Oasis urbanos
Aguaduchos madrileños, un refresco de historia
Ahora que las temperaturas comienzan a subir y los rigores del verano comienzan a hacerse notar… ¿cómo conseguimos aliviar las sofocantes noches sin aire acondicionado en casa? Si has pasado algún verano en Madrid sabrás que las tardes de estío en la capital son tan cálidas como bulliciosas, con plazas, parques y terrazas repletas de sofocados madrileños en busca de bebidas refrescantes con las que poder combatir el calor.
Y es que, la necesidad de espacios en los que poder hidratarse durante los calurosos veranos es algo que caracteriza a la capital desde hace siglos, desde los aguadores y las fuentes, hasta las terrazas y los cafés, aunque sin duda fueron los puestos callejeros de venta de refrescos los que aliviaron a los acalorados madrileños en sus quehaceres diarios por las calles de la capital.
Desde el siglo XVI, en las calles de la Villa y Corte predominaron las llamadas alojerías que, aunque provenientes de época árabe, pervivieron en época cristiana.
En estas tiendas se fabricaba y vendía la aloja, una bebida refrescante compuesta por agua con nieve, miel y aromatizada con especias finas, como la canela, que se servía a los clientes en tazones de cristal con asas.
Las alojerías se distinguían de cualquier otro negocio de la Villa porque su puerta estaba decorada con una bandera blanca cruzada por una franja roja, distintivo que procedía de las tiendas de los campamentos cristianos donde se había comenzado a utilizar esta bebida con fines curativos.
Además de la aloja, en las alojerías también era posible encontrar otras “aguas olorosas” (precursoras de los actuales refrescos) como la aurora, compuesta de leche de almendras y agua de canela; el agua de canela, una infusión que mezclaba corteza de canela con almíbar; o el agraz, un zumo de uva sin madurar.
Durante el Siglo de Oro, las alojerías fueron muy frecuentes en los corrales de comedia. Ubicadas en la parte posterior del patio, servían de refrigerio a los asistentes, “aliñadas” con un buen chorro de vino. Francisco de Quevedo, Lope de Vega e incluso Leandro Fernández de Moratín, hicieron mención a las alojerías en sus obras.
Además de en los corrales de comedias, estos puestos se ubicaron en lugares estratégicos, en el centro de la capital: dos estaban en la Calle Toledo, uno en la Puerta del Sol y otro en la Calle Montera.
Sin duda, la aloja fue una de las bebidas más populares en Madrid durante siglos y las alojerías no dejaron de verse en Madrid hasta, aproximadamente, 1835… aunque un siglo antes habían sido absorbidas por las posteriormente habituales botillerías.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, entre los elegantes cafés y las populares tabernas, surgieron como espacios híbridos e interclasistas, los llamados aguaduchos callejeros.
Estas sencillas casetas solían constar de un aparador y un anaquel, con un mostrador de cinc, rodeadas de simples veladores y sillas de tijera e iluminados por faroles de aceite o de velas. Comenzaron a instalarse en el ensanche de las aceras o placitas, en las que no había cafés ni tabernas, como el Paseo de Recoletos o el del Prado.
También fueron muy frecuentes en el entorno de la actual Glorieta de Bilbao, antigua puerta de los Pozos de la Nieve, donde se situaban los pozos que surtían de hielo a gran parte de la capital.
Ademas, se montaban aguaduchos con motivo de fiestas especiales, como las verbenas de San Isidro, convirtiéndose en uno de los símbolos del Madrid castizo, referenciados en zarzuelas icónicas como Agua, azucarillo y aguardiente, La verbena de la Paloma o Doña Francisquita.
Los aguaduchos fueron muy populares en Madrid, convertidos en un oasis salvador para la clientela del barrio, de clases bajas y medias, los días de verano al caer la tarde.
El menú principal de un aguaducho se componía de aguas frías de sabores, como el agua de canela o el agua de azahar, pero especialmente triunfaban las bebidas que han perdurado hasta nuestros días: horchata natural, agua de cebada y granizado de limón.
La horchata siempre fue su producto estrella desde que numerosas familias levantinas, conocedoras del secreto de su elaboración, se establecieron en Madrid a finales del siglo XVIII. Fueron ellos quienes importaron a la capital la bebida valenciana por excelencia, elaborada a base de agua, azúcar y chufa… tubérculo cuyo cultivo implantaron en nuestro país los árabes hace más de doce siglos.
Esta bebida se hizo tan apreciada por los madrileños que, además de en los aguaduchos, podía adquirirse a través de los infinitos vendedores ambulantes, llamados horchateros, que recorrían las calles de la capital con una garrafa a cuestas.
Por su parte, el consumo de agua de cebada en España se inició en el siglo XVIII y se popularizó a finales del XIX y principios del XX.
Elaborada a base de cebada tostada cocida con agua, azúcar moreno de caña y limón, su bajo coste de elaboración convirtió esta infusión en la bebida por excelencia de las clases bajas madrileñas, imprescindible en las verbenas populares.
Con el tiempo, el agua de cebada se fue integrando en la alta sociedad de la capital, hasta hacerse también típica de los cafés y en un símbolo del verano madrileño.
A principios del siglo XX, el aumento en la producción de cerveza, de sangría y el auge de los refrescos espumosos preparados en los cafés y tabernas, desplazó poco a poco a los aguaduchos y sus productos tradicionales.
La horchata pasó a dispensarse en locales específicos, horchaterías que comenzaron a vender este producto todo el año en ubicaciones como la Puerta del Sol, la Calle de Alcalá o la Carrera de San Jerónimo.
Si a principios del siglo XX Madrid contaba con unos 300 aguaduchos, como punto de venta de horchatas y agua de cebada, hoy, como kiosco de calle, tan solo se conserva uno en la capital… este castizo puesto de venta callejera ubicado, desde 1944, en el número 8 de la Calle Narváez.
Regentado por dos hermanos de ascendencia alicantina, sus bisabuelos llegaron a Madrid en 1910 con el objetivo de inculcar a los madrileños su pasión por la horchata a través de una fórmula infalible: la mezcla de chufa valenciana y agua madrileña.
Tras instalar un primer puesto de horchatas en la Calle de Cedaceros, con el tiempo su negocio pasó por otras céntricas ubicaciones como las plazas de Las Cortes y del Carmen, hasta que en 1944 se instalaron en la Calle Narváez donde, a día de hoy, continúan realizando de manera artesanal horchata, agua de cebada y granizado de limón.
Después de casi 80 años refrescando los días de muchas generaciones de vecinos del Barrio de Salamanca, este puesto es parte imprescindible de su paisaje urbano en los meses de verano… una larga trayectoria cuya clave, quizá, sea la autenticidad y el respeto de las tradiciones, alejados de un mundo globalizado en que el marketing de producto acaba contribuyendo a la pérdida de esencia.