Convivencia negada
Moriscos: historia de una huella imborrable
“Madrid es de todos y no es de nadie”.
Esta frase define tradicionalmente a Madrid, una ciudad cuya esencia no sólo está marcada por el casticismo y la tradición, sino también por el respeto a la diversidad y lo multirracial, valores indispensables para que la cultura y la sociedad de cualquier comunidad permanezcan vivas y en constante crecimiento.
Y es que la diversidad como seña de identidad madrileña, no es algo reciente ni importado, sino una característica propia de la historia de la ciudad. De hecho, Madrid es la única capital europea surgida a caballo entre dos mundos: de origen islámico (perteneció durante dos siglos y medio a Al-Ándalus), tras su incorporación al Reino de Castilla aún mantuvo una significativa presencia musulmana durante otros quinientos años.
Aunque con sus luces y sus sombras, esta muestra única de hibridación cultural y convivencia cesó abruptamente como consecuencia de uno de los episodios más espinosos de la historia de nuestro país: la expulsión de todos los moriscos de los reinos de la monarquía hispánica, por orden del rey Felipe III.
Mozárabes en el Mayrit musulmán_
Debemos recordar que Madrid nació a mediados del siglo IX como una pequeña ciudad islámica fronteriza mandada construir por el emir Mohamed I al norte de Al-Ándalus, situada en los confines del inmenso mundo islámico medieval que se extendía desde las cercanías de China por el Este y hasta el desierto del Sáhara por el Sur.
Bautizada inicialmente con el nombre árabe de Mayrit, su significado (“agua que corre”) hacía referencia al arroyo que en su día transcurría por la actual Calle Segovia… una división física que durante siglos separó la comunidad musulmana de otra cristiana que, al cobijo de aquel primitivo asentamiento militar árabe, comenzó a construir un puñado de casas sobre la abrupta pendiente que hoy conforma el cerro de las Vistillas.
En una primera fase, estas casas fueron habitadas por la población cristiana de origen hispanovisigodo que se había mantenido bajo territorio musulmán. Se trataba de los denominados mozárabes, una comunidad que formó este arrabal junto a las murallas de la primitiva “medina” árabe.
Mudéjares en el Madrid cristiano_
La conquista cristiana de Mayrit por parte de Alfonso VI en 1085 abrió una nueva etapa en el gobierno de la ciudad y una situación inédita para los musulmanes que la habitaban: el rey cristiano les concedió un amplio autogobierno y les permitió mantener vivas sus costumbres y tradiciones en el refundado Madrid.
Las élites económicas, administrativas, intelectuales y religiosas árabes que contaban con medios suficientes pudieron exiliarse a territorios peninsulares que aún seguían bajo control del islam: los denominados reinos de taifas. Lo mismo sucedió con buena parte de los comerciantes y artesanos.
Sin embargo, no toda la comunidad islámica madrileña podía permitirse viajar y rehacer su vida en otro lugar, por lo que es muy posible que la “amma” (o pueblo llano) prefiriera la incertidumbre del cambio de régimen a la del exilio.
Obligados por el nuevo gobierno cristiano a abandonar el recinto amurallado musulmán, junto a la actual Catedral de la Almudena, pasaron a instalarse en el antiguo barrio mozárabe que, desde entonces, comenzó a denominarse “morería”. Por su parte, la población cristiana que hasta entonces se alojaba a las afueras de la ciudad, pasó a ocupar las zonas protegidas en el interior de la muralla.
Los musulmanes que decidieron quedarse en territorios reconquistados por los cristianos pasaron a ser denominados “mudéjares”, término procedente del árabe que suele traducirse como “domesticados”.
¿cómo se organizaba La sociedad mudéjar madrileña?_
La escasa comunidad mudéjar madrileña inicial creció a lo largo del siglo XII con la llegada de cautivos obtenidos en los combates fronterizos que siguieron a la reconquista de Madrid. Aun así, se trataba de una amplia minoría en relación con la sociedad cristiana, que había crecido en mucha mayor medida gracias a la actividad repobladora, convirtiendo el pequeño Mayrit andalusí en una villa de cierta importancia en el seno de la Corona castellana.
En cualquier caso, la relevancia de la comunidad mudéjar siempre estuvo muy por encima de su escaso peso porcentual, ya que sus miembros, o al menos su élite, se mantuvo bien integrada en la sociedad de la villa cristiana, a pesar de su discriminación legal.
El propio crecimiento motivó la necesidad de que la comunidad mudéjar se organizase jurídica y administrativamente, mediante la constitución de la “aljama” madrileña. Ubicada en el entorno de la actual Plaza del Alamillo, la aljama (“asamblea”) designaba el ente administrativo que organizaba y representaba a los mudéjares.
A la cabeza de la aljama estaba el “alcalde” (“juez”), cuyas funciones eran las de jefe de la comunidad y juez en asuntos civiles internos de la aljama, ya que los penales los resolvía la justicia ordinaria cristiana. Este alcalde de los mudéjares era nombrado por el rey cristiano y estaba asesorado por consejeros y expertos “alfaquíes” (sabios doctores de la ley musulmana).
Los mudéjares madrileños, al igual que los judíos, estuvieron siempre sujetos a un régimen de inferioridad legal con respecto a los cristianos.
Durante mucho tiempo no fueron considerados a todos los efectos vecinos de la Villa, cuyo Fuero aceptaba algunas medidas de discriminación jurídica, como sufrir mayores penas que los cristianos por los mismos delitos y menor amparo en caso de ser las víctimas, o la imposibilidad de ejercer de testigos en juicios salvo que se tratara de pleitos entre mudéjares o en casos muy excepcionales.
Tampoco podían acceder a determinados cargos y oficios, debían vestir de un modo determinado y pagaban más impuestos.
No obstante, en la vida cotidiana, estas medidas se relajaron mucho mientras duró el proceso de Reconquista, y en la práctica era frecuente que los mudéjares madrileños se rigieran por el derecho común de los cristianos.
¿a qué se dedicaban los mudéjares madrileños?_
La mayoría de aquellos primeros mudéjares tuvieron oficios similares a los de sus convecinos cristianos en la Villa: tenderos, mesoneros, tundidores, zapateros, tejedores, etc.
Existía además un grupo más pudiente, una especie de “clase media” mudéjar formada sobre todo por trabajadores vinculados al sector de la metalurgia, principalmente herreros, oficio en el que los mudéjares tuvieron cierto monopolio, pero también cuchilleros y caldereros.
Finalmente, por encima de todos ellos se situaba un reducido grupo de familias que constituían la élite social y económica mudéjar y que solían ejercer también como dirigentes de la aljama.
Este sector estaba muy vinculado a la construcción, y en concreto al oficio de “alarife” (“el experto”) o maestro de obras, hasta el punto de que el cargo de alarife del Concejo recayó durante siglos casi exclusivamente en mudéjares.
Los alarifes del Concejo tuvieron bastante relevancia en aquella primitiva sociedad madrileña y una participación muy destacada en el proceso de urbanización y crecimiento del Madrid de la segunda mitad del siglo XV, lo que sin duda les reportó influencia y poder económico a pesar de su religión. Y es que, al margen de ostentar un cargo semipúblico, también realizaban actividades privadas, con la ventaja que su posición les otorgaba a la hora de conseguir contratas de obras públicas para determinados clientes… lo que hoy denominaríamos “tráfico de influencias”.
La morería mudéjar en Madrid_
Como sabemos, los mudéjares madrileños vivían agrupados en la Morería (después Morería Vieja), en la actual área de las Vistillas.
A mediados del siglo XV apareció un segundo barrio musulmán en el camino de Toledo, junto a la plaza del Arrabal (después plaza Mayor), que acabó por convertirse en el centro comercial de la Villa. Este barrio fue conocido con el nombre de Morería Nueva. Sus viviendas pagaban el triple de impuestos que las de la Morería Vieja, lo que demuestra su mayor calidad y nivel socioeconómico de sus habitantes.
La vida comunitaria de los mudéjares de esta época se organizaba en torno a algunas instituciones y edificios.
El centro de la vida mudéjar era la mezquita, ubicada seguramente al final de la Calle de la Morería, donde acababan las casas mudéjares, al borde del barranco que da a la actual Calle Segovia.
Se trataba de un espacio mucho más modesto que la desaparecida mezquita mayor de época andalusí, posiblemente sin “alminar” (torre) y quizás también sin patio para las “abluciones” o lavado ritual.
En la mezquita, además de las oraciones cotidianas, se reuniría la comunidad los viernes para escuchar la “jutba” o sermón, naturalmente en castellano, aunque el rezo en sí se recitara en árabe.
No es probable que en las calles de Madrid se escuchara el característico “adhan” (llamada a la oración cinco veces al día) por parte del “almuedáno”, prohibido en todos los territorios cristianos a principios del siglo XIV por el Papa Clemente V.
Otro de los edificios singulares de los mudéjares madrileños fue la casa de las bodas. Allí se celebraban los matrimonios de la comunidad musulmana, actos de gran relevancia por lo que tenían de signo de pertenencia a una tradición cultural cada vez más débil.
La Morería Vieja contaba además con una carnicería donde se vendía carne “halal”, esto es, acorde con las prescripciones alimentarias islámicas, que prohíben comer carne de cerdo o de animales no desangrados y establecen un ritual determinado para su sacrificio.
La comunidad mudéjar contó también con una casa de baños o “hammam”, se cree ubicada en la actual plaza de los Caños Viejos, bajo la que aún hoy corre un “qanat” o viaje de agua del siglo XI.
La institución de los baños públicos islámicos fue inicialmente mantenida por los reyes cristianos, que se apropiaron de los mismos en condiciones de monopolio y en muchas ocasiones los remodelaron o levantaron de nueva planta debido a los enormes beneficios que proporcionaban. A ellos acudían no solo musulmanes sino también cristianos y judíos, con horarios distintos para hombres y mujeres.
La Morería Vieja también contaba con cementerio propio extramuros, dependiente de la aljama, y ubicado cerca de la actual plaza de Puerta de Moros.
Los reyes católicos y las primeras segregaciones_
Aunque las Cortes castellanas dispusieron varias veces que los mudéjares de las comunidades cristianas debían vivir segregados, en Madrid estas normas no se cumplieron de hecho, o en todo caso tan sólo parcialmente… al menos hasta que se recrudecieron las medidas de discriminación a finales del siglo XV, cuando los Reyes Católicos decidieron poner fin a la diversidad religiosa en sus reinos.
Tan pronto se hicieron con el poder en 1474, sus católicas majestades se esforzaron por acabar con las religiones de musulmanes y judíos en sus territorios, así como por cristianizar sus costumbres. Para ello renovaron las medidas de discriminación y segregación que habían sido promulgadas a lo largo de toda la Edad Media y que hasta entonces no habían tenido efectos prácticos.
Los Reyes ordenaron aplicar el apartamiento efectivo de judíos y musulmanes, disposición que empezó a llevarse a cabo en Madrid el 5 de julio de 1481, cuando el Concejo creó una comisión para gestionar el aislamiento de ambas comunidades, obligándoles a vender las propiedades que tuvieran fuera de los barrios en los que se les confinaba y a los cristianos a hacer lo propio con las que tuvieran dentro.
También se estableció el confinamiento físico de judíos y mudéjares mediante la construcción de cercas que, en el caso de los mudéjares, debían costear ellos mismos.
El lugar determinado para encerrar a los mudéjares era, claramente, la Morería Vieja, pues allí estaba la mezquita. En cuanto a la Morería Nueva, sus habitantes al parecer permanecieron en ella, no se sabe bien si por desidia en la aplicación de las ordenanzas o, lo que parece más probable, porque también fuera objeto de algún tipo de cierre.
Sin embargo, más grave que la segregación de las viviendas fue la de los comercios. Al fin y al cabo, la mayoría de los mudéjares ya vivían en las morerías antes de que se dictaran estas disposiciones pero muchos de ellos seguían teniendo talleres y tiendas en otros lugares de la Villa.
En la plaza del Arrabal, por ejemplo, existían varias herrerías y otros establecimientos regentados por mudéjares y precisamente fueron los herreros quienes más protestaron contra la medida segregacionista. De hecho, su peso específico en el sector les permitió protagonizar la que quizás sea la huelga más antigua en Madrid, que duró más de medio año.
A finales de 1481, cuando comenzaron a notarse los efectos reales de la segregación, los herreros dejaron de trabajar y, por tanto, de dar servicio a la comunidad cristiana. Esta situación obligó al Concejo de Madrid a elevar una petición a los Reyes para permitir a los mudéjares mantener abiertas sus tiendas en las plazas fuera de la morería.
Finalmente Sus Majestades tuvieron que dar su brazo a torcer y permitir a los mudéjares (y por extensión, a los judíos) volver a abrir sus tiendas fuera de los recintos acotados a su comunidad, al menos durante el día.
Los mudéjares, señalados_
Las nuevas disposiciones también prohibían a los mudéjares practicar ciertos oficios, comprar ciertas propiedades, llevar vestidos ricos y tener criados cristianos, ejercer cargos públicos que implicaran jurisdicción sobre cristianos e incluso la posibilidad de que un mudéjar heredara de un cristiano y viceversa.
Otras relaciones entre mudéjares y cristianos vetadas explícitamente eran, por descontado, el matrimonio y las relaciones sexuales, pero igualmente comer y beber juntos, que los niños cristianos tuvieran matronas musulmanas y viceversa, así como la asistencia a bodas, entierros y otros actos de contenido religioso.
Por su parte, los mudéjares estaban obligados a llevar señales cosidas en la ropa para poder ser identificados, precisamente porque a simple vista no lo eran. De hecho, la inmensa mayoría de los mudéjares castellanos del siglo XV había perdido ya el árabe como lengua materna… y este era el caso de los madrileños.
Los Reyes Católicos ordenaron que se ejecutaran las penas establecidas contra los judíos y mudéjares que anduvieran sin señales de su condición: los varones mudéjares debían vestir capuces (gorros acabados en punta) cerrados de color amarillo-verdoso y tanto hombres como mujeres debían llevar bien visible una media luna azul cosida sobre la ropa.
También se prohibía a los mudéjares usar adornos y tejidos específicos como seda, bordados, colores vivos y prendas valiosas.
Bautismo o exilio_
Con la firma previa de las Capitulaciones de Granada, el 2 de enero de 1492 finalizaba el proceso de reconquista cristiana de los territorios musulmanes de la península.
El pacto acordado entre los monarcas católicos y Boabdil, el derrotado sultán de Granada, acordaba una serie de condiciones que garantizaban el libre ejercicio de la religión musulmana así como la salvaguarda de su cultura, instituciones y modos de vida de los musulmanes en territorio cristiano.
Sin embargo, las capitulaciones se convirtieron rápidamente en papel mojado y las nuevas autoridades, con el cardenal Cisneros a la cabeza, emprendieron una política de hostigamiento religioso y cultural contra los habitantes de Granada que provocaron el estallido de una cadena de rebeliones.
Estos levantamientos proporcionaron a los Reyes Católicos la excusa perfecta para solicitar la conversión forzosa al cristianismo de los granadinos musulmanes, la transformación de las mezquitas en iglesias y la destrucción de todo aquello que pudiera suponer una “contaminación” islámica, como sus libros.
Las nuevas medidas pronto se hicieron extensivas a los mudéjares del reino de Castilla, a quienes, el 12 de febrero de 1502, se daba a elegir entre el bautismo o el exilio, como diez años antes había ocurrido con los judíos.
Los moriscos y el fin de la comunidad islámica_
En la práctica, se imponían tantas condiciones para el exilio que la mayoría de los mudéjares decidieron convertirse al cristianismo para poder permanecer en sus casas. Los musulmanes así bautizados dejaron de ser conocidos como mudéjares, para pasar a ser denominados “cristianos nuevos de moro” o “moriscos”.
Al bautismo obligatorio continuaron nuevas disposiciones en los años sucesivos que limitaban la práctica de costumbres que pudieran identificarse con el Islam, como el modo de vestir y el uso de la lengua árabe.
Las autoridades madrileñas por su parte, reconociendo la importancia de tratar bien a los mudéjares para que no se marcharan, debido a su peso específico en determinados oficios, pregonaron en la Villa un acuerdo alcanzado entre la aljama y los regidores: los mudéjares madrileños se bautizarían a cambio de conservar sus negocios y quedar liberados de impuestos y de las actuaciones de la Inquisición (que ahora, como cristianos, ya tendría jurisdicción sobre ellos) durante diez años.
Entre los que optaron por el exilio y aquellos que decidieron cristianizarse, el caso es que, a partir de 1502, dejó de existir en Madrid, al menos oficialmente, la comunidad musulmana que había formado parte de la ciudad desde su fundación, seis siglos y medio antes.
Sin embargo, en la práctica, el Islam sobrevivió en la Villa al menos durante un siglo más, siempre de manera clandestina, por miedo a la Inquisición.
Y es que, una vez bautizados, aunque fuera a la fuerza, los moriscos quedaban bajo vigilancia del Santo Oficio, que si antes no había podido perseguirlos por musulmanes, ahora sí podría hacerlo por no ser buenos cristianos… algo que, en la práctica, parecía imposible de cumplir.
Los moriscos fueron sometidos a una intensa vigilancia por parte de las autoridades inquisitoriales, que no se limitaban a supervisar lo estrictamente religioso sino que comenzaron a reprimir todo aquello que, a su juicio, tuviera relación con el Islam: quedaba prohibido hablar en árabe y tener libros en esta lengua, usar nombres árabes, vestir a su usanza tradicional, tomar baños o tener un aseo excesivo (algo impropio de buenos cristianos), cantar o tocar su música, teñirse o hacerse tatuajes de henna. También se pasó a vigilar su alimentación y se les obligó a mantener las puertas de sus casas abiertas en días señalados desde el punto de vista religioso o comunitario, como los viernes, los sábados o los días de boda.
Carlos V y Felipe II. sublevación de las alpujarras_
En 1526, durante el reinado de Carlos V y mediante el pago de 40.000 ducados, los moriscos consiguieron que su conversión forzosa quedara aplazada durante cuarenta años. Expirado el plazo en 1566, los moriscos pensaron que una nueva contribución resolvería el problema… pero estaban equivocados. El nuevo rey Felipe II prefería perder un reino a ser señor de herejes… y no estaba dispuesto a tolerar disidencias.
En 1567 el “Rey prudente” restauraba y endurecía las medidas de conversión de la comunidad morisca, lo que de nuevo dio pie a numerosos abusos de poder por parte de las autoridades cristianas.
La reacción de los moriscos no se hizo esperar, estallando una cruenta sublevación en Granada y las Alpujarras que se prolongaría durante tres años.
La victoria final cristiana acarreó la deportación general de los 80.000 moriscos granadinos que, en largas marchas a pie durante el invierno de 1570, fueron repartidos por toda Castilla, con el fin de forzar su asimilación cultural entre cristianos viejos… una medida que en la realidad fue un fracaso.
La región madrileña acogió a un buen número de esos moriscos granadinos que ejercieron ocupaciones itinerantes como las de arriero, muletero, buhonero y otras relacionadas con el tránsito, como las de tabernero o ventero. Estas actividades les permitían mantener una existencia discreta y, además, servir de enlace entre comunidades árabes de otras poblaciones.
Gracias a ellos circuló una literatura secreta, denominada aljamiada, que empleaba el castellano de la época pero escrito con caracteres árabes para así transmitir, de manera ya desesperada, los últimos rescoldos de la civilización andalusí.
Junto a estas ocupaciones los “nuevos cristianos” desarrollaron diversas artesanías. Entre ellas una industria típicamente granadina como era la de la seda, dando lugar a numerosas tintorerías de seda morisca en Madrid.
Paradójicamente, la población madrileña no recibió demasiado bien a los desterrados de Granada… y no nos referimos solo a la sociedad cristiana sino también a los moriscos locales.
Los granadinos, totalmente extraños en lengua y costumbres, perdidos, desarraigados y esclavos muchas veces, se convirtieron en el centro de prejuicios y leyendas que inevitablemente acabaron por salpicar a los discretos moriscos castellanos. Su presencia reavivó los discursos antimoriscos de los cristianos viejos y la actividad de la Inquisición, que acabó afectando a la totalidad de la comunidad morisca.
La cuestión es que, en la España de finales del siglo XVI, los moriscos se habían convertido en un problema de Estado.
Muchos consejeros instaron a Felipe II a expulsarlos de todos los rincones de la península, pero los riesgos de provocar una nueva insurrección armada y la oposición de muchos nobles, que sufrirían con el exilio una drástica pérdida de ingresos por impuestos y de mano de obra, hicieron desistir al Rey, que se limitó a endurecer las medidas contra la población morisca y dejó que fuera su heredero quien, cuarenta años después, tomara una decisión que en la Corte madrileña ya se veía como inevitable.
Felipe III y la expulsión definitiva_
Su hijo y sucesor, Felipe III, mantuvo una tenue política restrictiva hacia los moriscos durante la primera década de su reinado, que comenzó en 1598. Sin embargo, apenas una década después cambiaría radicalmente de postura y dispondría la expulsión de todos los moriscos de sus reinos peninsulares.
Tan drástico cambio de rumbo vino dictado por su valido, el duque de Lerma, quien encontró la fórmula para vencer las reticencias de la nobleza: todos los bienes muebles de los moriscos les serían expropiados y pasarían a manos de sus señores como “compensación” por las pérdidas económicas causadas.
Para justificar el decreto, la monarquía alegó que la expulsión obedecía al intento de acabar con la idea que corría por Europa sobre la discutible cristiandad de España a causa de la permanencia en sus reinos de moriscos, considerados herejes. Sin embargo, no deja de resultar irónico que, después de haber reprimido tan duramente por apostasía a través de la Inquisición a quienes intentaban emigrar a tierras del Islam, el propio Rey hiciera ahora obligatoria esa emigración, que suponía de hecho una renuncia forzosa a la religión cristiana.
Hasta tal punto la monarquía mezcló argumentos en aquel acto de fuerza que se vio obligada a esquivar la circunstancia de que todos los moriscos expulsados estaban bautizados y, por tanto, desde un punto de vista formal, eran cristianos.
Felipe III se vio obligado a convocar, a finales de 1608, una junta de teólogos para que aclararan la cuestión, y los propios religiosos tuvieron que admitir que se iba a expulsar a cristianos.
Por esa razón, el Rey utilizó como justificación que el aumento en la natalidad de los moriscos suponía un peligro para el país, ante la posibilidad de que se aliasen con los otomanos de Estambul o con los berberiscos del Norte de África.
No obstante, la verdadera razón de la deportación masiva de moriscos fue más bien el intento de fabricar un enemigo interno, advirtiendo de un peligro inexistente, para así suscitar la adhesión del pueblo hacia un régimen tan corrupto e incapaz como el de Felipe III.
Un decreto firmado el 4 de abril de 1609 por el Rey imponía la expulsión de cerca de 300.000 moriscos de un país que, a comienzos del siglo XVII, contaba con apenas ocho millones y medio de habitantes.
En los meses siguientes, con mucho sigilo por temor a que los moriscos se rebelasen, se llevaron a cabo los preparativos para poner en marcha la operación.
En septiembre, comenzó a pregonarse por las calles y plazas de la Madrid el bando de expulsión. Se acusaba a los moriscos de herejes y traidores, a la vez que se hacía pública la cínica clemencia del monarca al decretar su exilio y no su exterminio: pese a la gravedad de sus crímenes, Felipe III les perdonaba la vida y les permitía conservar las posesiones que pudieran llevar consigo… si bien se les prohibía vender sus bienes inmuebles para evitar la expropiación.
Sin demora, comenzó el éxodo de los moriscos hacia los puertos asignados en función de sus lugares de residencia, para embarcar en las naves españolas que los llevarían a la Costa Berberisca (las regiones de las actuales Marruecos, Argelia, Túnez y Libia).
Fue una marcha penosa, sobre todo para mujeres, niños y ancianos, muchos de los cuales sufrían así el segundo de sus exilios, después de haber soportado el que los expulsó de tierras granadinas cuarenta años atrás.
A las dificultades del camino se añadieron los asaltos, robos y extorsiones a que fueron sometidos. Incluso se les obligó a pagar el pasaje de los barcos que debían transportarles a sus destinos en el norte de África.
El mismo mes de septiembre de 1609 se expulsaron los moriscos valencianos (casi 120.000) y en enero de 1610 fueron desterrados los moriscos de Granada y Andalucía (45.000 aproximadamente); desde mayo de 1610 lo fueron los de Aragón y Cataluña (algo más de 75.000) y desde julio de 1610 salieron los castellanos y extremeños (casi 60.000), en una operación que se prolongó hasta 1614.
Los moriscos de la región madrileña salieron para el destierro hacia Cartagena y Francia (de donde debían pasar a Berbería) en 1610. Sin embargo, apenas se encontraban entre ellos moriscos de la propia ciudad de Madrid, tan solo 369 personas.
Esta cantidad estaba muy alejada de los 1487 moriscos censados en 1581 y que posiblemente se habría acrecentado en los treinta años transcurridos desde entonces. Y es que, debido al intenso y caótico crecimiento que había experimentado la Villa en las décadas anteriores, encontrarlos era como buscar una aguja en un pajar, ya que muchos habían aprovechado para confundirse discretamente con los cristianos de la Villa y consiguieron permanecer en ella, diluidos en la sociedad.
Consecuencias de la deportación_
La consecuencia geográfica de esta expulsión fue una diáspora de moriscos por el norte de África.
Su recibimiento en los nuevos destinos receptores fue muy variado. Aquellos que se habían convertido al cristianismo fueron recibidos, en general, con recelo por los musulmanes que los acogían. Por ejemplo, en Orán se les masacró porque no les consideraban musulmanes, sino cristianos. Muchos de ellos eran rubios y ni siquiera sabían hablar árabe… tan sólo eran extranjeros que habían perdido su identidad.
Por contra, en países como Marruecos y Túnez fueron bien aceptados. De hecho, el florecimiento posterior de estos lugares se debió en gran parte a la llegada de los moriscos españoles.
Para España, la expulsión significó un auténtico desastre económico para varias regiones y un retroceso de casi un siglo en muchos indicadores de riqueza.
Hay que tener en cuenta que buena parte de la agricultura y del comercio estaba en manos de moriscos, que hasta aquel momento habían supuesto el 4,30% de una población española en plena crisis demográfica por la epidemia de peste que asoló la península ibérica entre 1598 y 1602, causando alrededor de medio millón de víctimas.
Además, el hecho de que se tratara de población perteneciente a la masa trabajadora, pues no constituían nobles, hidalgos, ni soldados, supuso una merma en la recaudación de impuestos.
Para las zonas más afectadas tuvo unos efectos despobladores que duraron décadas y causaron un vacío importante en el artesanado, producción de telas, comercio y trabajadores del campo. De hecho, el peso de los moriscos en muchas zonas rurales era tan decisivo que el decreto de expulsión contempló excepciones para algunas familias que debían permanecer en España con el fin de enseñar a los agricultores cristianos a cultivar sus propias tierras.
Si bien los perjuicios económicos en Castilla no fueron evidentes a corto plazo, la despoblación agravó la crisis demográfica de este reino que se mostraba incapaz de generar la población requerida para explotar el Nuevo Mundo y para integrar los ejércitos de los Habsburgo, donde los castellanos conformaban la élite militar.
Además, si uno de los motivos de la medida había sido acabar con la piratería berberisca y la amenaza otomana, el efecto conseguido fue justo el contrario. Muchos moriscos se unieron a las tripulaciones corsarias, aportando sus conocimientos de las costas mediterráneas para perpetrar durante más de un siglo ataques contra España, alentados por el resentimiento de haber sido expulsados de sus tierras.
Los instalados en Estambul, aportaron los conocimientos de agricultura desarrollados en Al-Ándalus y mejoraron la productividad de sus cultivos. A la postre, la expulsión terminó en parte beneficiando al enemigo del que la Corona española se había querido librar.
La cultura islámica, al igual que la judía, si bien nunca pudo ser desterrada del todo de la vida de Madrid, tristemente dejó de tener la importante presencia de la que había gozado desde su fundación, quedando relegada a una religión y una práctica cultural residual y difusa.
la huella mudéjar en el madrid actual_
Aunque hoy los restos materiales de esa parte de la historia de Madrid son escasos y muy poco conocidos, tanto para los madrileños y madrileñas como para los turistas, el legado musulmán de la Villa no sólo está presente en el origen de su nombre, sino también en alguna de las más antiguas construcciones de estilo mudéjar que presiden el casco histórico de la capital, como los arcos apuntados de la Casa de los Lujanes, la parroquia de San Nicolás de los Servitas o la torre de la iglesia de San Pedro el Viejo.
Afortunadamente, más de cinco siglos después de la expulsión de los moriscos, Madrid vuelve a gozar de la diversidad y el mestizaje con los que nació, valores que contribuyen a construir la percepción de una ciudad abierta y tolerante, y ambos rasgos inequívocos de su ADN fundador.