El mapa de la vida
Severo ochoa, el exilio del saber
¿Conoces alguna empresa dispuesta a costear sistemáticamente la formación de sus empleados para que estos acaben trabajando para la competencia? De ser así esa empresa estaría abocada a la ruina, ¿verdad? España podría ser esa empresa… y los empleados a los que forma a fondo perdido los científicos e investigadores que cada año deben abandonar nuestro país por falta de inversión para buscar oportunidades laborales en el extranjero, una situación que no es nueva y que ya sufrieron a lo largo de nuestra Historia personajes tan relevantes como el Premio Nobel Severo Ochoa.
El siglo XX despertaba en nuestro país con las heridas causadas por la pérdida de las últimas colonias en ultramar y con un retraso científico y tecnológico abismal con respecto a los países de su entorno. España había dejado de ser una potencia internacional.
El complejo de verse convertida en una nación europea secundaria supuso un cambio de actitud radical hacia la ciencia y la investigación españolas, que cobraron importancia como parte de las medidas que intentaban remediar la decadencia existente.
Así, durante el primer tercio del siglo XX surgieron varios núcleos de vanguardia científica que intentaron modernizar la España de la época. El más destacado tuvo su sede en Madrid, a través de la Institución Libre de Enseñanza y la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, cuya estructura derivaría más tarde en el actual CSIC.
La Junta para la Ampliación de Estudios desarrolló iniciativas pioneras en la España de la época, como la creación de laboratorios de investigación y el desarrollo de un ambicioso programa de becas para estudiantes en el extranjero, que superó la cifra de 300 pensionados entre 1907 y 1935.
Aquella generación de jóvenes científicos españoles consiguió situar, en tiempo récord, la actividad científica de nuestro país al nivel de la del contexto internacional, gracias a unas "mentes maravillosas” que contribuyeron a forjar la denominada Edad de Plata de las ciencias españolas.
A principios de 1936 nuestro país ya había conseguido recuperar el reconocimiento científico internacional… sin embargo, en los meses posteriores, el estallido de la Guerra Civil y sus consecuencias pusieron fin a aquella prometedora etapa.
Blas Cabrera, Enrique Moles, Luis Santaló, Juan Negrín, Rafael Méndez, Dorotea Barnés… toda una generación de brillantes investigadores se vio abocada al exilio y, muchos, al olvido. Severo Ochoa, una de las mentes españolas más prodigiosas del siglo XX, fue uno de ellos… un asturiano que se hizo un hueco en la historia universal gracias a la concesión del Premio Nobel.
Pero… ¿cómo se fabrica un Premio Nobel? ¿Nace o se hace? Supongo que, como en cualquier disciplina de la vida, la constancia marca el éxito, pero también la curiosidad que mantiene viva esa constancia. Ambas virtudes, nacieron junto a Severo Ochoa de Albornoz el 24 de septiembre de 1905, en Luarca.
Severo fue el menor de seis hermanos. Su padre murió muy joven, cuando el benjamín de la familia contaba con tan sólo siete años de vida.
Los médicos aconsejaron a su madre enferma pasar los inviernos lejos de la humedad de Asturias, por lo que la familia se trasladó a Málaga. En la maravillosa ciudad andaluza pasaría su infancia el futuro Premio Nobel… pasando del Océano Atlántico al Mar Mediterráneo… ambos, paisajes que le convertirían, según sus palabras, en un “entusiasta observador de la naturaleza” y en políglota siendo tan sólo un niño… capaz de hablar un andaluz cerrado durante el invierno y un asturiano propio en verano.
En la capital de la Costa del Sol, terminaría los estudios de primaria y bachillerato, forjando poco a poco su vocación por la investigación… un camino que, al igual que en el caso de su admirado Santiago Ramón y Cajal, comenzaría a tomar forma en Madrid. Ochoa siempre se propuso seguir los pasos del Nobel aragonés y trató de organizar su vida “tomando a don Santiago como modelo y pensando siempre en él”.
En 1922, el joven asturiano llegaba a la capital para estudiar Medicina. La mezcla de modernidad y ambiente castizo, junto con las verbenas propias de aquellos años en Madrid, le impresionaron mucho a su llegada… pero no impidieron que comenzara a destacar como estudiante desde el principio.
Harto de vivir en diferentes casas de huéspedes, en la Calle del Barco y en la Calle de las Infantas, Severo decidió probar suerte y solicitar una plaza en la Residencia de Estudiantes de Madrid. En 1927 se convertiría en residente, una experiencia que reafirmaría su vocación científica y despertaría la humanística.
Enseguida se sintió atrapado por el espíritu tolerante y creador de la Residencia. Allí convivió con residentes como Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Buñuel o Salvador Dalí... visitantes habituales como Juan Ramón Jiménez, Ortega y Gasset, Miguel de Unamuno, Antonio Machado o Manuel de Falla... y conferenciantes de la talla de Madame Curie, Albert Einstein o Marconi.
En los años siguientes, dos nuevos hitos marcaron la vida de Severo Ochoa: en 1930 se doctoró y en 1931 contrajo matrimonio con la que sería su compañera de fatigas, Carmen García Cobián… junto a ella buscaría, en adelante, un clima idóneo para desarrollar lo que siempre había aspirado a hacer: ciencia con mayúsculas.
Sin embargo, el estallido de la Guerra Civil lo cambiaría todo. En 1936 el matrimonio Ochoa salió de España camino de Alemania, de allí la represión nazi los llevó a Inglaterra y finalmente, en 1940, a Estados Unidos, escenario de la eclosión definitiva como científico del asturiano.
En Nueva York los Ochoa permanecerían durante casi 45 años. Allí, en su laboratorio de la Facultad de Medicina, el 15 de octubre de 1959, Severo recibiría el telegrama que confirmaba que había sido galardonado con el Premio Nobel de Fisiología y Medicina por el descubrimiento de la síntesis del ácido ribonucleico, un descubrimiento que abriría, entre otros, caminos posteriores como la descodificación del “Genoma Humano”, nuestro código genético… el mapa de nuestras vidas.
Su hallazgo permitió, además, que años más tarde el ADN pudiera ser aislado, fragmentado y multiplicado, permitiendo combinar el ADN de distintos organismos y con ellos producir proteínas que se utilizan en la actualidad para tratar enfermedades como la artritis, la diabetes o diversos tipos de cáncer.
Severo Ochoa contó que, nada más recibir la noticia, loco de alegría, cogió su coche para comunicárselo personalmente a su mujer y un guardia de tráfico le detuvo por exceso de velocidad. Tras explicarle al agente el motivo de su excitación, el policía lo creyó y le perdonó la multa.
En su discurso de recepción del Nobel, el científico español le dedicó el Premio a su mujer Carmen, a quien se refirió como “mi devota camarada”… razón principal de sus éxitos científicos y, especialmente, de su felicidad.
Como muestra de gratitud a su país de adopción, el que le había brindado la oportunidad de desarrollarse profesionalmente, Ochoa decidió nacionalizarse estadounidense, renunciando a la nacionalidad española, que no quiso recuperar ni siquiera tras el final de la dictadura franquista.
En 1975 el Nobel asturiano se jubilaba en la Universidad de Nueva York y, un año más tarde, el matrimonio regresaba a España para establecerse en Madrid, en esta casa de la Calle Miguel Ángel número 1.
El objetivo de su vuelta fue poner en marcha su proyecto más ambicioso, el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa, una institución coordinada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la Universidad Autónoma de Madrid, que fue inaugurado en 1977. A este proyecto se incorporaron científicos de la talla de Federico Mayor Zaragoza, Eladio Viñuela, David Vázquez, Antonio García Bellido, Margarita Salas y Javier Corral.
En mayo de 1986 fallecía Carmen la mujer de Ochoa y su gran apoyo. Su pérdida supuso un golpe tan duro para el Premio Nobel que le sumergió en una profunda depresión. A partir de entonces decidió no volver a publicar ningún trabajo científico más, con lo que puso fin a su brillante carrera.
El 1 de noviembre de 1993 Severo Ochoa fallecía en Madrid. Fue enterrado en el cementerio de Luarca, su pueblo natal, donde descansa hoy junto a su querida Carmen, bajo este epitafio: “Unidos toda una vida por el amor. Ahora eternamente vinculados por la muerte”.
El trabajo del Nobel es considerado fundamental para la genética moderna y le coloca en el olimpo de la investigación española, junto a su idolatrado Cajal… todo ello a pesar del escaso apoyo que España ha ofrecido y sigue ofreciendo a sus investigadores.
Hoy, más que nunca, necesitamos que nuestros gobiernos apuesten por el desarrollo de nuevos Severos Ochoas y Margaritas Salas que impulsen nuestra ciencia… porque sin ciencia no hay futuro… una lección muy importante que, en ocasiones, la vida nos recuerda en forma de pandemia.