Dando el cante
cafés cantantes, la madurez del flamenco
Todas las tradiciones tienen un origen y el de las más esenciales está en el pueblo… en las calles… en las mismas en las que ha convivido con nosotros cada día durante siglos. El cante flamenco es una de las señas de identidad más arraigadas de nuestra cultura. Tan apreciada fuera de nuestro país como desconocida dentro, su profesionalización y puesta en valor se inició en los cafés cantantes, que en Madrid se convirtieron en un fenómeno de masas a mediados del siglo XIX.
Siglos atrás, los espectáculos flamencos se desarrollaban de manera improvisada en reuniones familiares, en las que se cantaba y bailaba de forma espontánea y cuyo escenario era de lo más variopinto: desde una venta o taberna hasta un corralón o patio vecinal. Estos bailes populares eran conocidos como “bailes de candil”, ejecutados a la luz de una lámpara en las noches de invierno, cuando había poco trabajo en el campo, y de los que se tiene constancia en España desde el siglo XVII.
Durante la invasión napoleónica iniciada en 1808, los ejércitos franceses instalados en nuestro país comenzaron a abrir, en las ciudades andaluzas que habían ocupado, cafés al estilo de los que ya existían en París, cada uno de ellos con un billar y un escenario en el que se mezclaba el folclore local y atracciones llegadas de tierras galas. Estos cafés, origen de los cafés cantantes españoles, se fueron extendiendo poco a poco por las ciudades de nuestra geografía, permaneciendo incluso después de la expulsión de los ejércitos extranjeros en 1814.
A mediados del siglo XIX, el desarrollo económico contribuyó a la aparición en Madrid de nuevos establecimientos dedicados al ocio, diferenciados según las distintas clases sociales. Por un lado, burguesía y nobleza eligieron la calle para desarrollar sus relaciones sociales, mediante la construcción de plazas, alamedas y paseos. Además, frecuentaban tertulias, bailes privados, cafés y teatros… todos ellos centros de reunión y debate político.
La vida social de las clases más bajas se desarrollaría, por el contrario, en otro tipo de espacios al margen de los exclusivos paseos, los elegantes cafés y los aristocráticos casinos… los cafés cantantes, que fueron los elegidos por la clase obrera para disfrutar de su tiempo de ocio y diversión.
Los primeros cafés cantantes en Madrid se abrieron hacia 1846. Suponían una válvula de escape para la sociedad española, desencantada tras los sucesos políticos ocurridos en ese siglo: la Guerra de la Independencia, el despotismo de Fernando VII, la incertidumbre de Isabel II, la Primera República y la Restauración Borbónica.
En estos locales de ocio se complementaba el servicio propio de un café con la representación de espectáculos populares, generalmente de cante, toque y baile flamenco, pero también bailes de máscaras, teatro, circo, solistas musicales, magia, cinematógrafo, cupletistas, audiciones de fonógrafo y hasta lidia de becerros.
La estructura de estos cafés acostumbraba a seguir un patrón general: un salón muy amplio con grandes columnas, en cuyo un extremo se levantaba un tablao o escenario para los artistas. El resto del espacio estaba ocupado por veladores de mármol con sus taburetes y un mostrador que solía estar decorado con espejos, cuadros costumbristas y carteles de toros. En el piso de arriba podían encontrarse palcos y reservados para los más pudientes. El aforo de estos establecimientos, según el caso, podía rondar las 300 personas.
Allí el arte flamenco comenzó a subir a los escenarios, abandonando las actuaciones improvisadas en las calles en favor de espectáculos preparados y repertorios consolidados. Cantaores, guitarristas y bailaores de ambos sexos encontraron en estos centros de ocio la oportunidad de ser reconocidos y de impulsar sus carreras en una España predominantemente rural.
En los cafés cantantes el flamenco pudo abrirse al público en general y adquirir una mayor presencia en la sociedad, acercándose a un gran número de aficionados. En ellos triunfaron algunas de las figuras del flamenco más destacadas de todos los tiempos, como Antonio Chacón o La Niña de los Peines, y pintores como Julio Romero de Torres o Joaquín Sorolla reflejaron en su obra el ambiente de estos locales, centro de la vida social de la época.
A finales del siglo XIX, Madrid llegó a acoger más de cincuenta cafés cantantes, abiertos simultáneamente, de entre los que destacaron el Café Romero, en la calle Atocha; el Café de Naranjeros, en la Plaza de la Cebada; el Café de la Marina, en la Calle Jardines y el Café Imparcial, en esta la Plaza de Matute, llamado así por encontrarse junto a la primera sede del diario El Imparcial en la capital.
Sin embargo, la fama de aquellos pequeños “teatros” no siempre fue buena. El alcohol hacía que la violencia y los altercados fueran frecuentes, y que en los periódicos destacaran más las reyertas ocurridas en su interior que la calidad de sus espectáculos… una imagen que acompañaría al flamenco desde entonces.
Tras las quejas constantes de los vecinos residentes junto a estos locales, en 1908, una orden ministerial daba la puntilla a los cafés cantantes, obligados a cesar su actuaciones a las doce de la noche. Poco a poco comenzaron a cerrar sus puertas y el flamenco más profesionalizado comenzó a ofrecer sus espectáculos en teatros, con mejores medios y acústica para las actuaciones, en una nueva etapa conocida como “ópera flamenca”, precedente de los actuales tablaos flamencos, que empezaron a prodigarse en nuestro país hacia los años 60 del siglo XX.
La importancia histórica que Madrid tiene en el desarrollo del flamenco es innegable, no en vano, en la capital se han consagrado los genios flamencos que han recorrido y recorren el mundo difundiendo esta seña de identidad cultural tan nuestra. Afortunadamente, hoy podemos seguir disfrutando de flamenco diariamente en sus calles, no sólo a través de los numerosos tablaos madrileños… sino también del ciclo de flamenco que el Teatro Real acoge de manera continuada en su programación anual, demostrando que aquel arte que nació en las calles y maduró en los cafés cantantes, no sólo sigue muy vivo, sino que no tiene límites.