entre la tradición y la modernidad.

Afrancesado vs. castizo_

Desde el siglo XVIII, el término afrancesado comenzó a usarse en España con un claro matiz despectivo. Servía para señalar, con desdén, a quienes abrazaban los ideales ilustrados procedentes de Francia, y para marcar una frontera simbólica frente a aquellos que se aferraban con orgullo a lo castizo, es decir, a lo genuinamente español según la concepción tradicional de la época.

En la segunda mitad del siglo XVIII, la influencia francesa se extendía como una ola por toda Europa, impregnando no solo la política, sino también las costumbres, la moda, el pensamiento y las artes. España, gobernada por una dinastía de origen borbónico, no fue ajena a esta corriente. Las élites ilustradas, conscientes del atraso estructural del país, vieron en Francia un modelo a seguir: comenzaron a estudiar su lengua, a importar sus libros y a replicar sus reformas administrativas y educativas, convencidas de que solo asumiendo estos cambios podría España avanzar hacia la modernidad.

Pero esta francofilia cultivada en palacios y salones no tardó en chocar con una realidad muy distinta. El pueblo llano, profundamente arraigado en sus tradiciones y escéptico ante toda influencia extranjera, contemplaba con desconfianza —cuando no con abierta hostilidad— esta transformación. Lo francés se asociaba al lujo, a la arrogancia, al desarraigo cultural, mientras que lo castizo representaba la autenticidad, la identidad popular y la resistencia frente a cualquier intento de adulteración nacional.

Así se fue consolidando una dicotomía que marcaría durante décadas la vida política y cultural española: afrancesado frente a castizo, ilustración frente a tradición, modernidad frente a identidad. Una tensión que no solo dividió a la sociedad de su tiempo, sino que dejó una huella profunda en el imaginario colectivo español.

Las luces del cambio_

El llamado Siglo de las Luces no solo trajo consigo una revolución en las ideas, sino también un profundo cambio en los gustos y costumbres de las élites españolas. La nobleza y la emergente burguesía comenzaron a mirar con admiración hacia Francia, adoptando sus modas y refinamientos con un entusiasmo que se reflejó en todos los aspectos de la vida cotidiana. La literatura, la música, el arte, el teatro, la indumentaria, el mobiliario, la gastronomía, el diseño urbano e incluso las estrategias militares se vieron impregnados por el modelo francés, percibido como sinónimo de modernidad, sofisticación y progreso.

Este interés por la cultura gala se intensificó aún más en los primeros años del siglo XIX, especialmente en Madrid, donde el conocimiento del francés se convirtió en una valiosa herramienta de ascenso social e intelectual. El prestigio de la lengua y del pensamiento ilustrado francés se consolidó en los círculos cultos y progresistas, y su influencia se extendió más allá de los ámbitos académicos tradicionales.

Si bien las Universidades y las Sociedades Económicas de Amigos del País actuaron como canales oficiales para la difusión de las nuevas ideas, existía otro espacio mucho más abierto y dinámico que jugó un papel crucial en la expansión del afrancesamiento cultural: los cafés. Estos establecimientos, situados a medio camino entre los salones aristocráticos y las populares tabernas, se convirtieron en auténticos foros de debate. En sus tertulias, los burgueses madrileños intercambiaban ideas, comentaban las últimas publicaciones llegadas de París, discutían las teorías filosóficas del momento y escuchaban con atención los relatos de extranjeros residentes en la capital o de compatriotas que, tras viajar a Francia, traían consigo noticias frescas del corazón intelectual de Europa.

Los cafés no solo ofrecían café, sino también un espacio para la reflexión y el debate. Eran el eco cotidiano de la Ilustración en las calles de Madrid, un puente entre el pensamiento ilustrado europeo y la vida pública española. Allí se encendían, palabra a palabra, las luces del cambio.

Defensa de “lo español”_

Como reacción frente al influjo creciente de la cultura francesa, surgió en España un movimiento que reivindicaba con orgullo las raíces nacionales y populares: el majismo. Esta corriente, que alcanzó su auge durante el reinado de Carlos IV, supuso la adopción por parte de ciertos sectores de la aristocracia de una estética y unos usos sociales inspirados en las clases populares urbanas. A través del lenguaje coloquial, la vestimenta castiza, la música tradicional y la exaltación de costumbres consideradas genuinamente españolas, la élite asumía una suerte de teatralización del pueblo, en la que lo popular se convertía en símbolo de autenticidad y resistencia cultural.

Este fenómeno, más que una simple moda, constituía una respuesta identitaria frente a la ola afrancesada que impregnaba la vida intelectual y social del país. La popularización de la nobleza no solo marcó un cambio de estilo, sino que conllevó un progresivo y vehemente rechazo hacia todo lo que oliera a extranjería, especialmente si procedía de Francia. La figura del majo y de la maja, con sus trajes llamativos y su actitud desafiante, se convirtieron en emblemas de una España orgullosa de su tradición y celosa de su independencia cultural.

Paralelamente, otro foco de oposición al afrancesamiento emergió con fuerza desde los púlpitos y la pluma del clero ultraconservador. En sus sermones y escritos, los sectores más reaccionarios de la Iglesia no dudaron en cargar con dureza contra las nuevas corrientes ilustradas que llegaban de Francia. Acusaban al enciclopedismo de sembrar el caos moral, y al espíritu ilustrado de fomentar un libertinaje contrario a los principios religiosos y a la autoridad establecida. Desde esta perspectiva, la Ilustración era vista no como una promesa de progreso, sino como una amenaza directa al orden tradicional y a la fe católica que cimentaba el alma de España.

Así, frente a las luces del pensamiento francés, se alzaron las sombras de una resistencia cultural tenaz, que buscaba preservar —no sin contradicciones— lo que se consideraba el verdadero espíritu de lo español.

Odio al francés… y al afrancesado_

Hacia finales del siglo XVIII, la tensión entre castizos y afrancesados dejó de ser un mero conflicto cultural para convertirse en una pugna abiertamente política. La Revolución francesa de 1789, con su mensaje radical de libertad, igualdad y fraternidad, fue recibida con recelo por amplios sectores de la sociedad española, especialmente entre el clero, la aristocracia conservadora y las clases populares, que temían el contagio de esas ideas disruptivas. Ese recelo se convirtió en hostilidad tras el estallido de la Guerra de la Convención (1793-1795), en la que España se enfrentó militarmente a la nueva Francia republicana. El enfrentamiento avivó un sentimiento antifrancés de carácter visceral, que pronto se extendería también hacia los compatriotas que mostraban simpatía por el modelo francés.

La situación se volvió aún más tensa con la alianza sellada entre Carlos IV y Napoleón Bonaparte, promovida por Manuel Godoy, figura polémica y ampliamente impopular. El Tratado de Fontainebleau de 1807, que permitía el paso de tropas francesas por territorio español, encendió las alarmas en todo el país. Poco después, el motín de Aranjuez precipitó la abdicación del rey, y el levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid —una insurrección espontánea del pueblo contra las tropas francesas— marcó el inicio de la Guerra de la Independencia Española. Con la imposición de José Bonaparte como nuevo monarca por designio de su hermano Napoleón, el odio al francés se convirtió también en odio al afrancesado.

En ese contexto inflamado, el término afrancesado adquirió una nueva carga simbólica, mucho más grave. Ya no aludía solamente a quien admiraba la cultura francesa o hablaba su lengua, sino que pasó a significar traidor a la patria. Fue aplicado de forma indiscriminada a todos aquellos españoles —secretarios, funcionarios, nobles e incluso miembros del clero— que juraron fidelidad al rey José I, ya fuese por oportunismo, por temor, o por la convicción de que el modelo reformista francés podía ser beneficioso para modernizar una España anclada en estructuras arcaicas.

La etiqueta de afrancesado se convirtió, así, en estigma. No importaban los matices ideológicos ni las intenciones reformistas: bastaba con haber colaborado, siquiera mínimamente, con la administración bonapartista para ser marcado con el hierro del oprobio. Muchos de estos hombres y mujeres pagarían un alto precio por su elección, viéndose obligados al exilio, al silencio o a la persecución, mientras la España castiza, enarbolando la bandera de la resistencia nacional, escribía con sangre una nueva página de su historia.

La élite intelectual_

La mayoría de los llamados afrancesados no eran oportunistas ni traidores, sino miembros de la élite intelectual del país, herederos directos del espíritu reformista de la Ilustración española. Eran hombres —y, en menor medida, mujeres— formados en los ideales del Siglo de las Luces, que habían encontrado su mayor expresión durante el reinado de Carlos III, monarca ilustrado que impulsó la ciencia, la educación y la racionalización del Estado. Estos pensadores veían en el dominio de la razón y en el ideario de la Enciclopedia francesa una vía posible —y necesaria— para sacar a España del atraso estructural en el que se hallaba sumida.

Muchos de ellos participaron activamente en la redacción del Estatuto de Bayona en 1808, un texto constitucional promovido por José Bonaparte y considerado por diversos historiadores como el primer intento de Constitución en España, anterior incluso a la célebre Pepa de 1812. Aunque su legitimidad fue siempre cuestionada por haberse redactado bajo tutela francesa, lo cierto es que el documento incorporaba principios avanzados: reconocimiento de derechos individuales, reorganización del poder ejecutivo y reformas económicas orientadas al bien común.

Desde esta perspectiva, los afrancesados no veían en José I Bonaparte solo a un rey impuesto, sino también a un posible agente de modernización, capaz de aplicar desde el poder reformas que llevaban décadas siendo debatidas sin éxito. Consideraban que España no podía seguir anclada en el absolutismo ni en las inercias del Antiguo Régimen, y que colaborar con el nuevo monarca, por polémico que fuera, era una oportunidad —quizá la única— de poner en práctica las ideas ilustradas que tanto habían defendido.

Esta postura racionalista, sin embargo, chocaba frontalmente con el sentir general del país. Cuando en mayo de 1808 estalló la insurrección popular contra las tropas napoleónicas, el pueblo español eligió las armas como vía de resistencia. En ese contexto de violencia y fervor patriótico, los afrancesados, por más que actuaran movidos por principios reformistas, fueron rápidamente etiquetados como traidores. Para los sectores absolutistas, que aspiraban a restaurar a Fernando VII y preservar el orden tradicional, no había mayor traición que apoyar al "rey intruso" y a los ideales venidos del extranjero.

Así, la élite ilustrada que durante décadas había buscado iluminar al país con las luces de la razón, se vio empujada a la oscuridad del rechazo, la incomprensión y, en muchos casos, el exilio.

Represalias y exilio_

La caída del régimen josefino no supuso solo el fin de un experimento político, sino también el inicio de una dura campaña de represalias contra quienes habían colaborado con él. Las Cortes de Cádiz, en pleno proceso de reconstrucción nacional, aprobaron en 1812 dos resoluciones claves: en ellas se ordenaba la confiscación de todos los bienes pertenecientes no solo a la corte de José Bonaparte, sino también a cuantos hubiesen participado activamente en su administración. A medida que las tropas francesas eran expulsadas del territorio español, se ponía en marcha un proceso de depuración que no tardaría en traducirse en persecuciones, marginación y ruina para los considerados afrancesados.

La derrota definitiva de José I Bonaparte en la batalla de Vitoria, en junio de 1813, fue el punto de inflexión. Con el ejército francés en retirada, y ante la certeza de que ya no era posible sostener el proyecto reformista bajo tutela gala, miles de afrancesados tomaron la dolorosa decisión de abandonar su país. Acompañaron al ejército vencido en su éxodo hacia el norte, cruzando los Pirineos con lo poco que pudieron salvar, sabedores de que no serían recibidos como patriotas sino como traidores. Este fue, en efecto, el primer gran exilio político de la historia contemporánea española.

Se estima que cerca de 12.000 españoles buscaron refugio en Francia durante el momento álgido de esta diáspora. Entre ellos se contaban eclesiásticos, nobles, militares, juristas, científicos, artistas y escritores: buena parte de la élite ilustrada que había intentado, desde la razón y el poder, modernizar España. Su marcha no solo supuso una pérdida humana e intelectual incalculable, sino también el cierre simbólico de una etapa histórica marcada por el esfuerzo reformista y el sueño ilustrado.

Instalados en ciudades como Burdeos, París o Toulouse, muchos de estos exiliados vivieron en condiciones difíciles, arrastrando el estigma del colaboracionismo, pero también conservando una cierta dignidad moral por haber intentado —aunque fuera del lado equivocado de la historia— transformar su país. Para ellos, el precio de la fidelidad a sus ideas fue la distancia, el olvido y, en muchos casos, el silencio.

El exilio interior_

Para quienes, tras la caída del régimen josefino, decidieron permanecer en España a pesar de haber sido vinculados —con razón o sin ella— al gobierno de José Bonaparte, la vida se convirtió en una auténtica pesadilla. La derrota del invasor no trajo consigo la reconciliación, sino una oleada de odio ciego y venganzas populares que se extendieron por todo el país. Aquellos considerados sospechosos de simpatizar con los afrancesados fueron objeto de linchamientos, represalias físicas y humillaciones públicas. Muchos fueron denunciados por sus propios vecinos, víctimas del miedo, del resentimiento o del oportunismo.

En medio de este clima de delación y violencia, los acusados apenas podían defenderse. Presentaban pliegos de descargo, alegatos desesperados con los que intentaban probar su inocencia o la escasa relevancia de su implicación, pero la mayoría resultaban inútiles frente a la marea de hostilidad desatada. La etiqueta de afrancesado era ya un estigma difícil de borrar, y en muchos casos bastaba con una sospecha, una carta o una antigua amistad para caer bajo el peso de la represión.

Para canalizar —y, en teoría, racionalizar— esta caza de brujas, se estableció un tribunal especial encargado de instruir los sumarios y reunir testimonios, tanto a favor como en contra de los inculpados. Sin embargo, en la práctica, el proceso se convirtió en una maquinaria implacable de purga política y social, en la que el deseo popular de venganza pesaba más que cualquier criterio jurídico o moral.

Nadie parecía a salvo. El rigor de la justicia restaurada —una justicia impregnada de pasión y resentimiento— no hizo distinciones entre los altos cargos y los simples ciudadanos. Bastaba con haber ocupado un pequeño puesto administrativo, con haber leído a Voltaire o haber sido visto en compañía de alguien comprometido, para caer en desgracia. Las cárceles, pronto desbordadas, se llenaron de presuntos colaboracionistas. La situación fue tal que se hizo necesario habilitar incluso un sector del parque del Retiro de Madrid para albergar a los detenidos, convertidos en parias dentro de su propia patria.

Para muchos, este fue el peor de los exilios: no el del destierro físico, sino el del aislamiento moral y la exclusión social. Un exilio interior, vivido en silencio, entre la sospecha y el desprecio, sin horizonte de redención.

Falsas esperanzas_

Mientras en España se sucedían las purgas y los juicios sumarios, los afrancesados exiliados en Francia mantenían viva una esperanza que, con el paso del tiempo, se revelaría amarga y equivocada. Muchos de ellos confiaban aún en que el país al que habían servido —o al menos al que habían apoyado en nombre de un proyecto reformista— no los dejaría caer en el olvido. Esperaban algún tipo de reconocimiento, una compensación moral o material por los servicios prestados al régimen de José Bonaparte. Pero la realidad fue muy distinta.

El Estado francés, lejos de acoger con gratitud a estos expatriados, optó por la indiferencia. Incluso las súplicas del propio José I Bonaparte, ya apartado del trono y refugiado también en suelo francés, fueron ignoradas. Francia, sumida en su propia inestabilidad política tras la caída del Imperio napoleónico, no estaba dispuesta a abrir sus puertas a quienes eran, en definitiva, incómodos recordatorios de una intervención fallida. La causa afrancesada quedó huérfana, abandonada tanto por el país de origen como por el que habían considerado su modelo.

A pesar de todo, muchos de estos exiliados se aferraron a la idea de que su destierro sería breve, que la España ilustrada por la que habían apostado acabaría por abrirles de nuevo sus puertas. Esa esperanza, tantas veces frustrada, encontró finalmente un resquicio de luz en 1820, cuando el pronunciamiento militar de Rafael del Riego en Cabezas de San Juan logró restaurar la Constitución de Cádiz. Comenzaba así el breve pero esperanzador Trienio Liberal (1820-1823), una ventana histórica en la que el liberalismo pareció tener una segunda oportunidad.

Durante esos tres años de apertura política, alrededor de tres mil exiliados lograron regresar a su país, algunos con la ilusión intacta, otros marcados por la amargura del tiempo perdido. Pero muchos ya no volverían jamás. Varios miles habían muerto en Francia, lejos de su tierra, consumidos por la nostalgia, la pobreza o la resignación. Su historia quedó en muchos casos sepultada bajo el polvo del olvido, como tantas veces ocurre con quienes se adelantaron a su tiempo.

Vuelve ‘el deseado’_

Pero las esperanzas de reconciliación y regeneración liberal fueron efímeras. En 1823, la historia dio un nuevo giro amargo con el regreso de Fernando VII al poder absoluto, esta vez gracias a la intervención de otro ejército francés: los Cien Mil Hijos de San Luis, enviados por la Santa Alianza para sofocar el constitucionalismo en España. Paradójicamente, sería una fuerza extranjera la que restauraría el absolutismo, en nombre del orden tradicional.

Con el monarca de nuevo en el trono, desprovisto de cualquier compromiso con las libertades constitucionales, el panorama para los afrancesados se tornó sombrío y definitivo. El exilio, ya no como tránsito sino como destino irreversible, se impuso sobre quienes habían apostado por la razón, la reforma y la modernidad. Para ellos, y para sus familias, España se cerraba como una puerta clausurada con violencia.

Pese a que muchos de estos hombres representaban una parte esencial del patrimonio intelectual y cultural de la nación, su labor quedó sepultada bajo el peso de las revanchas y el olvido. Filósofos, juristas, poetas, científicos y artistas que habían brillado en los salones ilustrados, se vieron reducidos en Francia a una existencia discreta, ganándose la vida como traductores, correctores, profesores de español o pequeños burócratas en la periferia de un país que nunca los consideró del todo suyos.

Nombres como Tomás de Iriarte, Meléndez Valdés, Francisco de Goya, José Hermosilla, Mariano Luis de Urquijo, José Marchena o Alberto Lista, se sumaron a ese largo y trágico éxodo. Todos ellos fueron figuras destacadas de la Ilustración española, obligadas a abandonar su patria no por renunciar a ella, sino por haber querido transformarla.

Entre todos, quizá fue Leandro Fernández de Moratín quien mejor encarnó el espíritu del afrancesado hasta sus últimas consecuencias. Dramaturgo brillante, defensor incansable del racionalismo y del progreso, Moratín vivió su exilio con dignidad, alejado de las pasiones políticas, pero fiel hasta el final a los ideales que marcaron su vida y su obra. En él confluyen el humanismo ilustrado, la decepción del desterrado y la amarga lucidez del que sabe que, por amor a su país, ha tenido que abandonarlo.

Superviviente, de nacimiento_

Leandro Eulogio Melitón Fernández de Moratín y Cabo vino al mundo en Madrid, el 10 de marzo de 1760, en un edificio situado en la calle que hoy, en homenaje a su memoria, lleva su nombre. Nació en pleno corazón del Barrio de las Letras, un lugar que, ya en aquella época, respiraba cultura, arte y conversación ilustrada.

Fue el primogénito y, trágicamente, el único de sus hermanos que logró sobrevivir. Tres antes que él murieron en la infancia, y el propio Leandro rozó la muerte a los cuatro años, víctima de una viruela que marcó no solo su cuerpo, sino también su alma. Aquel episodio temprano, límite y silencioso, dejó una huella indeleble en su carácter, tornándolo reservado, introspectivo, casi hermético. La timidez sería desde entonces uno de los rasgos que lo acompañaría durante toda su vida.

De salud frágil, sus primeros años transcurrieron lejos del bullicio escolar. Comenzó sus estudios con un maestro particular que acudía a su domicilio y, más adelante, en una pequeña escuela de primeras letras cercana a la casa familiar. Pero lo que realmente alimentó su intelecto no fueron las aulas convencionales, sino el ambiente cultural que lo rodeaba en su propio hogar.

Su padre, Nicolás Fernández de Moratín, fue poeta, dramaturgo y abogado, además de una figura clave del círculo ilustrado madrileño. La casa de los Moratín era un centro de efervescencia intelectual, donde se debatían obras, se recitaban versos y se discutían ideas con una intensidad poco común. Nicolás fue, de hecho, uno de los fundadores de la primera tertulia madrileña que tuvo lugar en la célebre Fonda de San Sebastián, punto de encuentro de escritores, pensadores y humanistas.

En ese clima de libros, conversaciones y pensamiento ilustrado creció Leandro, rodeado desde la cuna por la palabra escrita y hablada. Si el destino parecía haberlo condenado al aislamiento físico, la cultura lo rescató para el mundo. Y sería precisamente ese mundo —el de la razón, la escena y la reforma— el que él elegiría más tarde como su patria verdadera.

Saliendo adelante_

La formación cultural del joven Leandro, por muy cuidada que hubiese sido bajo la tutela de su padre, no dejaba de tener un marcado carácter autodidacta. A pesar de haberse criado entre libros y tertulias, carecía de los títulos universitarios que abrían las puertas a los cargos más elevados o al ejercicio de profesiones prestigiosas. Así, empujado por las circunstancias y por la necesidad de un sustento estable, inició su vida laboral en un oficio muy distinto al de las letras: el de joyero, una tradición familiar que venía de su abuelo paterno. Durante un tiempo trabajó como oficial en la Joyería del Rey, al lado de dos de sus tíos, en un mundo donde el brillo de los metales preciosos contrastaba con las aspiraciones más elevadas de su espíritu.

La muerte de su padre en 1780, cuando Leandro apenas contaba veinte años, supuso un giro abrupto en su vida. De pronto, se vio convertido en cabeza de familia, al cuidado de su madre y con recursos limitados. La figura protectora y guía intelectual que había sido Nicolás Fernández de Moratín desaparecía, dejándole solo frente a un futuro incierto y lleno de obstáculos. Desde entonces, su destino quedó a merced del favor de los poderosos, de mecenas e instituciones, y de su propia capacidad para sortear la inestabilidad de la vida sin más patrimonio que su talento y su tesón.

Y, sin embargo, ni la precariedad económica ni la falta de reconocimiento oficial lograron apagar su vocación literaria. Persistente y apasionado, Leandro comenzó a abrirse paso en los círculos culturales del momento gracias a su pluma. Sus primeros versos obtuvieron reconocimiento en concursos públicos organizados por la Real Academia Española, que le otorgó varios premios de poesía. Aquel joven tímido y enfermizo, que había estado a punto de morir de niño y que ahora luchaba por sobrevivir en un mundo adverso, comenzaba a ser escuchado. Había dado el primer paso —humilde pero firme— hacia una carrera literaria que, con el tiempo, lo convertiría en uno de los dramaturgos más relevantes del siglo XVIII español.

Un viaje inspirador_

En 1787, Leandro Fernández de Moratín emprendió uno de los viajes más significativos de su vida. Gracias a la estrecha amistad que le unía a Gaspar Melchor de Jovellanos —uno de los grandes pilares de la Ilustración española—, el joven madrileño puso rumbo a París, la capital de la cultura europea, el corazón palpitante de las nuevas ideas. Allí, entre salones ilustrados y calles que ya comenzaban a vibrar con los ecos de la inminente revolución, Moratín entró en contacto directo con el pensamiento moderno, empapándose del espíritu racionalista, reformador y crítico que impregnaba el ambiente.

De regreso a Madrid, transformado por aquella experiencia vital e intelectual, decidió canalizar su entusiasmo ilustrado a través de la sátira y el ingenio. Así nació una curiosa y provocadora iniciativa: la fundación de una academia literaria burlesca que llevaría por nombre los Acalófilos, o amantes de lo feo. Bajo esta etiqueta irónica, Moratín y sus amigos denunciaban los abusos estilísticos, el mal gusto y la vacuidad de una literatura que, a su juicio, había perdido el contacto con la razón y la utilidad social. El gesto, entre lúdico y reformista, revelaba ya su intención de renovar el panorama cultural desde una posición crítica, pero también profundamente comprometida.

Su búsqueda incansable de influencias, así como su creciente prestigio entre los círculos ilustrados, terminaron por abrirle las puertas del poder. Moratín logró atraer la atención de Manuel Godoy, influyente primer ministro de Carlos IV, quien se convirtió en su protector y mecenas. Gracias a su patrocinio, no solo pudo ver representadas sus comedias con generoso apoyo institucional, sino que emprendió un ambicioso viaje de formación por Europa que se extendería durante cinco años.

En ese extenso periplo visitó nuevamente Francia, pero también Inglaterra, los Países Bajos, Alemania, Suiza e Italia. Aquella travesía, más que un viaje, fue una peregrinación ilustrada, en la que Moratín no solo observó el mundo, sino que lo registró con una minuciosidad propia de un naturalista de las costumbres. Los cuadernos de notas que fue elaborando a lo largo del camino —donde consignaba paisajes, usos sociales, obras de arte, estructuras urbanas y escenas cotidianas— son considerados hoy el germen de las guías de viaje modernas, pero también un testimonio único de una Europa en plena transformación, vista con los ojos de un español que ansiaba traer la modernidad a su tierra.

Un éxito rotundo_

Tras su regreso a España, Leandro Fernández de Moratín alcanzó la cima de su carrera teatral con una obra destinada a convertirse en un hito de las letras españolas: El sí de las niñas. Estrenada el 24 de enero de 1806 en el Teatro de la Cruz de Madrid, la comedia fue un éxito sin precedentes. Durante veintiséis días consecutivos se mantuvo en cartel, algo inaudito hasta entonces en los escenarios de la capital, y todo un indicio del poderoso eco social que su propuesta estaba generando.

En esta pieza, Moratín daba forma escénica a una de sus más profundas convicciones morales y sociales: la denuncia frontal de los matrimonios de conveniencia, tan comunes en la España del Antiguo Régimen. Aunque ya había abordado esta problemática en obras anteriores como El barón (1787) y El viejo y la niña (1790), fue en El sí de las niñas donde alcanzó una madurez dramática y una claridad crítica insuperables. Con lenguaje sobrio, diálogos incisivos y una estructura perfectamente medida, la obra ponía en cuestión la autoridad despótica de los padres, la sumisión forzada de las hijas y el carácter opresivo de una moral social que disfrazaba el abuso de tradición.

La raíz de esta obsesión no era meramente ideológica. Moratín hablaba desde una herida personal. A los veinte años, se había enamorado de una joven llamada Sabina Conti, de apenas quince. A pesar del afecto mutuo, Sabina fue obligada por su familia a casarse con un hombre mucho mayor, elegido por conveniencia y no por amor. Aquel episodio dejó en Moratín una cicatriz emocional que se transformó en una causa literaria. Desde entonces, combatió con la pluma lo que no pudo impedir con la palabra: el destino impuesto sobre los sentimientos de los más jóvenes.

La respuesta del público no se hizo esperar. El sí de las niñas despertó elogios entusiastas entre quienes veían en ella un alegato por la libertad individual y la razón, pero también provocó un escándalo entre los sectores más conservadores. Para muchos, la obra atentaba contra el orden establecido y desafiaba los pilares morales de la familia y la obediencia filial. Las críticas más virulentas vinieron, además, de quienes empezaban a percibir a Moratín como un afrancesado, protegido por el todopoderoso Manuel Godoy y, por tanto, sospechoso de simpatizar con ideas extranjeras que ponían en jaque la tradición española.

Y sin embargo, a pesar de las críticas, el éxito era ya imparable. Moratín había logrado lo que pocos: convertir el teatro en un instrumento de reforma, en un espejo crítico de la sociedad, y en un espacio donde la risa y la reflexión se daban la mano. Con El sí de las niñas, la Ilustración española encontraba por fin su obra maestra escénica.

El principio del fin_

El 17 y 18 de marzo de 1808, el Motín de Aranjuez desencadenó una de las sacudidas políticas más determinantes para la monarquía borbónica… y para la vida de Leandro Fernández de Moratín. La caída fulminante de Manuel Godoy, odiado valido de Carlos IV y protector del dramaturgo, marcó el inicio de un colapso político sin retorno. Ante el clima de agitación popular y el estallido de la violencia en Madrid, Moratín optó por acompañar a Godoy en su huida hacia Vitoria, temiendo ser objeto de represalias por su cercanía al poder y su ya conocida simpatía por las ideas ilustradas.

Con la abdicación de Carlos IV y la fulminante llegada de José Bonaparte al trono español, el nuevo orden trajo para Moratín tanto esperanza como peligro. De regreso a Madrid, fue nombrado bibliotecario mayor de la Real Biblioteca por el nuevo monarca, un cargo que reconocía su prestigio intelectual pero también lo vinculaba directamente con un régimen impuesto por la fuerza. A ojos de muchos, aquel nombramiento no era sino una confirmación de su condición de afrancesado.

Sin embargo, lejos de representar una consolidación profesional, este nuevo capítulo se vería pronto truncado por la realidad bélica. Los avatares de la Guerra de la Independencia, la inestabilidad del territorio y el avance del fervor patriótico obligaron a Moratín a una constante huida dentro de su propio país. Buscando refugio en lugares cada vez más alejados del epicentro del conflicto, pasó por Valencia, luego por la fortificada Peñíscola y más tarde por la convulsa Barcelona.

Pero la guerra, implacable, no dejaba espacios seguros. Finalmente, acorralado por la derrota del régimen josefino y el inminente regreso del absolutismo, Moratín se vio forzado a tomar el camino del exilio. Como tantos otros intelectuales que habían apostado por la modernización del país desde la razón y la reforma, cruzó los Pirineos y se instaló en Francia, el lugar que durante años había admirado y que ahora se convertía en su nuevo —y definitivo— hogar.

Con este exilio comenzaba el último acto de su vida: un largo destierro marcado por la melancolía, la dignidad y el silencioso testimonio de un hombre que, sin dejar de amar a su país, había sido expulsado por él.

El pozo del exilio_

A partir de su exilio forzoso, Leandro Fernández de Moratín quedó definitivamente marcado con el estigma del afrancesado. Sus bienes fueron confiscados y su nombre, hasta entonces respetado en los círculos ilustrados, quedó asociado a la traición y al descrédito por gran parte de la opinión pública española. Aislado, envejecido prematuramente por el peso de la derrota moral y política, y sumido en una profunda depresión, Moratín decidió establecerse en Burdeos, acogido por la familia de su amigo y confidente Manuel Silvela, quien le ofreció algo más valioso que un techo: un entorno afectuoso en medio del exilio.

En Burdeos compartió el silencio del destierro con otro ilustre expatriado: Francisco de Goya, el gran pintor que, como él, había sido testigo de la ruina del ideal ilustrado y de los estragos de la intolerancia. Entre ambos, dos de los espíritus más lúcidos de su generación, se tejió en ese rincón del exilio una amistad crepuscular, un diálogo callado entre la palabra y la imagen, entre la razón herida y la memoria doliente.

En 1825, Moratín sufrió una apoplejía que mermó definitivamente su salud. Murió en París el 21 de junio de 1828, lejos de la ciudad donde había nacido y de los escenarios donde triunfó. Fue enterrado en la capital francesa, aunque en 1855, casi tres décadas después, sus restos serían trasladados a Madrid. Hoy reposan en el Cementerio de San Isidro, entre otras figuras ilustres de la historia cultural española, como un acto de justicia póstuma y reconciliación simbólica.

Leandro Fernández de Moratín fue, sin duda, el más notable comediógrafo de la escuela neoclásica española del siglo XVIII. Su obra dejó una huella profunda en la evolución del teatro nacional, influyendo decisivamente en dramaturgos posteriores como Francisco Martínez de la Rosa, Ventura de la Vega, Manuel Bretón de los Herreros, y, ya en el siglo XX, Jacinto Benavente, quien reconocería en él a un precursor esencial.

Pese a su doloroso desarraigo, la figura de Moratín no tardó en ser rehabilitada por la posteridad. Su memoria, rescatada del olvido, ha sido reivindicada no solo como la de un gran autor, sino como la de un símbolo: el del exiliado que, aun lejos de su patria, nunca dejó de pensar en ella, ni de escribir para ella. Su vida encarna, como pocas, el drama silencioso de tantos compatriotas forzados al destierro, que murieron con la esperanza de volver algún día, con la pregunta sin respuesta de quiénes podrían haber sido si no hubieran tenido que marcharse.

Moratín no solo fue víctima de su tiempo, sino testigo lúcido de su decadencia. Y en esa lucidez radica, aún hoy, la vigencia de su voz.


Leandro Eulogio Melitón Fernández de Moratín (Madrid, 1760-París, 1828)

Leandro Eulogio Melitón Fernández de Moratín (Madrid, 1760-París, 1828)

Dócil, veraz, de muchos ofendido, / de ninguno ofensor, las Musas bellas / mi pasión fueron, el honor mi guía. / Pero si así las leyes atropellas, / si para ti los méritos han sido / culpas, adiós, ingrata patria mía
— Leandro Fernández de Moratín


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