Una mente maravillosa

Palacete de Santiago Ramón y Cajal. Madrid, 2019 ©ReviveMadrid

Palacete de Santiago Ramón y Cajal. Madrid, 2019 ©ReviveMadrid

Ramón y Cajal, un grito por la ciencia

¿Pensabas que para llegar a ser un genio era imprescindible haber sido un alumno ejemplar en el colegio? Te equivocabas. Ese no fue el caso de Charles Darwin o Albert Einstein, por ejemplo. Ambos fueron malos estudiantes y causaron en su infancia numerosos quebraderos de cabeza a sus respectivos padres… al igual que Santiago Ramón y Cajal, joven díscolo y estudiante mediocre que, con el tiempo, llegaría a ser uno de nuestros más destacados Premios Nobel. Como ves, siempre hay esperanza.

Santiago Ramón y Cajal nació en Petilla de Aragón en 1852. Hijo de madre tejedora y de un padre que, habiendo sido un pastor analfabeto, aprendió a escribir por su cuenta y terminó doctorándose en Medicina con más de 50 años.

El joven Santiago fracasó en sus estudios y llegó a trabajar como aprendiz de barbero y como zapatero. Muchos años después, reconocería en sus memorias que ambas ocupaciones le habían servido para adquirir una destreza manual muy útil en su trabajo posterior de laboratorio. Por el contrario, el joven estaba dotado de una especial sensibilidad plástica y de una capacidad de observación fuera de lo común.

Finalmente, a los 16 años y con el bachillerato aún sin acabar, empezó a estudiar anatomía con su padre. De pronto podía ver y tocar lo que estudiaba y también sacarle partido al dibujo, su mayor pasión, que ahora le servía para reproducir en el papel lo que veía en el laboratorio. A través del arte el joven Santiago se interesó por la Medicina y, con 21 años, obtenía su título.

Con la carrera ya terminada se dispuso a cumplir el servicio militar obligatorio, sirviendo como médico en la Tercera guerra carlista y en la Guerra de Cuba. Debilitado por la malaria hasta rozar la muerte, en 1875 Cajal regresó a España para dedicarse en cuerpo y alma a la investigación médica.

Su etapa madrileña comienza en 1892, tras ganar la cátedra de Histología de la Universidad Central, germen de la actual Universidad Complutense. Cajal se enamoró de su nuevo hogar: “Madrid es ciudad peligrosísima para el provinciano laborioso y ávido de ensanchar los horizontes de su inteligencia”, recordaría años después.

En la capital se lanzó a explorar la anatomía del cerebro humano. Para ello necesitaba piezas nerviosas frescas... pero la ley no permitía diseccionar cadáveres hasta veinticuatro horas después de la muerte. Según él mismo relató, solía buscar cuerpos en la Inclusa y en la Casa de Maternidad, haciendo de las monjas de la caridad sus mejores ayudantes, al abastecerle de cientos de fetos y cuerpos de niños de diversas edades que diseccionaba pocas horas después de morir.

Solía levantarse de madrugada para dibujar y escribir durante horas. Era obstinado y disciplinado, con un don para la visión espacial y una mirada intuitiva que, a la postre, le permitieron descubrir y describir los tipos neuronales de cada región cerebral… un descubrimiento que cambiaría la Historia de la ciencia.

Durante siglos, el cerebro había sido considerado una masa uniforme... hasta que llegó Cajal. El aragonés demostró la individualidad de cada célula y que la transmisión de los impulsos nerviosos, es decir, de los pensamientos, se producía por contigüidad, no por continuidad. Demostraba así que el ser humano es capaz de modelar esas conexiones con ejercicio: “Todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro”.

Su nueva y revolucionaria teoría fue el punto de partida de la neurociencia moderna y por ella ganó el Premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1906, compartido con Camilo Golgi, el italiano inventor del método de tinción de células que sirvió de base a la investigación de Cajal para demostrar la existencia de las neuronas... esas “mariposas del alma”, como él solía llamarlas.

El científico siempre afirmó que su mujer, Silveria Fañanás, dedicada a criar a los siete hijos que tuvieron, “hizo posible la obstinada y oscura labor” que a él le llevó al Nobel. Curiosamente, Cajal empleó la hipnosis para aliviar el sufrimiento de su mujer durante el parto de sus dos últimos hijos. El hipnotismo, espiritismo y las alucinaciones del sueño, fueron temas que desde siempre interesaron a Ramón y Cajal y que dejó cuidadosamente registrados en varios estudios.

Otra de las pasiones de don Santiago fue la fotografía, siendo uno de sus pioneros en España y llegando a ser el primer presidente de la Real Sociedad Fotográfica de Madrid. Realizó ensayos con cámaras oscuras y escribió el que es, probablemente, el primer libro en nuestro país sobre la fotografía en color: La fotografía de los colores. Bases científicas y reglas prácticas. Incluso podría decirse que también fue pionero, sin saberlo, de la moderna técnica del “selfie”: en muchos de sus retratos Cajal aparece con el puño derecho cerrado, el motivo es que en su mano ocultaba un disparador que le permitía hacerse las fotos él mismo.

Don Santiago vivió la ciudad de Madrid intensamente, dejando su huella por numerosos rincones de la capital. Su primera casa se ubicó en la esquina de las calles Príncipe y Huertas, donde el investigador recibió con incredulidad el telegrama que le anunciaba la concesión del Nobel de Medicina, una mañana de octubre de 1906. En la antigua Facultad de Medicina de San Carlos, en la Calle de Atocha, impartió clases por las mañanas entre 1892 y 1922. Por las tardes caminaba hasta su lugar de estudio, el Laboratorio de Investigaciones Biológicas, en un ala de lo que hoy es el Museo Nacional de Antropología. Allí estaba a tiro de piedra de la que fue su vivienda desde 1911 hasta su muerte, este palacete del número 64 de la Calle Alfonso XII.

Esta casa fue diseñada por el propio Santiago Ramón y Cajal. Él mismo dibujó los planos, con instrucciones manuscritas para que el arquitecto Julio Martínez Zapata los llevara a cabo y firmara la obra. En una ocasión un ojo humano se estampó contra la acera bajo el mirador en el que trabajaba el Nobel, causando la lógica alarma de los transeúntes. Se trataba del ojo de un feto con sífilis que Cajal había colocado en el quicio de la ventana para estudiar la estructura retiniana.

El 17 de octubre de 1934, fallecía don Santiago. Su entierro supuso un sentido homenaje por parte de sus estudiantes. Los restos del genio descansan hoy en el madrileño Cementerio de la Almudena.

Hoy, este palacete donde vivió don Santiago la mayor parte de su vida, ha sido vendido y transformado para albergar viviendas de lujo… aunque seguramente habría sido el lugar perfecto para levantar un museo estatal, similar al creado en el taller madrileño del pintor Joaquín Sorolla, dedicado a los logros y la vida del genio que, de esta manera, ha perdido presencia en la memoria colectiva de la ciudad.

Por otra parte, muchos de los objetos, fotografías y libros procedentes de la biblioteca de nuestro Nobel de Medicina fueron descuidados y malvendidos, acabando, lamentablemente, en los puestos del Rastro y la Cuesta de Moyano.

La sociedad actual no conoce lo suficiente a Santiago Ramón y Cajal, aquel niño travieso, apasionado por el dibujo que llegó a ser Premio Nobel. Un genio a la altura de Einstein y Darwin que surgió de la nada, en el desierto científico de la España del siglo XIX. Si hoy, en el siglo XXI, queremos fomentar en nuestros jóvenes vocaciones científicas, capacidad creativa y pensamiento crítico, deberíamos aprovechar la historia de personajes excepcionales como don Santiago, aquel niño que "teniendo por varita mágica su lápiz, había llegado a forjar un mundo a su antojo".

Santiago Ramón y Cajal (Petilla de Aragón, 1852-Madrid, 1934)

Santiago Ramón y Cajal (Petilla de Aragón, 1852-Madrid, 1934)

¡Madrid! Con razón te llaman tierra de amigos. Acoges amorosa a todos los hijos de España, hasta a los nacidos en las más remotas comarcas peninsulares y ultramarinas. No preguntas a nadie de dónde viene
— Santiago Ramón y Cajal


¿Como puedo encontrar el antiguo palacete de Santiago Ramón y Cajal en Madrid?