Dejar huella
Pedro de Ribera: el arquitecto castizo
Habitar es dejar huellas. Los habitantes de un lugar dejan huella en él a través de su arquitectura y, por su parte, la arquitectura deja un rastro imborrable en sus habitantes, aportándoles carácter e identidad. Tan sólo un puñado de creadores a lo largo de la Historia han conseguido aportar personalidad a una ciudad y dotarla de un alma que la diferencie de cualquier otra en el mundo. Pedro de Ribera, uno de los arquitectos más relevantes del Barroco español, fue ese arquitecto para Madrid… definiendo un rastro que aún hoy permanece en el tiempo.
Pedro de Ribera fue un hombre singular, pero si consiguió convertirse en una de las figuras más relevantes en la Historia de Madrid no fue sólo por su inconfundible estilo arquitectónico, sino por la época variable e inestable que le tocó vivir.
El arquitecto madrileño perteneció a esa generación “bisagra” que conoció los últimos años de la dinastía de los Austrias y la instauración de una nueva dinastía, la de los Borbones: vivió casi veinte años durante el reinado de Carlos II y cuarenta y dos bajo el de Felipe V.
El reinado de Carlos II, “el Hechizado”, estuvo marcado por la herencia de sus antecesores Habsburgo: una situación política, económica y social catastrófica. Su muerte sin descendencia en noviembre de 1700 ponía fin al gobierno de los Austrias en nuestro país. Felipe de Anjou entraba en Madrid en febrero de 1701, aclamado como Felipe V, instaurando la dinastía Borbón en España.
Su reinando coincidió con la primera guerra civil de los tiempos modernos, la guerra de Sucesión, un conflicto que afectó a todos y cada uno de los aspectos de la vida de nuestro país y que duró cerca de diez años.
Con la paz de Rastatt de 1714, España perdió la mayor parte de su Imperio europeo… pero irónicamente y a pesar de que aparentemente el país pudiera verse abocado a la ruina, sucedió todo lo contrario: se hizo más rico. Los ingresos del gobierno aumentaron extraordinariamente, no porque los impuestos crecieran sino porque se recaudaron con mayor eficacia.
Con Felipe V no sólo se mejoraron las finanzas, el gobierno y el ejército, sentando las bases de la España moderna, sino que además el monarca francés renovó las tendencias literarias, artísticas y musicales, acercando la cultura española a la europea con la intención de reparar la decadencia anterior.
El nuevo Rey observó enseguida que la ciudad de Madrid estaba muy lejos de otras capitales europeas a nivel arquitectónico y urbanístico. También asumió que la Villa carecía de la suntuosidad que la nueva dinastía buscaba para la grandeza de su Corte y para resolverlo hizo llamar a arquitectos franceses e italianos, relegando a los artistas locales y apoyando una renovación que buscaba anular la herencia tradicional madrileña.
A pesar de esta preferencia de los Borbones por los constructores extranjeros, el barroco castizo madrileño se mantuvo durante un tiempo liderado por autores como Teodoro Ardemans, José Benito de Churriguera y Pedro de Ribera, este último uno de los arquitectos más brillantes e imaginativos de la capital.
Conocer la vida de Pedro Domingo de Ribera es recorrer las calles del barrio madrileño donde siempre vivió: Lavapiés. En una de sus calles más castizas, la Calle del Oso, vino al mundo el futuro constructor el día 4 de agosto de 1681.
Nacido en el seno de una familia de economía precaria, compuesta por sus padres y cinco hermanos, el joven Pedro debió dar sus primeros pasos en el campo de la arquitectura junto a su progenitor, Juan Félix, que era “maestro puertaventanero”, “maestro ensambalador” y “maestro arquitecto”. En contacto desde pequeño con maestros de obras y arquitectos, el futuro arquitecto empezó a formarse en este oficio de forma natural.
Pedro de Ribera fue un arquitecto autodidacta en un momento, el de su juventud, en el que esta disciplina todavía funcionaba mediante una organización gremial. Quienes sentían vocación e interés hacia ella debían esforzarse y trabajar duramente.
No existió ninguna institución académica donde se pudiera adquirir formación en el campo de la arquitectura hasta 1744, fecha en la que se fundó la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. A pesar de todo ello, Ribera consiguió crear un lenguaje propio y distinto… quizá la máxima aspiración de un artista.
Gran parte de los principios teóricos en los que se rige la obra de Pedro de Ribera se encuentran en su biblioteca. Los ciento veinticuatro volúmenes que se reflejan en su inventario fueron heredados de su padre y adquiridos por el propio artista a lo largo de los años.
Su primera experiencia como constructor comenzó tras enrolarse en el ejército de Felipe V como jornalero en las Obras Reales. Destacó como carpintero y fue el encargado de levantar las tiendas de madera en el frente fronterizo con Portugal, obteniendo así el cargo de Maestro de Tiendas de Madera de Campaña de la Real Caballeriza.
Con treinta y cuatro años Ribera por fin consiguió el titulo de Alarife de la Villa (arquitecto o maestro de obras) que le permitió, además de tener un sueldo fijo, desarrollar la profesión de arquitecto. Sus funciones en este puesto eran controlar el cumplimiento de las normas municipales relacionadas con el ornato, decoro y policía urbana, asistir y controlar la extinción de incendios y responsabilizarse de las obras municipales de poca entidad… un cargo que, por primera vez en su vida, le permitió cobrar un sueldo fijo.
Es en este momento cuando “el Rey Animoso” apoyó una renovación de la arquitectura madrileña, sentando las bases de la modernización de Madrid. Ribera, con treinta y cinco años, comenzó entonces a crear sus proyectos más importantes y su prestigio creció exponencialmente gracias, sobre todo, al apoyo de un nuevo alcalde.
En 1715 Felipe V nombró a don Francisco de Salcedo y Aguirre, primer Marqués de Vadillo, corregidor de Madrid. El marqués enseguida supo valorar el talento de Ribera, encomendándole las obras arquitectónicas y urbanísticas que resultarían más trascendentes para la ciudad, entre otras la ermita de la Virgen del Puerto, el Puente de Toledo y el Cuartel de los Guardias de Corps o Cuartel del Conde Duque.
En 1726, Ribera sucedería a su fallecido maestro, Teodoro Ardemans, como Maestro Mayor de Obras y Fuentes de la Villa y de sus Viajes de Agua… el mayor puesto municipal de la Villa.
A partir de este momento, Ribera sería el responsable de casi todas las obras destacadas de la capital, tanto civiles como religiosas y municipales: la reedificación del Antiguo Hospicio de San Fernando, la Iglesia de San José, los Palacios de los duques de Santoña y del Marqués de Perales, la remodelación de los corrales de comedias de la Cruz y del Príncipe, las Carnicerías del Rastro, la Cárcel de Villa, el Pósito Real, el Real Seminario de Nobles, la Puerta de San Vicente, la Fuente de la Fama o el impulso de los viajes de agua existentes en la capital.
A pesar de las estrecheces económicas que sufrió la mayor parte de su vida, finalmente Pedro de Ribera llegó a ser dueño de varios edificios en Madrid, pero su casa principal la construyó en este inmueble de la Calle Embajadores 26, junto a la calle en la que nació y muy cerca de la iglesia de San Cayetano en la que él mismo intervino y en la que sería enterrado tras su muerte, el 19 de octubre de 1742, cuando contaba con sesenta y un años de edad.
A lo largo de su vida y tras tres matrimonios, Ribera llegó a ser padre de nueve hijos. A su muerte, de aquella familia numerosa que había formado, tan sólo vivían tres.
Gracias al tesón y talento de Pedro de Ribera, hoy la capital goza de algunas de las mejores obras del barroco español del siglo XVIII. Un arquitecto genial que contribuyó a construir la imagen de un nuevo Madrid... pero ante todo, un arquitecto castizo que ayudó a dotar a su ciudad de la esencia y personalidad que aún hoy la hacen única en el mundo.