El pelotazo del siglo (XVII)
duque de lerma: El hombre que susurraba a los reyes
Madrid, 1601. La gran mudanza_
Érase una vez un imperio tan extenso que ni su rey sabía dónde empezaba ni dónde acababa. A decir verdad… Felipe III tampoco parecía muy interesado en averiguarlo. Para él, gobernar consistía en levantarse tarde, cazar algo antes de comer, perder al mus tras la siesta y rezar lo justo para justificar su apodo de “El Piadoso”. Gobernar, lo que se dice gobernar, lo hacía otro: Francisco de Sandoval y Rojas, Duque de Lerma, valido, titiritero de reyes y maestro del arte de convertir un trono en una máquina registradora.
El Duque tenía dos grandes talentos: la ambición sin freno y una capacidad para manipular al rey digna del mejor hipnotizador de serpientes. Un día de primavera de 1601, mientras Madrid olía a peste, polvo y cloaca, el Duque vio una oportunidad tan brillante como sus botas nuevas. Entró con paso decidido en el Alcázar Real, donde encontró a Felipe III en su estado natural: tirado en un diván, jugando a las cartas con dos nobles y suspirando como si se le hubiera pasado la vida sin darse cuenta.
—Majestad... —dijo el Duque con ese tono meloso que solo usan los que vienen a robarte el alma, el bolsillo y el sofá— Vengo a ofrecerle una idea brillante. Revolucionaria. ¡Una jugada maestra!
Felipe ni levantó la vista. Barajaba con la habilidad de quien ha tenido muchas horas libres.
—¿Una nueva baraja?
—No, Majestad. Una nueva capital.
—¿Una qué?
—Un traslado de la Corte, de Madrid a Valladolid. Aire limpio, gente sencilla y bien hablada, vino decente... Y ni rastro de peste.
—¿Y qué hay de las partidas? ¿Hay naipes en Valladolid?
—¡Majestad, allí hasta los burros juegan al tresillo! Además, lejos de Madrid no lo molestará nadie con asuntos de Estado. Podrá usted entregarse en cuerpo y alma al ocio, sin interrupciones, sin ministros pesados ni súbditos quejicas.
Felipe, ahora sí, levantó la mirada con un destello de interés. O, al menos, lo más parecido a un destello que podía producir su cerebro en funcionamiento lento.
—¿Y tú qué ganas con todo esto, Lerma? —preguntó con tono curioso, lo que en él era casi una auditoría.
El Duque fingió sorpresa con una habilidad teatral digna del corral de comedias.
—¿Yo? Majestad... ¡servirle! Aunque, si me permite la anécdota, he adquirido unas humildes propiedades en Valladolid... nada grande, apenas unos cuantos palacetes, cuadras, tierras, conventos y un río entero. Una inversión tonta, ya sabe.
Felipe se encogió de hombros.
—Bueno, si hay vino, juego y nadie me molesta... pues que se haga la mudanza. Total, Madrid huele a muerto desde octubre.
Y así fue como en 1601, con un real bostezo como rúbrica, Felipe III trasladó la corte a la helada Valladolid, la nueva capital Imperial. El Duque vendió a los cortesanos sus propiedades "modestas" al triple de su precio, alquiló al rey su propio Alcázar, y convirtió el movimiento político más caro del siglo en una operación personal tan rentable que haría llorar de envidia a cualquier promotor del siglo XXI. Si la palabra “corrupción” hubiera tenido logo, sería su retrato.
El regreso a Madrid: la jugada maestra_
Corría el año 1606. La Corte de Felipe III llevaba ya cinco largos inviernos instalada en Valladolid, una ciudad que empezaba a aburrir al rey. Las cartas eran las mismas. Las liebres ya lo conocían por su nombre. Y para colmo, el frío vallisoletano era, como su reino, ingobernable. Así que una tarde húmeda, Felipe III estaba en su salón, jugando al "solitario", al parecer la única decisión política que sabía tomar sin ayuda, cuando el Duque apareció otra vez.
—Majestad... —entonó Lerma con tono sugerente, como quien ofrece chocolate caliente a un esquimal —He tenido otra visión estratégica.
—¿Es otra mudanza? —preguntó el rey sin apartar la vista del mazo.
—Efectivamente. — dijo Lerma, tomando asiento sin pedir permiso— Creo que ha llegado el momento de regresar a Madrid.
El rey parpadeó, descongelando un pensamiento.
—¿Otra vez deshacer baúles? Lerma, yo me trasladé a Valladolid porque tú dijiste que aquí no moría nadie.
—Y sigue siendo verdad, Majestad. Nadie muere… salvo de aburrimiento. Pero Madrid ha cambiado. El aire está más limpio, las pulgas ya no muerden tanto, y lo mejor de todo… he comprado algunas casitas allí. —Lerma abrió los brazos con falsa modestia, como quien insinúa que quizás sí tiene una o dos cositas… — Otra humilde inversión.
—¿Y crees que los cortesanos volverían?
—Majestad… —dijo Lerma, envolviendo cada sílaba en terciopelo —Si usted va, ellos irán. ¡A por su parte del pastel, como siempre! No hay animal más obediente que un cortesano con miedo a perder su influencia.
Felipe III se quedó pensativo durante cinco segundos enteros, un récord histórico.
—¿Y me garantizarás caza, vino y juego?
—Majestad, le prometo dados, faisanes y vino de Valdepeñas. ¡El trío perfecto para un buen reinado!
—Entonces... que se vayan preparando las mulas ¡Nos vamos a Madrid!
Y así, en 1606, como si el reino fuera un circo ambulante, toda la corte regresó a Madrid. El Duque había movido dos veces la capital de lugar, como quien gira el tablero de ajedrez para que le salgan mejor las jugadas.
Lerma, por supuesto, vendió ahora sus propiedades en Madrid a precios desorbitados, habiéndolas comprado cinco años antes a precio de “ciudad fantasma”. Se calcula que invirtió 80.000 maravedíes y sacó más de 55 millones. Ni los alquimistas soñaban con convertir tan poco en tanto. El Duque se convirtió así en el hombre más rico del país… mientras la Corona española daba más tumbos que un borracho en una feria.
Epílogo: el truco final_
Pero, como todo buen cuento necesita justicia poética, apareció la heroína inesperada: la Reina Margarita de Austria. Astuta, silenciosa y bastante harta del desfile de enchufados que pululaban alrededor de su marido, ordenó una investigación real. Y esta vez no era para saber qué vino servían en palacio.
Descubrieron todo. Cada compra, cada venta, cada favor que el Duque había repartido como si fueran bendiciones divinas... con comisión. La justicia se acercaba. La horca asomaba. Y entonces, el Duque perpetró la jugada más descarada de toda su carrera: se ordenó cardenal. Porque un cardenal, por muy ladrón que fuera, no se ahorcaba.
Sí, como lo lees. Rojo y bendecido. Sonriendo beatíficamente y fingiendo que todo había sido un malentendido financiero de proporciones bíblicas. El hombre que había saqueado la corte como un pirata con título nobiliario, ahora era Príncipe de la Iglesia.
Por supuesto, el pueblo no tardó en encontrarle una rima:
“Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España, se viste de colorado.”
Y así terminó el cuento del Duque de Lerma, el hombre que convirtió el gobierno en un negocio inmobiliario, el poder en una partida amañada y la fe en un salvoconducto legal.
Moraleja: Cuando el bien común huele a comisión…_
Cuando un duque (o político, en su defecto) te diga que lo mejor es hacer algo por el bien común… no le sigas el juego sin antes revisar bien las cuentas. Y si un tipo sospechosamente rico se viste de rojo, no es porque esté de moda, sino porque ha encontrado una forma muy astuta de salvar su pellejo a través de la Iglesia… o de inexplicables puertas giratorias.
Como dirían los vecinos del codicioso Lerma: Colorín colorado… este Duque se ha forrado.
“Dios, que me ha concedido tantos reinos, no me ha dado un hijo capaz de gobernarlos: temo que me lo gobiernen”