El brazo ejecutor
Verdugos, la justicia en su mano
¿Aceptarías un trabajo de funcionario, bien remunerado, de unas pocas horas semanales y que tras jubilarte pasara automáticamente a tus hijos? A priori suena a chollo pero… ¿y si te dijera que trabajarías de verdugo? La realidad era bien diferente y, si hubieras consultado el Infojobs del siglo XVI, probablemente habrías encontrado vacante esta plaza… una de las más odiadas de la Historia del trabajo.
Durante la Edad Media todos los países de la vieja Europa trataban de aplicar de la forma más eficiente posible la ley, intentando acabar con la criminalidad en sus territorios. El problema era que la mayoría de los delincuentes solían escapar, lo que generaba un efecto llamada contra el que luchaba la justicia. Cuando un criminal era atrapado se daba ejemplo a través de ejecuciones públicas, lo que convirtió al verdugo en el personaje más temido por los criminales.
Con el tiempo, un evento ideado para moralizar y evitar que la sociedad entendiera el crimen como una forma de vida, se convirtió en un verdadero circo. Durante las ejecuciones, en la Villa de Madrid el ambiente se caldeaba desde por la mañana y se formaban aglomeraciones para asistir a un “espectáculo” cuyos protagonistas eran, contra su voluntad, el verdugo y la víctima.
El formato de ejecución más habitual eran la decapitación y el ahorcamiento. La decapitación estaba reservada a las clases nobles y la horca a la plebe. Decapitados fueron, por ejemplo, Rodrigo de Calderón, en 1621, en la Plaza Mayor de Madrid, o el general Rafael de Riego, en 1823, en la Plaza del Humilladero.
Inicialmente, era habitual que el seleccionado para verdugo fuese un carnicero, experimentado en el arte de dar tajos… aunque finalmente cualquiera servía para acabar con la vida de los reos. A partir del siglo XVII se otorgó al verdugo el cargo de funcionario público y su oficio se profesionalizó.
En el caso de las decapitaciones, las leyes obligaban al verdugo a acabar con el reo en menos de tres golpes. Si la ejecución se convertía en una carnicería, nuestro protagonista podía sufrir graves consecuencias. Eso hizo que, muchos de ellos, se convirtieran en auténticos expertos en anatomía humana, con el fin de desarrollar su trabajo de la forma más eficiente y limpia.
Habitualmente las obligaciones del verdugo se extendían a otros campos como la tortura de prisioneros, a base de latigazos o amputaciones. También ejercían ocasionalmente de enterradores, sobre todo cuando el fallecido era un suicida, por la superstición y el miedo que causaba dar sepultura a quien se había quitado la vida.
Los verdugos empezaron a ser vistos como sádicos asesinos y se convirtieron en personajes socialmente apestados. En los mercados no podían tocar los alimentos y debían señalar sus compras con su mano o con una vara; en muchos establecimientos se les negaba la entrada o el servicio; en las tabernas, eran obligados a sentarse en mesas apartadas; a la hora de cobrar, tras recibir las monedas de un verdugo, era costumbre santiguarse tres veces.
Sus viviendas solían estar ubicadas en las afueras de la ciudad, porque nadie quería vivir a su lado. Cuando un verdugo se casaba, la boda se celebraba en su casa y no en una iglesia, siendo habitual que los matrimonios se concertasen entre familias de verdugos. Algunas escuelas ni siquiera aceptaban a sus hijos.
A partir del siglo XVII, se dotó al verdugo de una máscara que cubría su rostro, con el fin de preservar su anonimato y que pudiera convivir de forma apacible entre el resto de ciudadanos. En la práctica, todo el mundo sabía quién se ocultaba detrás de la máscara.
No obstante, ese mismo rechazo que generaba hizo que el verdugo obtuviese beneficios a cambio de mantenerse en el puesto. Recibían un buen sueldo, al que se sumaban los regalos de comerciantes y hosteleros de la zona, que en los días de ejecución hacían caja a costa de su labor. También gozaban de un trato preferente ante la ley y de lugares privilegiados en los cementerios. A pesar de estas prebendas, la sociedad no hacía cola para ser verdugo y este trabajo comenzó a heredarse de padres a hijos.
A partir de 1832 el garrote vil se convirtió en la forma oficial de ejecutar reos en España, por decisión de Fernando VII. A un palo fijo se ajustaba un collar de hierro atravesado por un tornillo que, al ser apretado, rompía el cuello del ajusticiado. El bandolero Luis Candelas fue ajusticiado por garrote vil en 1837, en la madrileña Plaza de la Cebada.
En Madrid, la última ejecución pública por garrote vil se celebró en 1890 y congregó a más de 20.000 espectadores. La ajusticiada fue Higinia Balaguer, condenada por el famoso Crimen de la calle Fuencarral.
Junto al palacio de Santa Cruz, antigua Cárcel de Corte y actual Ministerio de Asuntos Exteriores, se encuentra esta Calle de Santo Tomás, la última que veían los condenados antes de morir. Allí vivió durante muchos años el verdugo de la Villa y Corte, lo que motivó que los madrileños la rebautizaran como calle del Verdugo.
La casa del verdugo tuvo un curioso inquilino durante el siglo XVIII. Con motivo de un fuerte viento, se desprendió una de las bolas de piedra del cercano Puente de Segovia, matando a un transeúnte. La bola fue condenada a confinamiento en la casa del verdugo.
En España hemos tenido verdugos hasta bien avanzado el siglo XX, hasta la abolición total de la pena de muerte con la Constitución de 1978.
A pesar de que solemos referirnos a las numerosas ejecuciones que tuvieron lugar a lo largo de la Historia y a los ajusticiados por orden de la ley, raramente reparamos en quienes la ejecutaban, obligados a cargar en su conciencia con un peso muchas veces insoportable: dar muerte a hombres y mujeres con sus propias manos… ¿los consideras verdugos o víctimas?