Al fresco
terrazas de madrid: punto de encuentro al aire libre
¿Sabías que Madrid es la capital europea con más horas de sol al año? Según la AEMET, la capital de España goza de más de 2.900 horas de sol, seguida por Atenas, con cerca de 2.800. Según estos datos, quienes tenemos la suerte de vivir en esta maravillosa ciudad, gozamos de cerca de 300 días de sol, pudiendo hacer vida callejera durante casi nueve meses al año.
Cuando llega el buen tiempo y suben las temperaturas, Madrid se transforma por completo, jardines y parques inician su apogeo, la ciudad comienza a disfrutarse al aire libre y los madrileños hacen de las terrazas su punto de encuentro por excelencia.
Pero, aunque hoy nos resulte impensable un Madrid sin terrazas, estos pequeños oasis de frescor y esparcimiento que abarrotan sus calles, no han estado instaladas desde siempre… y ni siquiera son españolas. La costumbre de que bares y restaurantes sacaran sus mesas a la calle nació en Francia, aunque rápidamente se extendió por toda Europa, llegando a nuestra ciudad a comienzos de la década de 1870.
No obstante, cómo combatir el calor que azota la capital, especialmente en los meses de verano, siempre ha sido un dilema para el que los madrileños han buscado solución desde hace siglos.
Si nos remontamos a los veranos en que la Villa y Corte fue capital del Siglo de Oro, visitar una de las alojerías habituales en las calles del Madrid de los Austrias para adquirir un vaso frío de aloja, generalmente elaborada con agua, miel y especias, era el remedio más común contra el calor.
Estos apetecibles refrescos se enfriaban con la nieve que portaban en neveros las mulas desde la Sierra de Guadarrama y que se almacenaba en los pozos de nieve ubicados en las actuales Calle Fuencarral y Glorieta de Bilbao.
A lo largo del siglo XVII, llegarían a Madrid las aguas de cebada, de anís, de canela, de azahar, de hinojo, de romero, los granizados, la limonada… y, ya en el siglo XVIII, la horchata.
Tradicionalmente, los horchateros atendían de forma ambulante o instalados de forma precaria en zaguanes y portales de viviendas. También proliferaron, un siglo después, los llamados aguaduchos: pequeños quioscos que servían horchata, agua de cebada, refrescos, etc… similares a los que hoy podemos encontrar, por ejemplo, en el número 8 de la Calle Narváez.
También durante el siglo XIX, al subir la temperatura con la llegada de la primavera y hasta el otoño, algunos establecimientos solicitaban permiso para abrir horchaterías o botillerías temporales, en las que ofrecer servicio al aire libre.
Ya en el último tercio del siglo XIX, las fábricas de cerveza establecidas en la capital contaban con un espacio abierto a la calle para la venta y consumo de su producto.
Pero el precedente real más antiguo de las terrazas que hoy todos conocemos se encuentra en los jardines de los grandes palacios parisinos, denominados “orangeries”.
Durante el siglo XVII, en estos jardines palaciegos se fomentó la moda de cultivar especies cítricas que simbolizaban poder. Se plantaban en el interior de superficies acristaladas con la finalidad de proteger estas variedades frutales de las inclemencias del tiempo.
Las “orangeries” se convirtieron en símbolo de distinción en las residencias más aristocráticas, cuya finalidad era la búsqueda de la armonía perfecta entre naturaleza y cultura. No solamente tenían la utilidad de huerto, sino que constituían un lugar para las artes, festividades y banquetes, es decir, un punto de reunión de carácter lúdico reservado para las clases más altas de la sociedad.
Sin embargo, la aparición de la terraza asociada a establecimientos comerciales de hostelería no se produciría hasta mediados del siglo XIX, con la reforma urbanística del barón Georges-Eugène Haussmann de la ciudad de París, con la intención de resaltar la importancia y la habitabilidad del espacio urbano.
El objetivo primordial de esta transformación era el de facilitar la circulación hacia y desde las estaciones ferroviarias por medio de amplias vías que dirigieran a los viajeros directamente a los centros comerciales y a los espacios de carácter lúdico, tratando de poner en alza la habitabilidad de la calle frente a la utilidad meramente industrial que se le había dado hasta el momento.
Tomando como referencia las plazas y parques ingleses, se trató de dotar a la capital francesa de amplios espacios verdes similares a los londinenses: parques románticos inmensos y plazas rebosantes de árboles y arbustos.
Pronto, estos nuevos espacios comenzaron a abarrotarse de personas que buscaban un lugar fresco donde sentarse a descansar, leer, trabajar… todo ello favorecido por la inclusión de un confortable mobiliario urbano, destacando la aparición e instalación de las novedosas lámparas de gas, que aumentaron la seguridad de las calles por la noche.
Todos estos cambios urbanísticos potenciaron una mayor habitabilidad de las calles, influyendo desde entonces en la morfología de los edificios residenciales de planta baja comercial, motivando a los propios comerciantes a sacar sus negocios al exterior y surgiendo así las terrazas.
París fue la “zona cero” de un fenómeno que muy pronto se propagaría por todo el mundo, llegando a Madrid en 1870. El punto exacto en el que se asentaron las dos primeras terrazas madrileñas se encuentra a escasos metros de la Puerta de Sol: el Pasaje de Matheu.
La Desamortización de Mendizábal del año 1836 provocó la desaparición de numerosos edificios religiosos en la capital, entre otros el llamado Convento de los Mínimos de la Victoria, ubicado entre las actuales calles Espoz y Mina y Victoria.
En el enorme solar que dejó el convento, un acaudalado comerciante madrileño llamado Manuel Matheu construyó un pequeño bulevar con edificios al estilo parisino y el primer pasaje comercial de Madrid, conocido como pasaje de la Equidad y Bazar de la Villa de Madrid.
En aquellos años las galerías comerciales causaban furor por toda Europa y nuestra capital no iba a ser menos. Desde el primer momento, este pasaje acogió importantes comercios de ropa de dama y caballero y una iluminación llamativa a lo largo de todo el corredor.
Diseñado por el arquitecto Antonio Herrera, este espacio comercial contaba con tres pisos de altura y todo tipo de lujo en su diseño: elegantes entradas a ambos lados, un vestíbulo decorado con pilastras de orden corintio de mármol sobre las cuales apoyaba un arco de medio punto. Sobre este arco descansaba una novedosa cubierta, formada por una estructura elíptica de hierro revestida con cristales de tres metros de altura que otorgaban al conjunto una mayor transparencia. En definitiva, un París reducido a la mínima escala en pleno centro de Madrid.
Sin embargo, el glamour de los almacenes del Pasaje de Matheu no caló en la sociedad madrileña, menos sofisticada que la europea y aún inmersa en los gustos fernandinos, lo que derivó en el cierre de las galerías de la Equidad.
Poco a poco el lugar se fue degradando y cayendo en el abandono. En 1854, la prensa de la época contaba que los cristales de la armadura estaban rotos, provocando una imagen desoladora y decadente del corredor. Finalmente, en el año 1874 se decidió desmontar la estructura, convirtiendo el espacio en un simple callejón peatonal de carácter comercial conocido a partir de ese momento como Pasaje de Matheu.
Sin embargo, y a pesar de que el protagonismo de este corredor parecía avocado al olvido, su historia daría un cambio radical con la llegada de dos cafés que volvieron a dotar de vida su espacio.
Ambos establecimientos estuvieron regentados por dos ciudadanos franceses exiliados, de ideologías políticas radicalmente opuestas: uno, monárquico y conservador, bautizó a su local como Café de París y otro, revolucionario y republicano, llamó al suyo Café de Francia. A pesar de las diferencias ideológicas, ambos locales convivían con su clientela en pacífica coexistencia.
Pero si estos dos cafés llegaron a ser conocidos, no fue por sus productos ni por sus tertulias, sino porque fueron los primeros en sacar sus mesas a la calle, siguiendo la moda francesa, para que sus clientes pudiesen disfrutar del agradable clima de Madrid, desde la primavera y hasta el otoño, mientras apuraban sus consumiciones.
En un principio, esta práctica no cuajó entre los madrileños que, de hecho, solían burlarse de ambos establecimientos esgrimiendo que debían ser tan pequeños que no les quedaba más remedio que sacar su mobiliario fuera.
Este nuevo concepto de terraza, en el que primaba la tranquilidad y las conversaciones sosegadas, chocaba con el bullicio habitual de los cafés con solera de la ciudad, espacio de tertulias, debates y conspiraciones, en los que las acaloradas discusiones políticas e intelectuales solían llegar a las manos. No obstante, con el tiempo y en contra de las reticencias de muchos madrileños, el concepto parisino de terraza comenzó poco a poco a extenderse por otros establecimientos de la capital.
Así sucedió, por ejemplo, con el Café de Fornos, uno de los establecimientos pioneros en ofrecer este servicio. A pesar de haber sido considerado por la prensa local, como "el café más lujoso de Madrid", la decisión de inaugurar su terraza en 1887 alteró por completo esta consideración. Algunos medios llegaron a tachar la idea de "provinciana" y otros, como la revista La Ilustración Nacional fueron aún más lejos:
"En la acera del Café de Fornos habrán visto ustedes mesas y sillas. En cuanto convinieran media docena de tontos en tomar café en medio de la calle, sería indispensable que las personas de bien salieran con escopeta".
Que un establecimiento temporal o de menor nivel atendiese en la calle les importaba poco, pero que lo hiciese un café de solera era inconcebible, al considerar que la instalación de una terraza era algo que lo vulgarizaba.
A pesar de las críticas, nada más abrir su terraza el Café de Fornos, muchos otros siguieron su ejemplo, asentándose así este nuevo concepto en el mundo tradicional de los cafés hasta extenderse por toda la ciudad, ocupando paseos y bulevares, como el de Pintor Rosales o el Paseo de Recoletos.
Pero… ¿qué fue de los Cafés de París y de Francia en los que nació la tradición de las terrazas, uno de los símbolos más representativos no sólo de la ciudad de Madrid sino de todo nuestro país? Su final se produjo, como en tantas ocasiones, a causa de su propio éxito.
Haciendo gala de sus orígenes franceses, cada 14 de julio (día nacional de Francia y aniversario de la toma de la Bastilla) las terrazas de ambos cafés se llenaban de compatriotas galos dispuestos a participar en la celebración. El Pasaje de Matheu se decoraba de banderas tricolores y símbolos nacionalistas, se bailaba al son de música francesa y se terminaba entonando la Marsellesa.
Sin embargo, cuando estalló la I Guerra Mundial, España adoptó una posición neutral de cara al conflicto por lo que manifestaciones de uno y otro bando quedaron implícitamente prohibidas.
A pesar de la prohibición, el carácter exaltado de los exiliados franceses motivó que la celebración del 14 de julio de 1915 fuese una demostración tan exagerada de patriotismo que la guardia urbana se vio obligada a desalojar el Pasaje de Matheu, vetándose desde entonces y de forma taxativa la celebración del 14 de julio.
Este acontecimiento marcó el final de los dos cafés franceses. Poco a poco la gente dejó de asistir a sus tertulias y a sus terrazas hasta que, a finales de la década de 1910, ambos establecimientos cerraron sus puertas.
Hoy, un siglo y medio después de que se instalaran aquellos originales espacios en el Pasaje de Matheu, las terrazas de nuestros bares y restaurantes significan para los madrileños y los españoles mucho más que un mero lugar de ocio al que acudir… se han convertido en eje fundamental de nuestra cultura, nuestra economía y nuestra forma de vivir.
Por este motivo, y especialmente en los momentos que vivimos tan difíciles para la hostelería española, debemos poner en valor esa forma tan nuestra de confraternizar, recuperando todos esos momentos que la pandemia nos ha robado, para volver a disfrutar de las maravillosas terrazas junto a nuestras familias y amigos.