Trabajo en equipo
La vida en las corralas: respeto y generosidad
La corrala de la calle Mesón de Paredes estaba hecha un hervidero, como una olla de cocido a punto de rebosar. El sol de agosto pegaba con ganas sobre el patio, pero a nadie parecía importarle. Las voces, las risas y los gritos se colaban por cada rincón, mientras los vecinos, en pleno jaleo, se afanaban en los preparativos de la verbena de San Cayetano. Las vecinas no paraban, de aquí para allá, como hormiguitas diligentes, levantando la voz para hacerse escuchar por encima del barullo de los críos, que corrían y chillaban como si les hubieran soltado en el Retiro. Era un desorden, claro que sí, pero era su cuidadoso desorden, ese que solo se vive en las fiestas madrileñas de verdad.
Fermín, el cordonero extremeño, lidiaba con los farolillos como quien se enfrenta a un toro bravo sin capote. Entre resoplidos y las risitas contenidas de las vecinas, iba colgándolos a su manera, que era cualquier cosa menos recta. Los faroles, desparejados y torcidos, parecían más un desfile improvisado que una decoración de verbena, pero Fermín no se rendía. Con más voluntad que acierto, seguía adelante, convencido de que, aunque no fueran un prodigio de simetría, al menos nadie podría reprocharle no haber puesto empeño.
—"¡Fermín, que estás colgando los farolillos como si estuvieras tendiendo la colada un día de viento! ¡Madre mía, qué desastre! ¿Esto es una verbena o un mercado de pulgas?"—espetó Milagros, la sevillana, desde su ventana, mientras estiraba un mantón con tanto mimo que cualquiera diría que estaba engalanando a la mismísima Virgen del Rocío.
—"¡Anda, Milagros, no me des más la tabarra! ¡Si esto está niquelado, mujer! ¡Ya verás cuando termine, va a quedar fetén, que se va a hablar de esta verbena en todo Madrid!”—soltó Fermín, apretando los labios y con el rostro más rojo que un farolillo recién pintado, mientras los dichosos adornos colgaban torcidos como si fueran chorizos de matanza.
—"¡Fetén, fetén! Al final, no sabrán si estamos celebrando San Cayetano o San Meningitis, con el desmigue que llevas montado. ¡Haz el favor de colgar bien esos farolillos o no va a quedar ni un alma en este patio que no se parta de risa, que pareces el guiri del barrio!"—respondió Milagros, soltando un suspiro de desesperación, pero sin dejar de sonreír, como si lo hubiera visto mil veces antes.
Mientras tanto, en un rincón de la corrala, Soledad, la mujer de Fermín, estaba completamente sumergida en un mar de aceite hirviendo, luchando para que los buñuelos no se le quemaran. Cuatro hijos dando vueltas a su alrededor no ayudaban en lo más mínimo… pero ella era la que más disfrutaba de la fiesta, aunque no tuviera ni un segundo de tranquilidad.
— "¡Niños, no os comáis los buñuelos sin pedir! ¡Parecéis pirañas!"—gritó Soledad, viendo cómo sus hijos, con las manos cubiertas de harina, cogían buñuelos a diestro y siniestro antes de que tuvieran tiempo siquiera de enfriarse.
— "¡Mamá, mamá! ¡Que ya estamos en San Cayetano! ¡Que se pueden comer todos los buñuelos que queramos!"—respondió uno de los niños, mientras intentaba esconder un buñuelo bajo la camisa, como si nadie fuera a verlo.
— "¡A ti te voy a endiñar un buñuelo que vas a ver las estrellas! ¡Estáis peor que las palomas en la Plaza Mayor!"—replicó Soledad con una sonrisa irónica, mientras batía la masa con la destreza de quien sabe que en la corrala no hay tregua.
Mientras tanto, en el pasillo, la señá Rita, la casera, patrullaba como si fuera la guardia urbana, sin dejar pasar ni un resquicio de desorden. Nadie se escapaba de su mirada vigilante, aunque por dentro se mordiera la lengua para no soltar alguna de sus clásicas amenazas de desahucio.
— "¡Venga, venga! ¡Que no terminamos nunca! ¡Parecemos pollos sin cabeza! ¡A ver si acabamos de decorar la corrala, que esto parece el rastro de los domingos!"—gritó la señá Rita, mientras observaba cómo las vecinas colgaban las cintas de papel manila de manera tan desordenada que más bien parecía un carnaval que una fiesta religiosa.
— "¡Pero Rita, tía baranda, cállate un poco, que tienes más jindama que una vieja que no ha salido de su casa en diez años!"—le respondió Eulalia, con su marcado acento asturiano, mientras trataba de poner orden en las cintas con una paciencia infinita. "¡Lo que te hace falta, Rita, es un poco de alegría, que estás más gruñona que un guindilla en hora punta!”
—"¡Venga, Eulalia, que no tienes ni idea! ¡Si no sabes ni colgar las cintas! ¡Esto va a parecer la cueva de un ratón antes que una verbena!"—le soltó la casera, sin poder evitar lanzar su dardo. "¡Parece que lo hacemos todo con los pinreles!”
—"¡Que no grites, Rita! ¡Que esto no es un cuartel, ya lo tengo todo diquelado y no voy a perder el tiempo contigo!"—respondió Manuela, una de las vecinas, con tono irónico. "¡Esto va a quedar de rechupete, ya lo verás!”
A lo lejos, la señora Carmen y Petra, encargadas de la limonada, seguían enzarzadas en su discusión sobre la cantidad de azúcar que debía llevar la bebida, un tema que, para ellas, tenía la importancia de un consejo de estado.
—"¡Que no le pongas tanto azúcar, Petra! ¡Que luego vamos a tener a medio barrio de papalina antes de que empecemos a bailar!"—dijo Carmen, con cara de preocupación, mientras veía cómo Petra añadía otra cucharada de azúcar a la jarra, como si no hubiera mañana.
—"¡Qué me dices, Carmen! ¡Esto no es agua sucia, es limonada! ¡Así se hace bien, con azúcar de sobra! ¡Ya verás cómo se pone todo el barrio!"—respondió Petra, guiñándole el ojo con picardía mientras daba una vuelta a la mezcla, como si tuviera la receta secreta para hacer bailar hasta al más serio.
—"¡Ay, que no se puede vivir en este barrio! ¡Si no hay manera de echarse una siesta con tanto jaleo y tanto ruido! ¡Parece esto una cuadrilla de picadores en plena fiesta de San Isidro!"—se quejó la señora Pilar, que ya se había refugiado en su cuarto, intentando escapar del bullicio. "¡Los niños correteando por todas partes, los faroles colgados como si los hubiera puesto un ciego! ¡Esto es un desmadre, no hay quien lo aguante!”
—"¡Déjalos, Pilar, que te va a dar un sofión! Los críos están más contentos que unas castañuelas, y tú con esa cara de aburrida, ¡parece que te han contado un mal chiste!"—respondió la señora Carmen, mientras regaba los maceteros del balcón, con una sonrisa burlona en los labios.
En el patio, Leandro, que llevaba horas intentando arreglar el retrete, ya no sabía por dónde tirar. La faena se le había ido de las manos y, por más que se empeñaba, la desesperación empezaba a dibujarse en su rostro.
—"¡Esto está peor que un descuaje! ¡Menuda tarea me habéis endiñao! ¡Y ya no tengo más paciencia, que me voy a tirar al suelo y no me levanto hasta que empiece la fiesta!"—gritó Leandro, frotándose la cabeza mientras se agachaba junto al retrete, que seguía haciendo ruidos raros, como si estuviera pidiendo auxilio.
—"¡Déjalo ya y llama al varillero, que no va a ser tuyo el invento!"—gritó la señora Remedios, mientras pasaba por el corredor cargada con un cesto de ropa recién lavada. "¡Que ya está el agua más estancada que un pescador de charca!"
Por otro lado, Rosario, la cacharrera, estaba a lo suyo, decorando el altar de San Cayetano. Con su risa contagiosa y ese acento andaluz tan característico, la malagueña se concentraba en colocar las flores con el esmero de quien no quiere dejar nada al azar.
—“¡Ay, que el santo parece que me está mirando! ¡Mira, Pilar, que todo va quedando niquelado! No será por falta de ganas, pero con tanto follón…”—decía Milagros, mientras se ponía de puntillas para pegar unas flores a la figura del santo, sin mucho éxito.
—“¡Milagros, que lo vas a romper! ¡No sigas colgando flores como si estuvieras en la feria!”—le respondió Pilar, con una sonrisa entre cansada y preocupada, mientras se acercaba para ajustar el altar y evitar un desastre.
El sonido del organillo comenzó a filtrarse desde la calle, y con él, una nueva ola de energía inundó la corrala. Fue en ese preciso momento, cuando el bullicio ya estaba a punto de desbordarse, que Soledad, con la voz llena de dulzura, se plantó en el centro del patio, levantó la mirada hacia el cielo y comenzó a cantar y a bailar, como si el barrio entero fuera su escenario:
“Hay un lugar en el mundo,
donde Dios puso la mano,
Madrid se llama ese sitio
y es en Madrid la verbena
más chula de San Cayetano.”
La voz de Soledad se alzó con tal fuerza que todos los ojos se volvieron hacia ella. Las vecinas, que estaban ocupadas ajustando los mantones, dejaron de trabajar y la miraron, cautivadas. Los niños, por un momento, se detuvieron en sus carreras, y hasta Fermín, que seguía luchando con los farolillos, se giró hacia ella, sonriéndole con orgullo.
“Las calles engalanadas,
la Corrala, qué emoción,
recuerdan tiempos pasados,
con el chotis verbenero y chulapón.”
El patio entero se sumió en un suspiro colectivo. Cada palabra que Soledad cantaba parecía arrancar a los vecinos de su ajetreo cotidiano, llevándolos a ese Madrid mítico del que tanto se hablaba, rebosante de historias, de risas y de esa alegría contagiosa que solo los madrileños saben transmitir... pero también de la nostalgia que se cuela en quienes, viniendo de fuera, recuerdan a su familia con cariño. Soledad terminó la canción, y, como si nada hubiera pasado, volvió a la tarea, dejando atrás su voz, que aún flotaba en el aire, como la protagonista indiscutible del momento.
— "¡Venga, que esto no se arregla con una canción! ¡Los faroles no se cuelgan solos!"—dijo Soledad, lanzando una última mirada a Fermín, que ahora, con la cara sonrojada por la mezcla de vergüenza y enamoramiento, se enfrentaba a los farolillos con renovada ilusión.
La música comenzó a sonar con más fuerza en el patio, los niños no dejaban de correr, y las vecinas, con el mismo ímpetu de siempre, seguían con sus quehaceres. Sin embargo, algo había cambiado en el aire. La fiesta ya no era solo un caos de trabajo y bullicio; se había transformado en algo mucho más grande, en una celebración auténtica, tan pura y genuina como solo Madrid sabe ofrecer. Una verbena en toda regla, repleta de alegría, de tradición y, sobre todo, de ese toque castizo que, por mucho que se busque, no se puede encontrar en ningún otro lugar del mundo.
Para Soledad y Fermín.