Manos milagrosas
el siglo de oro de la medicina
Ser médico en España no es tarea fácil. Una formación que exige muchos años de esfuerzo y sacrificio, especialización, valores éticos, formación continua… y especialmente, la sensación de que, un error involuntario o un descuido, pueden provocar consecuencias irreparables. Un oficio difícil y sacrificado que en Madrid comenzó a profesionalizarse durante el Siglo de Oro.
En el año 1600 Madrid llegaba a los 100.000 habitantes. Desde su elección como capital en 1561 había sextuplicado su población, dando lugar al hacinamiento y provocando que proliferaran las enfermedades por no contar con los servicios públicos necesarios. Se trataba de una de las capitales más insalubres de Europa, con casi un 85% de la población necesitada. Hambre y enfermedad se convirtieron en sinónimos y el papel del médico se volvió fundamental.
La medicina, a principios del siglo XVII, era tradicionalmente galénica, con aportaciones de la Edad Media. Las nuevas tendencias médicas procedentes de Inglaterra se consideraban ligadas al protestantismo, mientras que el galenismo era católico. El cristianismo empapaba la práctica médica hasta el punto de que siempre el primer tratamiento a realizar era la confesión… de no hacerlo había multa.
Los médicos habían adquirido sus conocimientos en una Escuela de Medicina y sólo tras superar una serie de exámenes podían ejercer su labor. Su trabajo se limitaba a preguntar, observar, diagnosticar y tratar a sus pacientes. Su práctica estaba separada según las clases sociales (aristocracia, burguesía y pueblo llano) y en muchos pueblos ni siquiera había médico.
Los médicos no podían practicar la cirugía. En el Siglo de Oro español eran los cirujanos quienes trabajaban con las manos: curaban las heridas y las llagas, abrían los tumores y los cauterizaban.
En España existían dos tipos de cirujanos, en función de su formación y de sus funciones: cirujanos latinos y cirujanos romancistas.
Los cirujanos latinos eran aquellos que, a pesar de no estar licenciados en Medicina, habían seguido algún tipo de cursos en las universidades. Realizaban operaciones quirúrgicas y estaban autorizados a prescribir medicamentos. Una de sus especialidades era curar el mal de la piedra... los cálculos renales que conocemos en la actualidad.
Los cirujanos romancistas carecían de conocimientos de latín, habían seguido una formación con maestros desde los 13 o 14 años, regulada por un contrato de aprendizaje y, tras superar un examen, se les concedía la licencia.
Además de los médicos y cirujanos, estaban los barberos, autorizados únicamente para sajar, extraer dientes, realizar sangrías y aplicar ventosas. También los sacapotras, que se dedicaban a curar hernias y los algebristas, especialistas en sanar huesos luxados o rotos.
En el último escalafón estaban los curanderos... de dudosa reputación. Solía tratarse de santiguadores, charlatanes y vagabundos, que la mayoría de las veces recurrían a la superstición y a los rituales para curar a los enfermos. Eran los más asequibles para la gente del pueblo llano, que difícilmente podían permitirse un médico.
A finales del siglo XVII, la aparición de las Academias Científicas impulsó la investigación extra universitaria y la publicación de los resultados con una gran influencia en la formación de los nuevos médicos. Las nuevas técnicas diagnósticas convirtieron la Medicina en una ciencia clínica dotada de rigor y cada vez menos subjetiva, estableciendo las bases de la Medicina moderna.
En 1893 se fundaba, en parte de las dependencias del antiguo Hospital Clínico de San Carlos de la Calle de Santa Isabel, este Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid, institución que actualmente agrupa a todos los médicos que ejercen en la Comunidad de Madrid.
“Curar a veces, aliviar a menudo, consolar siempre”. La relación de un médico con sus pacientes requiere, ante todo, paciencia y cariño… porque quizá un buen médico es aquel capaz de tratar enfermos y no sólo enfermedades.