A grandes males...
Desamortización de Mendizábal, un roto para un descosido
¿Crees que España es un país saludable? Cuando mencionamos la palabra salud, inevitablemente se nos viene a la cabeza la salud física, mental o social de las personas, pero pocas veces nos paramos a pensar en la economía, es decir, en la salud financiera de una sociedad.
Pues bien, si tomamos la deuda pública como uno de los principales indicadores para medir la salud financiera de un Estado, debemos decir que España agoniza… y es que, según datos del Banco de España, en octubre de 2022 la deuda de nuestro país marcó un nuevo máximo histórico: 1,49 Billones.
Se trata de la cifra más elevada desde 1881, fecha en la que comenzó a funcionar la base de datos histórica del Fondo Monetario Internacional. Así, tendríamos que remontarnos hasta el primer cuarto del siglo XIX para encontrar un endeudamiento sobre el PIB tan elevado en España. En aquel momento nuestro país vivía una crisis económica tan devastadora que la única solución que quedó para cubrir la enorme deuda fue recurrir a las denominadas desamortizaciones.
EL CONVULSO SIGLO XIX ESPAÑOL_
Cuando escuchamos la palabra desamortización es probable que enseguida pensamos en un nombre: Juan Álvarez Mendizábal. Sin embargo, la tan renombrada Desamortización de Mendizábal fue tan sólo uno más de los procesos desamortizadores que se dieron en España desde finales del siglo XVIII y a lo largo de un terriblemente convulso siglo XIX.
Y es que el siglo XIX español fue un siglo agitado en todos los aspectos, con intrigas políticas, cambio de estructuras sociales y constitucionales, transformación de la economía con avances tecnológicos y la pérdida definitiva de la supremacía de la Iglesia.
Las ideas heredades de insignes ilustrados como Jovellanos o Campoamor, en busca de remedios para resolver los males económicos y así lograr el progreso de la sociedad española, chocaban con la situación real del país, que era catastrófica.
Hacia 1830 España estaba exhausta después de la Guerra de la Independencia, en la que se habían perdido aproximadamente un millón de vidas. Masas de prisioneros regresaron de golpe a sus casas, pero muchas ciudades estaban totalmente destruidas. Además, las remesas económicas de las colonias americanas estaban bajo mínimos y la deuda del Estado era elevadísima.
Las fuentes de producción del país estaban deshechas. Era necesario luchar contra el retraso de la agricultura y los campos arrasados; muchos campesinos habían muerto en la guerra, generando despoblación en grandes zonas rurales; había regiones con un total analfabetismo y el comercio estaba en decadencia a causa de un sistema de comunicaciones destruido.
A todo esto se sumaba la falta de iniciativa privada y carencia de movilidad de la riqueza, lo que derivó en el empobrecimiento de un Estado que, además, necesitaba destinar grandes sumas de dinero a las continuas empresas bélicas que intentaban sofocar la inevitable emancipación de los virreinatos americanos (Colombia y Panamá, en 1810; México en 1810-1821; Argentina, en 1816; Costa Rica, en 1821; Uruguay, en 1825).
Internamente, la diversidad de ideas políticas existentes y la falta de una monarquía fuerte desembocaron en el estallido de las Guerras Carlistas en 1833.
Ante la imposibilidad de hacer frente a los gastos derivados de estas situaciones, los diferentes gobiernos españoles no tuvieron otra salida que el endeudamiento del país, previo reconocimiento de la deuda exterior heredada de etapas anteriores, premisa imprescindible para conseguir crédito nacional.
España perdió peso en el mundo y quedó marginada de las transformaciones económicas que ya se estaban produciendo en otros países como Inglaterra o Estados Unidos.
LA DESAMORTIZACIÓN COMO RECURSO_
Ante la necesidad imperiosa de dinero para sacar adelante el país, los políticos vieron en las desamortizaciones la ayuda necesaria para solucionar dos problemas: conseguir una fuente de dinero rápido mediante la venta de bienes expropiados y activar la economía poniendo en producción tierras que hasta el momento habían estado paradas y por las que no se habían pagado impuestos.
Y es que, en la práctica, uno de los mayores obstáculos para conseguir el progreso económico del país era la amortización, o lo que es lo mismo, la inmovilidad de la propiedad. La mitad del territorio español pertenecía a la monarquía, los nobles o la iglesia, todos ellos estamentos temerosos de que cualquier reforma disminuyera sus privilegios adquiridos… especialmente el clero.
La religiosidad del pueblo había establecido, desde hacía siglos, la tendencia de dejar a la Iglesia en testamentos o donaciones una parte de su riqueza personal, bienes rústicos o propiedades urbanas con el fin de garantizar rezos y misas para la salvación de su alma, tanto a iglesias, conventos, monasterios y abadías, como a órdenes religiosas.
Las órdenes militares habían recibido muchas de las tierras que habían ayudado a reconquistar de los musulmanes y la Santa Inquisición, por su parte, se había quedado con muchas propiedades de los judíos expulsados de los reinos españoles.
EXPROPIACIÓN Y SUBASTA_
Así, a lo largo de tantos siglos, la Iglesia había acumulado una considerable cantidad de propiedades, bienes y tierras hasta entonces imposibles de enajenar, es decir, de hipotecar o ceder, por encontrarse en las denominadas “manos muertas”, fuera del comercio y la industria.
Aunque inicialmente se focalizaron en los bienes de la Iglesia, con el tiempo las desamortizaciones también incluyeron los bienes comunales de los municipios, los baldíos y los protegidos por antiguos derechos señoriales.
Mediante la desamortización, los propietarios perdían estas propiedades (incluyendo el patrimonio artístico y cultural que hubiera dentro de los inmuebles desamortizados) que, por expropiación forzosa, pasaban al Estado. Este los consideraba bienes nacionales y los exponía a subasta pública, destinando el dinero obtenido con la venta a sus propios fines.
Con la desamortización se conseguirían unos ingresos extraordinarios con los que el gobierno español pretendía amortizar los títulos de deuda pública que expedía el Estado para poder financiarse, al tiempo que sustituiría un sistema de propiedad del Antiguo Régimen por otro coherente con las nuevas ideas liberales, basado en el esfuerzo personal y no en los derechos adquiridos.
OCHO DESAMORTIZACIONES_
Aunque la desamortización fue un recurso del Estado muy utilizado desde finales del siglo XVIII, algunos de los planes desamortizadores quedaron en simples proyectos o bien tan sólo fueron ejecutados parcialmente a lo largo del siglo XIX, debido a que con los gobiernos progresistas avanzaban y con los moderados se paralizaban. Un dilatado proceso, con profundas consecuencias históricas, económicas y sociales, que no concluiría hasta diciembre de 1924, a lo largo de ocho etapas:
La desamortización de Carlos III (1768).
La de Godoy, ministro de Carlos IV (1798).
La de José I Bonaparte (1808-1813).
La de las Cortes de Cádiz (1811-1813).
La del Trienio Liberal (1820-1823).
La de Mendizábal (1836-1851).
La de Espartero (1841).
La de Pascual Madoz (1855-1924).
Aunque la propaganda eclesiástica siempre tomó a Mendizábal como cabeza de turco de las duras consecuencias de la desamortización, como vemos este fue un largo proceso que duró más de un siglo, comenzando por las expropiaciones más sencillas y hasta llegar a las más polémicas: las de las órdenes religiosas y el clero.
Si bien es cierto, la del político gaditano fue la más aguda y espectacular porque desembocó en la ruptura de las relaciones diplomáticas con El Vaticano, removiendo y dividiendo la opinión pública española de tal forma que ha quedado en la memoria histórica de nuestro país como "la desamortización" por antonomasia.
MENDIZABAL, LA SOLUCIÓN_
Juan de Dios Álvarez Méndez nació en Chiclana de la Frontera (Cádiz) el 25 de febrero de 1790.
Hijo de comerciantes gaditanos de origen judío (los denominados cristianos nuevos), con el tiempo Juan decidió cambiar su apellido materno por Mendizábal, su lugar de nacimiento por Bilbao y omitir el “de Dios”, para figurar como un renacido Juan Álvarez Mendizábal, cristiano viejo por los cuatro costados.
Durante la Guerra de la Independencia, sirvió en el Ejército del Centro, siendo capturado en dos ocasiones y logrando fugarse en ambas .
Fue un hombre cosmopolita, culto y liberal, hábil comerciante y conspirador, que lo mismo importaba carey de Inglaterra para fabricar peines, financiaba al general liberal Riego y a los liberales portugueses o exportaba vinos de Jerez a Londres, ciudad en la que vivió exiliado como liberal tras la vuelta del Fernando VII al trono español en 1823.
En 1835, tras la muerte de “El Deseado” y con los liberales en el gobierno, el conde de Toreno (segundo presidente del Consejo de Ministros de la historia de España), nombraba a Mendizábal Ministro de Hacienda.
Su fama como hombre de números y de acción, que había generado su propia fortuna saliendo de las clases bajas de la sociedad, le avalaba como el mejor remedio para resolver el desbarajuste económico imperante en España.
El gobierno de Toreno pronto se vio desbordado por las circunstancias del país y Mendizábal le sustituyó como Presidente de Gobierno. Acompañado de tan solo dos ministros, él mismo acumuló las carteras más importantes (Estado, Guerra, Hacienda y Marina), para convertirse en una especie de ministro universal.
UNA DESAMORTIZACIÓN IDEAL_
Mendizábal intentó remediar la bancarrota heredada, disolver la anarquía y terminar, en tan sólo seis meses, la Guerra Carlista que había estallado en 1833. Para conseguirlo eran necesarios fondos y sólo había una alternativa para poder conseguirlos: subastar los bienes nacionales al mejor postor.
En enero de 1836, el gaditano obtuvo plenos poderes de las Cortes y en febrero del mismo año iniciaba una histórica desamortización con la que perseguía varios objetivos: ganar la Guerra Carlista; eliminar la deuda pública, al ofrecer a los compradores de bienes la posibilidad de que pagarlos con títulos emitidos por el Estado; poder solicitar nuevos préstamos, al gozar la Hacienda Pública de renovada credibilidad; crear una base social de nuevos propietarios campesinos que apoyaran al régimen liberal con sus votos y, finalmente, cambiar la estructura de la propiedad eclesiástica, que de ser amortizada y colectiva pasaría a ser libre e individual, sujeta a impuestos.
Además, la Iglesia sería reformada y transformada en una institución del Nuevo Régimen, suprimiendo los diezmos y comprometiéndose el Estado a mantener a los clérigos y a subvencionar el correspondiente culto.
En marzo de 1836 se hizo efectivo un duro decreto de exclaustración por el que se suprimían en España todas las órdenes religiosas y sus dependencias.
El foco de la Desamortización de Mendizábal fue la expropiación y venta de los bienes pertenecientes al clero regular (frailes y monjas), una vez declarados bienes nacionales. De esta forma quedaron en manos del Estado y se subastaron no solamente tierras sino casas, monasterios y conventos con todos sus enseres, incluidas las obras de arte y los libros.
Ante la imposibilidad de que Mendizábal pudiese controlar los lotes del total de las subastas, esta labor se encomendó a comisiones municipales que, en muchas ocasiones, aprovecharon su poder para hacer manipulaciones y configurar grandes lotes, inasequibles para los pequeños propietarios pero sí accesibles para los adinerados nobles y burgueses que fueron quienes finalmente adquirieron tanto lotes grandes como pequeños por su valor nominal, muy por debajo de su valor real en el mercado.
El propio Mendizábal compró tierras desamortizadas, aunque al final de su vida se vería obligado a venderlas para poder hacer frente a sus deudas.
Como represalia por lo que la Iglesia consideró un “expolio”, el Papa Gregorio XVI tomó la decisión de excomulgar a Mendizábal y a los compradores de las subastas, lo que provocó que muchos no se decidieran a comprar directamente y lo hicieran a través de testaferros.
CONSECUENCIAS PARA EL CLERO_
Todas estas medidas afectarían de manera contundente a la estructura eclesiástica española.
En 1834 existían en España 3.027 conventos de los que 2.706 pertenecían a órdenes mendicantes y 321 a órdenes monacales. Al terminar el proceso de Mendizábal tan sólo quedaron 8 órdenes masculinas con 41 conventos.
Se cerraron 1.940 conventos y quedaron exclaustrados 24.000 religiosos varones. Los más jóvenes trabajaron en lo que pudieron o se alistaron en las filas carlistas, mientras que los frailes más mayores soportaron mal la desprotección de la vida laica, impartiendo clases de latín en los colegios.
La medida afectó menos a las monjas: en 1836 existían cerca de 15.000 en unos 700 conventos, que podían seguir abiertos si contaban con un mínimo de 20 religiosas. No obstante, el número de monjas se redujo a la mitad.
Además, se pusieron a la venta 114.950 fincas rústicas y 13.111 fincas urbanas que pertenecían a la iglesia.
Como contrapartida a estas expropiaciones, se mejoraron y aumentaron el número de parroquias, incorporando a sus funciones a muchos monjes sacados de los claustros.
En este tiempo se vendieron alrededor del 62% de todos los bienes eclesiásticos, lo que representaba tres quintos del total de los bienes de la Iglesia. En dinero se consiguieron cerca de tres mil quinientos millones de reales de vellón.
MADOZ Y SU DESAMORTIZACIÓN_
Aunque Mendizábal comenzó su desamortización sabiendo que no iba a tener tiempo de verla terminada (su gobierno no duró ni un año y el proceso expropiador sería detenido por el moderado Istúriz), sentó las bases de las futuras desamortizaciones de Espartero y Madoz.
La principal diferencia de la Desamortización de Mendizábal con respecto a la posterior de Pascual Madoz (entre 1855 y 1867) es que esta última, además de a bienes eclesiásticos, afectó también a bienes civiles, proceso que incluyó, por ejemplo, las tierras comunales de los ayuntamientos.
La de Madoz fue la desamortización de mayor recorrido en el tiempo (hasta 1924) y de mayor envergadura por el volumen de bienes movilizados: tan sólo se excluyeron de la expropiación los establecimientos de Beneficencia e Instrucción Pública, los palacios de los monarcas, las viviendas de obispos y arzobispos, las casas destinadas a la vivienda de los párrocos con sus huertos, las minas de Almadén, las salinas y cualquier terreno o finca que el Estado no creyera oportuno subastar.
MENDIZÁBAL, EL MITO LIBERAL_
Juan Mendizábal murió en 1853 dejando muchas deudas, pero convertido en un verdadero mito político liberal.
Su cuerpo fue sepultado en el desaparecido cementerio de San Nicolás de Madrid, en un mausoleo levantado por suscripción pública, donde reposaría junto a otros hombres ilustres de su época como Argüelles, Calatrava o Martínez de la Rosa. En 1912, el mismo mausoleo se trasladó a este claustro del Panteón de los Hombres Ilustres, donde permanece en la actualidad.
UNAS CONSECUENCIAS IMPREDECIBLES_
Las diferentes desamortizaciones aportaron para las arcas del Estado unos 14.000 millones de reales de vellón (la de Mendizábal supuso aproximadamente un tercio del total), lo que redujo enormemente la deuda pública y permitió iniciar la más que demorada industrialización del país, con la construcción de la red ferroviaria a la cabeza. La modernización del país movilizó gran cantidad de capitales, activó la Banca y la Bolsa y produjo progreso económico.
Por contra, el pretendido cambio en la forma de propiedad y el prometido reparto de tierra no se consiguieron. Las desamortizaciones fueron un gran negocio para la aristocracia y las clases adineradas que pudieron adquirir nuevas tierras en las subastas aumentando así los latifundios, sobre todo en el sur y oeste de España (Andalucía y Extremadura) y dando origen al caciquismo de finales del siglo XIX.
Los campesinos se vieron sin las tierras comunales que hasta entonces habían supuesto una ayuda a su mermada economía proporcionándoles leña, pastos y algunos frutos. Así, se convirtieron en jornaleros mal pagados. Muchos se incorporaron a las filas del carlismo y otros emigraron a la ciudad en busca de mejores oportunidades laborales, fundamentalmente en el ámbito de la industria.
Además, el paso a manos privadas de millones de hectáreas de montes, que acabaron siendo talados y roturados, aumentó una deforestación cuyas consecuencias aún hoy padecemos. Las desamortizaciones del siglo XIX supusieron probablemente la mayor catástrofe ecológica sufrida en la Península Ibérica en los últimos siglos.
Las desamortizaciones tampoco resultaron favorables para los ganaderos, a los que en 1827 ya se habían retirado los privilegios de la Mesta.
Al aumentar la superficie cultivada, sobre todo de cereales, los ganaderos tuvieron menos pastos y criaron menos ovejas, con lo cual España pasó de ser un país con excedente de lana a ser deficitario. Obligado a importar, la balanza de pagos se veía nuevamente perjudicada.
Está claro que los desamortizadores no alcanzaron a calcular todas esas consecuencias negativas para campesinos y ganaderos… pero tampoco el inicio del capitalismo inmobiliario en las ciudades.
El interés inversor de los capitalistas hizo que adquirieran a precio de saldo numerosos solares de iglesias y conventos en el centro de las ciudades y en sus afueras, para poder edificar fincas urbanas de vecindad, creándose así nuevos barrios burgueses.
Pronto los precios de las viviendas subieron rápidamente, generando una desmesurada especulación económica e inmobiliaria.
MADRID, UN CAMBIO DE IMAGEN_
El cambio del aspecto de las ciudades fue extraordinario, modernizadas con edificios más altos, ensanches y espacios públicos.
El caso más emblemático fue el de Madrid. El paisaje urbano de la capital, tradicionalmente plagado de iglesias y conventos cuyas órdenes religiosas tenían el privilegio de controlar la altura de los edificios vecinos para mayor privacidad, cambió definitivamente a partir de la desamortización de 1836.
En 1833, cuando muere Fernando VII, había en Madrid 65 conventos. Desde 1836, de los 34 conventos madrileños de religiosos, 12 se cedieron al Estado, 10 se derribaron y 5 se vendieron a particulares. De los 31 conventos de religiosas, 13 desaparecieron.
La capital pudo crecer y aumentó el número de casas con la venta de más de 500 fincas. Se crearon las plazas de Tirso de Molina y Vázquez de Mella y se ampliaron otras existentes como la de Santo Domingo o la de Pontejos. Se abrieron nuevas calles como el Pasaje Matheu, Orellana y Doctor Cortezo y se ensancharon otras como Alcalá, Arenal, Barquillo o Atocha.
El primero de los conventos derribados en este periodo fue el de San Felipe el Real, en la Puerta del Sol, a la entrada de la calle Mayor. En su solar se levantaron las Casas de Cordero, edificio cuyo estilo inspiraría el conjunto de inmuebles levantados durante la reforma y ampliación de la emblemática plaza, iniciada en 1859.
Entre los edificios públicos creados sobre antiguos conventos desamortizados destacan el Congreso de los Diputados, donde estuvo el convento e iglesia del Espíritu Santo; el Senado, antes convento de Agustinos de doña María de Aragón y la antigua Universidad Central de Madrid, que fue Noviciado de Jesuitas.
Desgraciadamente, la desamortización también tuvo efectos nefastos en la conservación del patrimonio artístico y documental español. Numerosos edificios fueron abandonados o derruidos y los objetos artísticos que contenían (cuadros, tallas, muebles, libros, etc…) a menudo se perdieron o pasaron a manos de particulares. Lo mismo ocurrió con archivos y bibliotecas, destruidos o dispersos incluso fuera de España.
LA IGLESIA, GRAN PERDEDORA_
Pero, sin duda, la gran perdedora de este proceso desamortizador fue la Iglesia.
Su prestigio, ancestral e intocable, quedó erosionado tras haber respaldado el absolutismo y a los carlistas. Sin poder económico y político pasó a depender del Estado, viendo desaparecer la casi totalidad de sus tierras y reducirse el número de sus frailes y monjas.
Como es de suponer, esta situación empeoró las relaciones entre El Vaticano y los políticos liberales españoles. La Santa Sede rompió relaciones diplomáticas con Madrid, hasta el punto de que el Papa Pio IX alentó a los fieles a no comprar bienes desamortizados, retirando las indulgencias a los compradores. Mientras, el gobierno español, amenazó con el destierro a quien no acatase sus órdenes.
La Iglesia comenzó a ser vista por algunos sectores de la sociedad española como un freno a la modernización del país y comenzó a surgir un doble anticlericalismo:
Por un lado el de los intelectuales, que consideraban a la Iglesia como un peligro para el progreso de las ciencias, las artes y las humanidades.
Por otro lado el popular, que pensaba que la Iglesia simpatizaba con el carlismo.
Finalmente, en 1851 se firmaba un Concordato por el cual la Iglesia reconocía los hechos consumados de las desamortizaciones y por parte del Estado el derecho de la Iglesia a adquirir y poseer bienes.
También se efectuó una regulación de jurisdicciones y un reajuste administrativo de la Iglesia. Esta pudo conservar el control del sistema educativo y un holgado presupuesto para el culto, el clero y los seminarios.
¿DESAMORTIZACIONES HOY?_
Se ha calculado que desde que se pusieron en venta los primeros bienes de los jesuitas, expulsados de España por Carlos III en 1767, hasta 1924, fecha en que el Estatuto Municipal de Calvo Sotelo derogó definitivamente las leyes sobre desamortización de los bienes de los pueblos, pasaron a manos de propietarios particulares 19.900.000 hectáreas que habían sido de propiedad colectiva, o sea, el 39% de la superficie del Estado.
Hoy, las necesidades y desajustes de Estados, Bancas, Bolsas, etc. nos han llevado de nuevo a una realidad desastrosa que, como en el caso del siglo XIX, acabaremos pagando precisamente quienes con nuestro esfuerzo diario tapamos las faltas, necesidades, estropicios y agujeros que se siguen produciendo en la economía de nuestro país.
Quizá no sea locura pensar que en entre esos populares “paquetes de medidas” activados por nuestros gobiernos en los últimos tiempos, volvamos a encontrar próximamente una nueva desamortización de bienes públicos… quizá no en forma de patrimonio inmobiliario, pero seguramente sí en forma de pensiones.