Prueba de fuego
Quemaderos de la Inquisición: el fuego de dios
30 de junio de 1680, festividad de San Pablo. No es un día cualquiera en Madrid. La Villa y Corte amanece agitada porque hoy se celebrará en la Plaza Mayor uno de los mayores autos de fe hasta la fecha en España y estará presidido desde la tribuna por el rey, Carlos II.
El propio monarca ha solicitado que este auto general del Santo Oficio, en el que serán juzgados hasta ciento veinte reos llegados de todos los rincones del país, se lleve a cabo en Madrid como parte de los fastos en honor a su matrimonio con María Luisa de Orleans y para conmemorar el triunfo de la fe católica sobre la herejía judaica.
El espectáculo que está a punto de desarrollarse despierta a partes iguales el rechazo y la exaltación entre los habitantes de la Villa, que desde hace un mes tienen noticia de este “juicio de Dios” anunciado a través de la publicación de un bando y del estandarte del Santo Oficio que ha permanecido colgado en el balcón del inquisidor general.
El día ha llegado. Todo está listo en las abarrotadas calles de Madrid por las que el gentío grita: “¡Viva la fe de Cristo!”. Los tenderos aprovechan la ocasión para hacer su agosto y los rateros la descuidada multitud para llenar sus bolsas.
El día anterior, al anochecer, se celebraron, siguiendo el riguroso protocolo que marca la ocasión, las procesiones de la Cruz Verde y la Cruz Blanca, con destino a la Plaza Mayor la primera y al quemadero de San Bernardo la segunda.
Los reos permanecen desde hace días en las cárceles del Tribunal de Corte, custodiados por la llamada Compañía de los Soldados de la fe, compuesta por más de ciento cincuenta hombres pertenecientes a las diferentes órdenes militares, encargados de acompañar a los reos hacia su juicio y entregarlos al brazo secular para la ejecución de penas.
Desde la noche anterior cada reo conoce su sentencia y condena. Cuentan además con la compañía de dos religiosos cada uno, dispuestos a asistirles espiritualmente e intentar conseguir su arrepentimiento… algo que no les librará en ningún caso de un castigo ejemplar.
Ciento veinte condenados, ochenta y seis en persona y treinta y cuatro en efigie… muñecos del tamaño de un hombre que representarán a aquellos fallecidos antes de terminar el proceso, a los huidos o a quienes no han llegado a ser capturados. Sus almas recibirán igualmente el castigo del Santo Oficio.
Entre esos ochenta y seis reos se cuentan hombres y mujeres, niños y niñas, familias enteras… de edades comprendidas entre los 13 y los 76 años. La mayoría han sido condenados por judaizantes, varios por estafa, brujería, bigamia y otros cargos menores.
La noche es larga y todos permanecen en vela, entre el sollozo y la plegaria. A las tres de la mañana han recibido los hábitos penitenciales acordes a su sentencia: corozas con insignias para los acusados de estafa, de hechicería o bigamia; sambenitos blancos (o “sacos benditos”) para los judaizantes reconciliados o arrepentidos y sambenitos decorados con llamas para los condenados a morir en la hoguera que no han mostrado arrepentimiento previo. Estos últimos asistirán al auto de fe maniatados y amordazados para evitar que el público escuche sus blasfemias.
Son las siete de la mañana. Despunta el sol y tocan las campanas de la vecina iglesia de Santa Cruz para anunciar el inicio de la procesión del auto de fe. Todo Madrid se ha echado a la calle para contemplar el macabro espectáculo.
Tras el clero y las autoridades, los condenados procesionan para hacer penitencia pública. Visten sus sambenitos y portan velas amarillas apagadas, signo de su alma impura, mientras reciben todo tipo de insultos y vejaciones por parte de la muchedumbre. Entre llantos recorren las principales calles y plazas de la Villa hasta acceder a la Plaza Mayor, donde son dirigidos en fila hacia el imponente estrado, de 1536 metros cuadrados de superficie, sobre el que destaca la imponente Cruz Verde, cubierta con un velo negro.
El rey preside el juicio desde el balcón real, perteneciente a una de las viviendas más cercanas al estrado. En los balcones más próximos al de los monarcas se sitúan sus gentiles hombres y damas, los nobles y eclesiásticos de mayor rango y el resto de invitados, que se alejan del balcón real a medida que disminuye su relevancia.
El sonido es ensordecedor. La plaza está abarrotada por el pueblo llano que, enfervorizado, no para de insultar a los acusados, que aguardan desde su tribuna. Tan sólo se hace el silencio para escuchar la misa y el sermón, que ha incidido en la penitencia de las almas pecadoras.
El inquisidor mayor da comienzo a la parte más larga de la ceremonia: la lectura de las causas y las penas. Cada uno de los reos, o su efigie, es llevado a las jaulas situadas en el centro del tablado, donde pasarán a disposición de las autoridades civiles, que serán quienes finalmente apliquen el castigo.
A las cuatro de la tarde, tras ocho horas de juicio, concluyen las sentencias de los condenados a muerte o relajados que, inmediatamente, son conducidos hasta los quemaderos. El rostro desencajado de los veintiún reos al bajar del estrado refleja la inevitabilidad de su destino.
Los alguaciles trasladan al infeliz grupo hasta el quemadero, instalado a las afueras de la ciudad, junto a la Puerta de Fuencarral. Hace años que las cremaciones de los reos se realizan en esta zona de la Villa, más allá de la cerca que en 1625 ordenara construir Felipe IV y lejos del núcleo urbano, con el fin de evitar que el insoportable olor afectara a los ciudadanos.
El gentío congregado para contemplar la ejecución no permite que los soldados que custodian a los reos puedan cumplir su labor y resulta imposible impedir que los desafortunados reos sean alcanzados por las piedras y verduras podridas que les arroja la ansiosa multitud.
Desde la tarde anterior están preparados los cadalsos sobre el brasero, una pira de leña de algo más de dieciséis metros de lado y unos dos metros de alto donde se colocan, alineados, los postes a los que se ata a los condenados.
Los reducidos, arrepentidos de sus pecados, son previamente estrangulados mediante garrote vil como una manera de aligerar su sufrimiento, para posteriormente arrojar sus cadáveres a las llamas, que alcanzan ya los tres metros de altura.
Al momento son arrojadas a sus respectivas hogueras las efigies que simbólicamente representan a los reos fugados o muertos.
Finalmente, los pertinaces o impenitentes que no han mostrado arrepentimiento, son quemados vivos. Los gritos de desesperación, pánico y dolor que emiten al sentir las llamas cesan en pocos minutos, al colapsar su cuerpo por la inhalación de humo.
Con todos los cadáveres en el fuego, los verdugos alimentan la leña para acabar de convertir los cuerpos en ceniza… un proceso que se prolongará hasta las nueve de la mañana… cuando ya todo habrá pasado y los vecinos más avezados y con menos escrúpulos recojan la ceniza y se dispongan a venderla para fabricar lejía en los lavaderos del Manzanares.
Amanece un nuevo día y Madrid despierta con imágenes escalofriantes grabadas en su retina… la de una estremecedora jornada que tres años después inspirará al pintor Francisco Rizzi, en su famoso óleo Auto de fe en la plaza Mayor de Madrid.
Abril de 1869. Madrid crece a pasos agigantados y la construcción del Ensanche urbano comienza a incorporar las áreas menos habitadas al norte de la ciudad, más allá de la cerca de Felipe IV.
Una mañana, mientras un grupo de obreros excavan una zanja para abrir una nueva calle, cien metros al norte de los pozos de nieve de la antigua puerta de Fuencarral, afloran a la superficie trozos de madera carbonizada, argollas de hierro y una viscosa capa de betún negro y grasiento que nadie sabe de dónde procede. La respuesta es tan sencilla como macabra: es el fruto de la combustión de los cientos de cuerpos carbonizados por el fuego de las hogueras purificadoras de la Santa Inquisición que, dos siglos antes, estableció aquí su quemadero principal… aquel en el que, el 30 de junio de 1680, día de San Pablo, veintiún hombres y mujeres acusados de herejía fueron ajusticiados.
Septiembre de 2021. A pesar de que las mascarillas y la distancia social que nos vemos obligados a mantener a causa de la pandemia de COVID-19, los madrileños han salido a la calle para disfrutar de un hermoso día de sol.
En esta glorieta de Ruiz Jiménez, muy cerca de la desaparecida puerta de Fuencarral, pueden verse familias que pasean distraídas, niños que montan en bici e incluso una pareja de adolescentes besándose en un banco. Ninguno de ellos es consciente de que, bajo sus pies, se esconden las llamas de una de las más aterradoras y escalofriantes historias del antiguo Madrid… el lugar en el que durante siglos, cientos de inocentes perdieron su vida a causa del fuego… y su memoria a causa del olvido.