Una espina clavada
Concha Espina: la memoria del olvido
¿Qué crees que se necesita para llegar a ser alguien admirado, dar nombre a una calle, ser citado en los libros de Historia o que tu estatua presida una concurrida plaza? Talento, esfuerzo, valentía, decisión o creatividad son sólo algunas de las características comunes a muchos de los grandes personajes que han pasado a la posteridad y recordamos hoy en día… pero, ante todas ellas, durante siglos, fue primordial disponer de una más para conseguir hacer historia: ser hombre. Y es que, si convertirse en una persona de renombre nunca fue tarea fácil, lo cierto es que en el caso de las mujeres siempre ha sido aún más complicado.
La historia de la literatura española por ejemplo, como la de la cultura en general, dejó de incluir entre sus figuras más destacadas a muchas autoras mujeres, de manera que nuestros libros de texto quedaron privados de la mitad de sus protagonistas más notables… puede incluso que de la mitad más valiosa.
Y es que el siglo XIX fue especialmente opaco para muchas literatas de un talento desbordante y cuya producción mereció, sin duda, mucho más impulso. Fueron malos tiempos para ser mujer si se destacaba en un mundo de hombres.
Como en cualquier otro ámbito de la sociedad española de finales del siglo XIX, el panorama literario no solo se encontraba dominado por hombres sino, además, por escritores de primera fila, entre otros los miembros de la llamada “Generación del 98”, compuesta por autores como Azorín, Baroja, Machado, Valle Inclán, Maeztu, etc.
Sin embargo, la voz de mujeres como Carmen de Burgos ”Colombine”, Consuelo Álvarez Pool “Violeta” o de aquellas que compusieron el denominado grupo de “las sinsombrero”, cayó en el más injusto de los silencios, debido a las circunstancias de su tiempo.
Afortunadamente en los últimos años, gracias al esfuerzo de pequeñas editoriales e investigadores, ha sido posible recuperar la memoria literaria de muchas mujeres que fueron olvidadas o relegadas a un papel menor del que realmente merecieron en el desarrollo de la Edad de Plata de nuestra cultura.
A pesar de todo, es muy probable que en ese camino de reparación hayamos dejado de lado a uno de los nombres femeninos más importantes y singulares de la literatura española: Concha Espina. Mujer pionera e independiente, no sólo luchó por romper las mismas barreras que el resto de las mujeres de su época sino que, además, tuvo que sacar adelante a su familia.
María de la Concepción Jesusa Basilisa Rodríguez-Espina y García-Tagle (más conocida como Concha Espina) nació el 15 de abril de 1869 en Santander, en el seno de una familia acomodada, tradicional y católica, valores que acompañarían a Concha durante toda su vida.
Sin embargo, la vida holgada y tranquila de su niñez cambiaría cuando tenía trece años de edad y los negocios de su padre quebraron. Obligados a vender su casa de Santander, se trasladaron al pueblecito de Mazcuerras, donde la casa de su abuela materna pasó a ser el domicilio familiar.
En esta localidad rural de Cantabria transcurrieron muchos de los años de infancia de Concha Espina. Allí, aquella niña inquieta y autodidacta disfrutaba de la lectura y comenzaba a escribir sus primeros poemas con la ayuda de su madre.
En 1891 fallecía su madre, única fuente de inspiración y apoyo en el desarrollo intelectual de Concha Espina. Fue un golpe muy duro para una joven de veintidós años que carecía de una buena formación académica y de ingresos propios. La única salida para ella era el matrimonio de conveniencia.
En 1893, Concha se casaba con Ramón de la Serna y Cueto, hombre acaudalado que había heredado un próspero negocio familiar en Chile. Hacia el país sudamericano puso rumbo la pareja nada más celebrarse la boda.
Sin embargo, la estancia en Chile no iba a ser tan prometedora como habían imaginado, y es que, la mala cabeza y los dispendios de Ramón iban a acabar con su patrimonio en pocos años.
Mientras los negocios de su marido se tambaleaban, Concha no quedó de brazos cruzados y comenzó a escribir para varios diarios chilenos, logrando así paliar la maltrecha economía familiar. A pesar de todos sus esfuerzos, la inevitable ruina obligó al matrimonio a regresar a España en 1898 junto a sus dos hijos.
De vuelta a Cantabria, Concha continuó desarrollando su actividad como colaboradora en prensa. También consiguió ganar su primer certamen literario, lo que le animó a escribir su primera novela, La niña de Luzmela, publicada en 1909 con una gran aceptación de la crítica.
El incipiente prestigio de Concha Espina como escritora llegó al máximo con el éxito editorial y social de esta novela, hasta tal punto que el respetado e influyente Marcelino Menéndez Pelayo alabó públicamente el talento de la escritora y la animó a trasladarse a Madrid, donde podría disfrutar de mayores oportunidades para explorar y explotar sus capacidades literarias.
Incomprensiblemente, estos triunfos incidieron de manera negativa en su matrimonio, a causa de los celos profesionales de su marido, provocando una ruptura irreparable en la pareja. El vaso de la paciencia de Concha había rebosado, por lo que decidió separarse de su marido y tomar las riendas de su vida, aburrida de un matrimonio infeliz que limitaba su crecimiento personal y profesional.
Aprovechando sus contactos internacionales, la escritora consiguió a su aún esposo un puesto de trabajo en México. Mientras, ella se instalaba con sus cuatro hijos en Madrid y comenzaba una nueva vida. Era el año 1909, y como único bagaje, Concha Espina llevaba consigo el éxito de su primera novela. Desde aquel momento los únicos ingresos de la familia fueron los que ella aportaría como escritora.
Si en la España del momento las probabilidades de hacerse hueco en la literatura eran pocas para cualquier aspirante a autor notable, las de una madre de familia eran ínfimas. No obstante, Concha luchó contra viento y marea por sacar adelante a sus hijos.
De inmediato, comenzó una fecunda carrera literaria que ya no dejaría de crecer, tanto en España como en América, consiguiendo contra todo pronóstico convertirse en la primera mujer española que pudo hacer de la literatura su modo de vida.
Aunque escribió ensayos, estudios y poesía, fueron sus cuentos y novelas con los que alcanzaría notoriedad y reconocimiento, hasta el punto de que fueron traducidas a otros idiomas y convirtieron a Espina en una especie de autora de best-sellers, famosísima en aquel tiempo.
Su estilo literario era muy variable y difícilmente clasificable en un único apartado, fluyendo desde el realismo, el romanticismo, el costumbrismo y el regionalismo de su tierra, hasta el modernismo y la denuncia social.
Todas sus novelas estaban basadas en experiencias que ella misma había vivido. Así, sus protagonistas suelen ser mujeres que se debaten siempre en una encrucijada entre lo que la sociedad les impone y lo que realmente desean… algo que Espina había experimentado en carne propia.
Trabajadora incombustible, llegó a producir una media de un libro cada dos años, alguno de los cuales fue galardonado con los premios de la Real Academia Española, como La esfinge maragata y Tierras del Aquilón. También recibió el Premio Nacional de Literatura por Altar mayor.
Viajó a Estados Unidos (cuando nadie más lo hacía) hasta en tres ocasiones, para ofrecer conferencias en diferentes universidades. Allí fue nombrada vicepresidenta de la Hispanic Society y miembro de honor de la Academia de las Letras y las Artes de Nueva York.
Todos estos grandes méritos hicieron a Concha Espina candidata al Premio Nobel de Literatura en tres ocasiones sucesivas: 1926, 1927 y 1928. Tristemente, su candidatura fue rechazada por la Academia Sueca, al igual que la Real Academia de la Lengua Española rechazó concederle el sillón de académica.
No obstante, ninguno de estos dos reconocimientos hubieran hecho tanta ilusión a la escritora cántabra como el que le brindó su pueblo, Mazcuerras, al decidir adoptar oficialmente el nombre de Luzmela, con el que Concha lo había bautizado en su primera novela.
Espina fue una autora versátil y exploró todos los géneros literarios, incluido el de la tertulia. Nunca fue asidua de cafés ni salones, por lo que decidió organizar una tertulia semanal en su primer domicilio madrileño, en la Calle Goya.
A ”los miércoles de Concha Espina” asistían hombres y mujeres de la alta burguesía y la intelectualidad madrileñas, críticos, poetas noveles, artistas, periodistas, novelistas, intelectuales y un buen número de escritoras y poetisas emergentes.
El 14 de abril de 1931 se proclamaba en España la II República. Concha Espina la recibió con agrado ya que, entre otras cosas, le permitiría conseguir el divorcio de un marido del que llevaba más de veinte años separada, gracias a la ley impulsada por Clara Campoamor. Sin embargo, no tardó en mostrarse reticente al nuevo gobierno y, una vez iniciada la Guerra Civil, pasó a mostrar su apoyo al bando sublevado.
En 1938, Concha Espina empezó a perder la vista y en 1940 quedó completamente ciega. Pese a ello, siguió escribiendo con la ayuda de varias secretarias y de una falsilla de madera que le permitía trazar líneas rectas sobre el papel.
Fue entonces cuando su obra adoptó un carácter católico y tradicionalista alejado del que había marcado su estilo hasta el momento: lo mejor de su literatura había quedado atrás.
A pesar de las dificultades continuó siendo una incansable trabajadora, hasta el punto de que la muerte la sorprendió escribiendo, en la mesa de su despacho, en esta su casa de la Calle Alfonso XII de Madrid, el 19 de mayo de 1955. Sus restos reposan hoy en el madrileño Cementerio de la Almudena.
A partir de ese momento, el olvido cayó sobre la figura y los logros de la escritora… una amnesia histórica que en gran parte tiene que ver con el cambio en los gustos literarios, pero también con su posición política final. No obstante, y ateniéndonos a cuestiones estrictamente literarias, la valía de Concha Espina y su influencia en las letras españolas posteriores es innegable.
Recuperar hoy su memoria, biográfica y literaria, supone hacer justicia con una de las literatas españolas más importantes del siglo XX, aquella niña que desde sus primeros versos consiguió con mucho esfuerzo hacerse un hueco y ocupar su lugar en un mundo de hombres… pero ante todo, reconocer el inmenso valor de una madre que luchó sola por sacar adelante a sus hijos con el fruto de su trabajo. Concha Espina fue, sin duda, la gran protagonista de la mejor novela: su propia vida.