Sólo en casa
vivienda en el siglo de oro, funcionalidad y devoción
Millones de españoles vivimos una situación de total incertidumbre. La crisis del coronavirus nos ha confinado en casa por tiempo indeterminado… una situación desconocida para todos que puede generar cierto agobio. De repente, nuestra vivienda se ha convertido en lugar de trabajo, ocio, convivencia y reposo durante las veinticuatro horas del día, alterando por completo nuestras rutinas, pero… ¿cómo crees que habrías sobrellevado esta cuarentena cuatro siglos atrás, en pleno Siglo de Oro madrileño? ¿Sabes cómo se organizaban sus casas y su día a día? Esta guía podría ayudarte a sobrevivir sólo en casa.
En el siglo XVII, la mayor parte de las viviendas eran propiedad de las familias que vivían en ellas, pero también existían casas de alquiler, cuyos contratos solían firmarse el día de San Juan.
Se diferenciaban en función de la clase social a la que pertenecían y a su ubicación. Las clases pobres solían ocupar casas de vecindad de una sola planta, fabricadas con adobe o ladrillo, en las que convivían varias familias en torno a un patio central. Cada familia contaba únicamente con dos habitaciones: una sala y un dormitorio.
Por el contrario, las viviendas de las clases ricas solían ser casas solariegas y eran bastante más amplias. De dos o tres plantas, estaban construidas en piedra y contaban con vigas de madera que destacaban en los techos. Las paredes se blanqueaban con cal y en la planta baja no solía haber ventanas, como medida para mantener la intimidad de la vida doméstica.
El interior se dividía en tres espacios: el de respeto, el de cumplimiento y el de cariño, a los que se accedía dependiendo del grado de confianza del visitante. El último de los tres estaba reservado a la vida privada de la familia y correspondía con la planta superior.
Tras cruzar el umbral de la casa se llegaba al vestíbulo o zaguán, desde el que se podía acceder a la cocina, al patio y a la cuadra, en caso de contar con una. Algunas casas contaban con bodega en el sótano, donde se almacenaban los alimentos y se prensaban las uvas para hacer vino y las aceitunas para obtener aceite… una solución que hoy nos ahorraría alguna visita al supermercado.
El núcleo de la vivienda lo constituía un patio interior empedrado. En ocasiones este patio disponía de un pozo, extremadamente útil porque evitaba tener que desplazarse constantemente a la fuente más próxima en busca de agua. Este autoabastecimiento era fundamental para la alimentación, la higiene de la casa y el aseo diario, para lo que las familias se servían de “aguamaniles”… el equivalente a nuestros lavabos modernos.
En la planta baja, un amplio salón servía de recibidor para las visitas. Los asientos o "arrimaderos" reflejaban la jerarquía de los anfitriones: el dueño se reservaba la silla principal, provista de brazos, y los demás tenían que conformarse con sillas simples, taburetes o incluso con cojines en el suelo. En general, el mobiliario era escaso y muy funcional.
En verano, las paredes se cubrían con “guadameciles”, que eran pieles de cordero curtidas y decoradas que aislaban del calor de la calle. Para soportar el frío del invierno se empleaban braseros de metal, donde se quemaban las ascuas de la chimenea o huesos de aceituna.
Para refrescar el ambiente en verano se regaba el pavimento de la casa, mientras que en invierno el suelo se cubría de alfombras para mantener el calor.
Hoy en día, la decoración interior es muy importante para dotar de personalidad a una casa, especialmente cuando vas a pasar mucho tiempo en ella. En el Siglo de Oro, los muros de las salas se decoraban con estampas mitológicas y pinturas de temas religiosos. Una decoración minimalista… menos es más.
Durante el día, el patio abierto dotaba de luz a todas las estancias de la casa… pero la penumbra de la tarde y la oscuridad de la noche se combatían con candiles de aceite y velas de sebo, colocadas sobre hacheros y candelabros.
Para moverse por la casa y guiar el camino se empleaban “palmatorias” individuales… hoy solemos utilizar la luz del teléfono móvil para conseguir llegar al baño sin encender la luz del pasillo.
La cocina, además de su función culinaria, era un espacio de convivencia… el lugar donde las familias se reunían y pasaban la mayor parte del tiempo. No existía un comedor de uso diario y lo habitual era utilizar la cocina, una tradición que aún hoy perdura en muchos hogares.
La hoguera de la cocina, como esta de la Casa de Lope de Vega, en la Calle Cervantes de Madrid, se encendía a primera hora de la mañana y servía, además de para cocinar los alimentos, para repartir su calor por toda la vivienda.
En las ocasiones especiales, como una fecha señalada o una fiesta con invitados, se colocaba en la sala principal de la casa una gran mesa para degustar la "olla podrida", antecesor de nuestro suculento cocido.
La vajilla, generalmente de loza, se apilaba en la alacena. La cuchara era el cubierto básico, ya que el uso del tenedor y el cuchillo no se generalizó hasta el siglo XVIII. Hasta entonces, se solía comer con los dedos.
La mesa se cubría con un "arambel" o tapete, la fruta se colocaba sobre capachos de mimbre y el agua se servía en búcaros, que eran pequeños jarrones de cerámica como el que sostiene la infanta Margarita en el cuadro Las Meninas, de Diego Velázquez.
En la planta superior se encontraba el estudio, en el que el hombre de la casa gestionaba sus negocios y su economía, revisando el dinero y los documentos que custodiaba en cofres fuertes. También en el estudio disponía de su biblioteca, por aquel entonces signo de distinción y poder adquisitivo porque los libros eran objetos de lujo, y de su “bufete de fiadores”, que era la mesa de escritorio más habitual en el Siglo de Oro.
Sobre el “bufete” se encontraban sus materiales de escritura: el tintero, la pluma y la “salvadera”... un vasito de cerámica cerrado pero con agujeros en la parte superior, lleno de arenilla, que se vertía sobre lo escrito recientemente para secar el exceso de tinta en el pliego. Estas serían el equivalente a nuestras herramientas de teletrabajo.
Por su parte, las mujeres se reunían en una habitación con tarima a ras del suelo, de herencia musulmana. Sobre la tarima se colocaba una alfombra llena de cojines y almohadones para que las mujeres se sentaran "a la morisca" o se recostaran. Los hombres debían permanecer fuera de esta tarima.
En este estrado las damas se dedicaban a hilar, leer los libros de horas o a tocar el laúd o la vihuela. También contaban con un tocador compuesto por una mesa con espejo, cubierta con un paño, sobre la que se colocaban una palmatoria para dar luz y los frascos de perfume.
El dormitorio de los dueños de la casa solía tener un balcón enrejado que daba a la fachada principal. El lecho podía estar más o menos decorado, en función de la clase social, siendo el más lujoso la “cama con cielo” y cortinajes para protegerse del frío. Las camas solían tener menos longitud que las actuales, no por la menor estatura de las gentes del Siglo de Oro… sino porque solían dormir semi incorporados sobre cojines para favorecer las digestiones.
En una de las paredes del dormitorio, solía abrirse un oratorio en torno a una imagen religiosa o a un relicario, para cumplir sus obligaciones piadosas diarias.
Pero, en esta casa del Siglo de Oro… ¿no echáis de menos ninguna estancia fundamental? ¿Una sin la cuál vuestra no vida moderna no podría desarrollarse de la misma manera? La sala del home cinema… el gimnasio… la sala de videojuegos… la piscina… el bar… No, nos referimos al cuarto de baño.
Las casas del Siglo de Oro carecían de cuarto de baño y retretes. Unos recipientes llamados “servidores” cumplían su misión. Estos servidores se colocaban en lugares apartados de las habitaciones, para evitar malos olores, hasta que al caer la noche eran vertidos en la calle por las ventanas, dando origen al famoso grito de “¡¡¡agua va!!!”.
¿Os hacéis una idea del ambiente insalubre y maloliente de las calles de Madrid en aquella época, con calles sin iluminación, embarradas, todavía sin empedrar, repletas de desperdicios y excrementos? Esta desagradable tradición continuó hasta 1639, cuando Felipe IV obligó a los ciudadanos a no tirar la basura por las ventanas, sino a colocarla, por la noche, fuera de la puerta principal, so pena de multa o de 100 azotes a quien no lo cumpliera. Tendrían que pasar más de dos siglos para ver el primer retrete instalado en una casa particular de Madrid, en el palacio del Marqués de Salamanca, en el Paseo de Recoletos de la capital.
Estos días de confinamiento doméstico nos permitirán sacarle el máximo partido a nuestras casas, adaptadas a unos condicionantes, trabajo, ocio y familia, que parecen no haber cambiado mucho en cuatro siglos. Ahora, toca quedarse en casa para vencer al coronavirus… un sacrificio, por el bien común, que esperemos refuerce nuestros valores como familia y como sociedad. ¡Muy pronto, y juntos, seguiremos haciendo Historia por las calles de Madrid!