El idioma de la piel
Ciegos y sordomudos: comunicar con los sentidos
¿Serías capaz de concebir tu vida sin música, sin contemplar una obra de arte o sin poder mirar a los ojos a la persona que amas? ¿Imaginas no poder hablar para expresar tus sentimientos? No solemos pararnos a pensar lo afortunados que somos al poder disfrutar de todas estas posibilidades que damos por hechas cada día y menos aún ponernos en el lugar de aquellos que no pueden hacerlo… todas aquellas personas con diferentes capacidades cuyo esfuerzo, fuerza de voluntad y ganas de avanzar diarias les convierten en héroes que no sólo merecen nuestro reconocimiento, sino también un lugar destacado en la Historia.
Sabemos que, desde tiempos remotos, los colectivos con minusvalías físicas han sido marginados por la sociedad, siendo durante siglos los candidatos más seguros a la mendicidad, copada por ciegos y sordomudos.
La llegada de la Ilustración y sus nuevos ideales, planteó una serie de cambios en relación con estos grupos marginados por su dependencia física. El pilar del reformismo pedagógico ilustrado era el de la utilidad. Si se aplicaba una educación y formación específica a los ciegos, sordos y sordomudos, éstos podían ser útiles para sí mismos, para la sociedad y para el Estado. No se trataba de un principio de caridad cristiana, sino de pragmatismo.
El colectivo de los ciegos estaba organizado desde hacía siglos en gremios, que mantenían el monopolio de las tareas musicales, de la difusión de periódicos y de la literatura de cordel, lo que perpetuó la figura del ciego como músico y pregonero vagabundo.
Sin embargo, los sordos y sordomudos no estaban organizados, por lo que su localización y posterior inserción social fue mucho más difícil de abordar, siendo imposible saber el número que componían este colectivo en Madrid hasta finales del siglo XVIII. Es en este momento cuando se dieron los primeros pasos para la creación de las escuelas, entonces llamadas de sordomudos, en Madrid.
En 1795, por decreto del Rey Carlos IV, las Escuelas Pías de Lavapiés acogieron el primer aula para la formación de sordomudos de Madrid, que posteriormente se trasladaría a la Casa de la Panadería de la Plaza Mayor, donde permanecería bajo el amparo de la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País. Tras el estallido de la Guerra de la Independencia, este aula cerró sus puertas para reabrir, en mayo de 1814, en este edificio de la antigua Calle del Turco, actual Calle Marqués de Cubas, que hoy es sede de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
Esta época de vaivenes de la institución se estabilizaron con la dirección de Juan Manuel Ballesteros, una de las personalidades más destacadas en la enseñanza de sordomudos y ciegos de la España decimonónica, que en 1852 fusionaría ambas formaciones para dar lugar al Real Colegio de Sordomudos y Ciegos de Madrid.
Inicialmente, las enseñanzas impartidas fueron exclusivamente para el colectivo sordo, aunque Ballesteros, a nivel particular, instruía a una serie de niños ciegos en el aprendizaje de las cifras y las letras, a través de hojas con escritura en relieve.
En 1847, Francisco Fernández Villabrille publicaba el "Curso elemental de instrucción de ciegos", obra pionera en esta especialidad en la que realizó las modificaciones oportunas para adaptar el Sistema Braille del francés al español. Este avance permitió que un grupo de maestros se especializaran en la enseñanza de lectura y escritura para personas ciegas, dando lugar a la “edad de oro” de esta novedosa institución.
El funcionamiento del colegio se basaba, en buena medida, en su estructura interna, es decir, en el régimen de asistencia, alojamiento y enseñanza de los alumnos.
Existían dos categorías de alumnado, en función de la situación económica y social de las familias de los niños: interno o pensionado y externo. El tiempo de estancia en el colegio para los que disfrutaban de pensión gratuita era de diez años máximo y no podían permanecer si habían cumplido los 20 años de edad.
Los requisitos para poder ingresar en el colegio eran claros: ser completamente sordomudo o ciego, tener entre 7 y 14 años, estar vacunado o haber pasado las enfermedades de la infancia, estar en plenitud de facultades intelectuales, no tener enfermedad contagiosa alguna y tener en Madrid capital un encargado o tutor con el que pudiera tratar el Director del centro en caso de necesidad. Aquellos niños que no fueran totalmente sordomudos o ciegos podrían ser admitidos como alumnos externos.
La concesión de pensiones dependía, en gran medida, del aprovechamiento que el alumno hiciera durante su estancia en la institución. Si mostraba interés y su rendimiento era satisfactorio, la beca se prorrogaba. Por el contrario, si fallaba o perdía el interés, la beca podía ser retirada. Los alumnos debían superar exámenes muy exigentes para mantener sus becas.
El objetivo de la institución fue conseguir una buena educación enfocada al trabajo, capacitando a las personas sordas y ciegas para que pudieran desempeñar un empleo digno acorde con su capacidad, desarrollo intelectual y condición social.
Desde los inicios de esta institución la prioridad en la formación del alumnado fue siempre la enseñanza primaria complementada con una formación de tipo manual o industrial y otra artística. Materias como Lectura y Escritura, Gramática y Literatura, Aritmética y Álgebra, Geometría, Geografía, Historia, Agricultura, Ciencias naturales, Física, Industria y Comercio y lectura del Italiano y Latín comprendían la formación intelectual de los alumnos.
La instrucción manual e industrial fue también muy importante pues servía para que el alumno aprendiera un oficio o profesión desde los inicios de su enseñanza. A los niños sordomudos se les solían enseñar oficios como los de ebanista, tallista, joyero, zapatero, sastre, encuadernador o jardinero. Los ciegos solían formarse como cajistas de imprenta, tejedores y trabajadores de la cestería, cordelería y pasamanería. El alumnado femenino aprendía labores domésticas.
La educación artística era la tercera de las áreas en las que se instruía al colectivo discapacitado, tanto al ciego como al sordomudo. Lógicamente, se enseñaban artes plásticas (pintura y escultura) a los niños sordos, mientras que el colectivo ciego se enfocó más hacia la música.
Estaba claro que no todos los invidentes acabarían siendo músicos, pero sí una buena proporción, y lo que se procuró fue que éstos estuvieran bien formados. La materia musical pasó a convertirse en pilar fundamental de la instrucción del colectivo ciego, primando dos instrumentos: el piano y la guitarra.
Un buen pianista siempre podría terminar como organista en cualquier iglesia y como consecuencia derivar en afinador de pianos. Este era un empleo muy demandado y casi siempre copado por músicos ciegos.
Uno de los alumnos ciegos de esta escuela que posteriormente destacaron como pianistas fue Gabriel Abreu Castaño, quien pasó a completar sus estudios musicales en el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid con los mejores maestros del momento. Abreu no sólo destacaría por haber sido un extraordinario músico, sino también un notable maestro y, además, inventor de un nuevo código musicográfico propio para la lectura y escritura musical, que permitió el aprendizaje de la música a muchos otros ciegos, entre otros al futuro genio Joaquín Rodrigo Vidre.
Los músicos ciegos profesionales de la guitarra también tuvieron su hueco, como lo demuestran generaciones posteriores, de los años 80, 90 y principios del siglo XX, encabezadas por músicos de la talla de Zacarías López Debesa, Eugenio Canora Molero, Ricardo Giner Brotóns o Rafael Rodríguez Albert.
La instrucción a niños ciegos y sordomudos no dejó de avanzar a partir de la labor de esta escuela y, especialmente, tras la promulgación, en 1857, de la Ley de Instrucción Pública del Ministro de Fomento Claudio Moyano.
Esta ley ordenaba la enseñanza general y obligaba al Estado a educar a los discapacitados físicos en centros especialmente preparados para ellos, con profesorado especializado. Gracias a esta iniciativa, en pocos años el territorio español se fue poblando de colegios y escuelas especiales para sordomudos y ciegos, marcando un punto de inflexión en la historia de la educación especial española al seguir la estela educativa y rehabilitadora del Real Colegio de Sordomudos y Ciegos de Madrid.
El Colegio Nacional fue acogiendo cada vez más alumnado y su sede de la antigua Calle del Turco fue, poco a poco, quedándose pequeña. En 1887 el Estado adquiría el solar del Paseo de la Castellana 61, destinado originalmente a acoger la sede de la Institución Libre de Enseñanza, y lo destinó a la construcción del nuevo Colegio Nacional de Sordomudos y Ciegos, con un proyecto del arquitecto Ricardo Velázquez Bosco. En la actualidad el edificio alberga el Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional.
La labor realizada por la Real Sociedad Económica Matritense y el Colegio Nacional de Sordomudos y Ciegos de Madrid para construir una sociedad más inclusiva, merece el reconocimiento de todos, porque la posibilidad de poder comunicarnos y expresarnos no debe ser un privilegio de unos pocos… sino un derecho de todos.
P. D: Dedicado a ti, Patricia, y a quienes como tú entregáis vuestro amor, vocación y dedicación diaria a ayudar a niños con necesidades especiales y a sus familias a ser lo más autónomos y felices posible en un mundo poco adaptado a la diversidad. Gracias por ser ejemplo de paciencia, cariño y tolerancia.