La mujer invisible
María lejárraga, el talento en la sombra
¿Pensabas que la “mujer invisible” era tan sólo un personaje de ficción fruto de la imaginación de los dibujantes de comics? Nada más lejos de la realidad. La historia de nuestro país está repleta de mujeres invisibles… superheroínas que lucharon por ocupar su lugar en una sociedad que las relegaba sistemáticamente a un segundo plano. María Lejárraga fue una de ellas, víctima de uno de los fraudes literarios más importantes de nuestro país, que hasta hace poco tiempo nos ha impedido valorar como se merece a una de las mujeres más sobresalientes de la cultura española del siglo XX.
Tristemente, son demasiados los casos de mujeres cuyo trabajo, talento e inteligencia, se ha borrado de los libros de Historia… mujeres que, en muchos casos, tuvieron que renunciar a su nombre para poder desarrollar su vocación.
A finales del siglo XIX y principios del XX en España, estaba muy mal visto que una mujer manifestase públicamente su creatividad literaria, por lo que muchas se vieron obligadas a esconder su verdadera identidad bajo un nombre falso: un seudónimo.
La sociedad española de aquella época, dividía la vida en dos ámbitos: el ámbito público, que se consideraba exclusivamente masculino e incluía por ejemplo la política, la literatura y el resto de las artes, y el privado, al que quedaba relegada la mujer, al cuidado del hogar y la familia. El ideal de mujer consistía básicamente en ser buena madre, buena esposa y buena ama de casa.
Por si fuera poco, la mujer era considerada intelectualmente inferior al hombre. El panorama científico de la época llegó a defender que poseía un cerebro más pequeño y frágil, incapaz de desarrollar actividades intelectuales… una verdadera insensatez.
Como la literatura era un campo que pertenecía al ámbito público, la mujer tenía muy complicado acceder a ella. Sí se aceptaba, por ejemplo, que una escritora redactara textos pedagógicos y cuentos en revistas o periódicos dirigidos a otras mujeres. Si decidían escribir novelas, estas debían centrarse en temas femeninos como la maternidad, la moda o el hogar. Por el contrario, si la escritora se salía de este tipo de temas, era inmediatamente repudiada.
Todas estas pegas obligaron a muchas mujeres a buscar estrategias para poder desarrollar su actividad literaria y publicar sus obras, al margen de las temáticas femeninas.
Una de las opciones era buscar una autoridad masculina que respaldase la obra, por eso solían recurrir a prólogos de autores masculinos.
Otra opción era usar un “de” entre su nombre de pila y el primer apellido, que era el del marido… una fórmula que parecía convertir a la mujer casi en una pertenencia del esposo, pero que tranquilizaba a la censura.
Pero sin duda, una de las tácticas preferidas por las escritoras españolas, fue ocultar su nombre real mediante el uso de seudónimos. Algunos de los ejemplos más conocidos fueron los de Cecilia Böhl de Faber, que empleó el seudónimo de Fernán Caballero; Carmen de Burgos, más conocida por el nombre de Colombine o Caterina Albert i Paradís, que publicó bajo el seudónimo de Víctor Catalá.
Uno de los casos más llamativos y menos conocidos, es el de la escritora María Lejárraga, que decidió emplear el nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra… una solución que, con el tiempo, se acabaría convirtiendo en su propia trampa.
Los cien años que vivió María de la O Lejárraga no sólo le permitieron ser testigo de dos guerras mundiales, dos dictaduras y una guerra civil, sino también convertirse en una de las mujeres más brillantes de la Edad de Plata de la literatura española, a principios del siglo XX.
María nació en San Millán de la Cogolla en 1874, en el seno de una familia acomodada y liberal que le facilitó una educación de élite para una mujer de fines del XIX y principios del XX.
Comenzó a destacar desde muy joven. Terminó sus estudios de Comercio en 1891 y se convirtió en profesora de inglés para la Escuela de Institutrices y Comercio. Poco tiempo después finalizó sus estudios de magisterio en la Escuela Normal de Madrid, para convertirse en maestra… el camino “socialmente correcto” para una mujer de su tiempo, pero muy alejado de su verdadera pasión: la literatura.
Decidida a seguir el camino de su vocación, María probó suerte y consiguió publicar su primera obra, Cuentos breves, en 1899. Ver su nombre, María Lejárraga, en la portada de este libro, significó para la joven de apenas veinticinco años todo un orgullo… pero no así para su familia. El enfado y el rechazo que provocó en sus allegados le hicieron prometerse a sí misma que nunca más volvería a emplear su firma.
En 1900 la joven riojana contrajo matrimonio con Gregorio Martínez Sierra, director, escritor y productor teatral, lo que supuso para la frustrada escritora la oportunidad de seguir publicando, a partir de ahora bajo el nombre de su marido. De esta manera nadie rechazaría sus obras.
Ambos formaron una de las más exitosas parejas artísticas de la época… incluso María de la O llegó a abandonar su labor docente para dedicarse de lleno a la literatura.
Gregorio llevaba la parte visible de la sociedad, era el responsable de la dirección de las obras y quien se llevaba la gloria en los estrenos… aunque era ella quien escribía. Inicialmente ambos tenían una colaboración real, más o menos equitativa, y María aceptó ese papel de sombra. Su pasión por la literatura estaba muy por encima de sus deseos de reconocimiento.
Martínez Sierra se limitaba a producir, a dirigir los ensayos de las obras teatrales y, como mucho, a sugerir algún cambio… pero los actores siempre esperaban las indicaciones de su mujer, conscientes de que en realidad era ella quien las había escrito.
El matrimonio entabló amistad y relación profesional con la flor y nata del teatro, la música y la literatura madrileña de la época, siempre con Gregorio como valedor de la pareja.
Manuel de Falla, Joaquín Turina, Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío o Eduardo Marquina colaboraron con ellos… pero siempre fue Gregorio Martínez Sierra quien recibió los elogios en los estrenos, mientras la verdadera autora y libretista, María, le esperaba en casa.
Gregorio no sólo disfrutó del dinero, los aplausos y los laureles del éxito de su esposa… también de otras mujeres. Tras veintidós años de matrimonio, renegó de María e inició una relación con la actriz Catalina Bárcena, con quien tuvo una hija. El matrimonio se separó, pero nunca llegarían a divorciarse, ya que las leyes del momento no lo permitían.
María se volcó entonces, desde su casa en este edificio de la Calle Manuela Malasaña número 18, en defender la visibilidad de las mujeres en el mundo de la cultura de los años 20, llegando a cofundar instituciones fundamentales como el Lyceum Club. Además, se implicó en política a partir de la instauración de la República y llegó a ser elegida diputada por Granada, en 1933.
Sorprendentemente, a pesar de la separación y la traición, durante más de una década María continuó escribiendo las obras con las que su infiel marido seguía triunfando en los escenarios, hasta la muerte de este en 1947, que sorprendió a María en el exilio al que se había visto obligada tras el final de la Guerra Civil.
Por si no fuera suficiente haber sufrido una vida de desengaños a causa de su marido, a María le quedaba por enfrentarse a uno más, quizá el más doloroso, cuando la hija de Catalina Bárcena exigió los derechos de autor de su padre. Sólo entonces María Lejárraga fue consciente de que la gloria que había regalado a su esposo era ya irrecuperable… era demasiado tarde.
Se calcula que la escritora renunció a firmar casi doscientas obras que aparecen firmadas con el nombre de su marido, algunas de ellas llevadas al cine, como Canción de cuna, de 1933, y otras que brillaron en sus adaptaciones musicales, como los libretos de El amor brujo y El sombrero de tres picos, de Manuel de Falla.
Con setenta y tres años y asfixiada económicamente, Lejárraga se veía obligada a reaccionar, reinventarse y volver a escribir para ganarse la vida, firmando una serie de cuentos bajo el nombre de María Martínez Sierra.
Su periplo durante el exilio la llevó a Francia, México o Estados Unidos, donde sufriría, quizá, el último de sus desengaños profesionales… una historia que, como a mi, probablemente os sonará a ciencia ficción.
En 1951, residiendo en California y para poder sobrevivir, María llevó un guión a los estudios de Walt Disney titulado Merlín y Vivian, o la gata egoísta y el perro atontado… un cuento que narraba la historia de un perro que se enamora de una vanidosa gata. Sin embargo, al poco tiempo el guión le fue devuelto por falta de interés de los productores.
En 1955 se estrenaba la película de Disney La dama y el vagabundo, con la que Lejárraga siempre encontró cierto parecido:
"La enviamos a Walt Disney, la tuvo un par de meses y la devolvió diciendo que no admitían más que las obras que habían encargado. Después, hizo una película, La dama y el vagabundo, que era la misma historia, sin más cambio que haber convertido la gata en perra elegante. Esta vez no quise protestar, ¿para qué?".
Tras pasar por México, María se asentó definitivamente en Buenos Aires, donde continuó su labor literaria, publicando su autobiografía Gregorio y yo: medio siglo de colaboración, en la que revelaba en qué había consistido la supuesta“colaboración” literaria entre ambos.
En la capital Argentina, María falleció, pobre y exiliada, en 1974. Sus casi cien años de vida componen no sólo una de las biografías más estremecedoras de nuestras literatas, sino también el reflejo de muchas mujeres excepcionales silenciadas, que no pudieron desarrollar su talento en una sociedad que las abocaba al ostracismo.
Recuperar la memoria de esta extraordinaria mujer, supone el reconocimiento a una de las más destacadas autoras de su época. Aunque su nombre permanezca ausente en las portadas de sus libros… ya nunca lo estará en la de nuestro recuerdo, con merecidas letras de oro.