Una historia en cada esquina
Alfredo ruiz de luna, arte callejero
Aunque perderse en una ciudad no es plato de gusto para nadie, hacerlo en el centro de Madrid tiene su recompensa. Y es que, desde 1992, al buscar el nombre de una calle en el rótulo de su embocadura, podemos disfrutar de las que probablemente sean las placas indicadoras más creativas, artísticas y didácticas del mundo, obra del ceramista Alfredo Ruiz de Luna.
Mientras que muchas ciudades del mundo decidieron poner a sus calles nombres funcionales, meras sucesiones de números a partir de su posición en el espacio urbano, como es el caso de Nueva York, los nombres de las calles de Madrid, con los llamativos mosaicos de sus esquinas, nos invitan a identificarnos con el alma de la ciudad y despiertan la curiosidad de querer conocer mejor los porqués y los quiénes del callejero madrileño.
Los nombres de las calles nos permiten no sólo conformar el censo municipal, el servicio de correos, los sistemas de navegación o los servicios de urgencia y seguridad de una ciudad, sino también conocer la evolución histórica de su urbanismo a través de los siglos.
En otros tiempos, en ausencia de las nuevas tecnologías, resultaba fundamental que las calles tuvieran un nombre, sobre todo las nuevas, aquellas que se adentraban en el suelo que la ciudad iba ocupando durante su proceso de crecimiento. No obstante, el Madrid medieval no era más que una pequeña villa cuyo callejero no nada tenía que ver con la inmensidad de ciudad que hoy conocemos, de manera que no eran necesarios los letreros indicando el nombre de las calles, entre otras razones porque casi ninguna lo tenía.
A mediados del siglo XII y durante los siglos XIII y XIV, existían en la Villa calles reales y alguna calle pública, pero muy pocas tenían nombre propio. Hacia 1440, muchas de las actuales calles más antiguas del casco histórico (Mesón de Paños, Escalinata, Yeseros, etc.) eran simplemente cavas de la muralla.
En el caso de otras vías principales se recurría a alguna descripción o característica para referirse a ellas: “la calle que va a Valnadú”, las cuestas “de la Vega” o “de la Sagra”, “el camino junto a la Puerta de la Vega”, etc.
Hasta los últimos años del siglo XV no aparece en los registros nombrada ninguna calle de la Villa de Madrid. Además del Camino de Alcalá y la Plaza del Arrabal, se mencionan la Calle de los Estelos (actual Señores de Luzón) y la del Pilar.
A comienzos del siglo XVI comenzaron a nombrarse algunas otras vías, como la Calle de las Beatas, la Calle Grande, de Herrería, de Mancebía Vieja, de la Puerta de Guadalajara, de San Francisco o de Toledo, entre otras pocas.
Pero con la llegada de la Corte a la Villa, en 1561, la ciudad experimentó un gran crecimiento y las calles comenzaron a tener denominaciones oficiales para conseguir diferenciarlas. De esta manera se buscaron nuevas maneras de bautizar las nuevas vías:
Identificando el nombre con el de su topografía: barranco de Embajadores, Calle del Arenal, cerro de las Vistillas…
Refiriéndose al nombre del propietario una propiedad cercana: Calle de Preciados, plaza del conde de Miranda…
Por un convento cercano: cuesta de Santo Domingo, Concepción Jerónima…
Por la forma de la calle: Calle del Codo, Calle del Barco…
Por un suceso ocurrido en la propia vía: Calle de Puñonrostro, Calle del Carnero, Calle del León…
Por una exclamación: Calle de Ave María…
Con el nombre del oficio que se desarrollaba en esa calle: Calle de Cuchilleros, de Esparteros, de Yeseros…
Porque era un camino que conducía a una determinada localidad: Calle de Toledo, Calle de Hortaleza…
Por una leyenda: Calle de la Cabeza, Calle del Divino Pastor…
Por las características de la calle: Angosta, Callejón, Travesía, Carrera, Costanilla, Transversal…
Por el espacio construido en ellas: Cava, Camino, Ronda, Escalinata, Pasaje, Pretil, Puerta, Postigo…
En el siglo XVII, en 1606 y 1626, comenzaron a realizarse las primeras Visitas a las Casas de Madrid, como parte de la llamada Regalía de aposento. El resultado de estas Visitas se tradujo en un escueto registro alfabético de calles y casas que tan sólo incluía las de incómoda partición, tercia parte o a la malicia, y que en 1656 se convertiría en la base de uno de los planos históricos más importantes de la ciudad: la Topografía de la villa de Madrid, de Pedro Texeira.
Un siglo después, entre 1749 y 1774, y con el objetivo de tener una información más completa de todos los inmuebles de la Villa para facilitar la recaudación de impuestos, el Marqués de la Ensenada ordenó realizar la llamada Visita General de Regalía de Aposento, el catastro urbano más importante hasta esos momentos en nuestro país, consistente en una relación detallada de las casas y manzanas que había en la Villa, que en aquel momento se componía de 557 manzanas y 7.049 casas.
En 1760, reinando ya Carlos III, se colocaron en la villa las primeras placas cerámicas, en color azul sobre blanco, indicando los números de las 557 manzanas , además de otra encima del portal de cada casa, numerándolas una a una. Aún hoy se conservan algunas de estas placas en edificios del casco histórico.
En la práctica, la división en manzanas resultó un lío debido a la repetición de números en una misma calle, ante la posibilidad de coincidir números de varias casas correspondientes a diferentes manzanas. Además, la repetición en los nombres provocaba que llegaran a existir hasta cinco vías con el mismo nombre o calles con varias denominaciones, lo que provocaba numerosas confusiones a la hora de localizar una casa determinada.
En el siglo XIX, la organización urbanística de Madrid resultaba un caos insostenible. Por este motivo Joaquín Vizcaíno, marqués viudo de Pontejos, corregidor de la Villa, inició en 1833 una verdadera revolución ordenando poner el nombre de cada calle en sus dos extremos y numerar las casas, los pares a la derecha y los impares a la izquierda, partiendo del punto más cercano a la Puerta del Sol y ascendiendo conforme el recorrido de la calle se iba alejando.
El ilustre marqués cambió la denominación de 240 calles y, para evitar la repetición, cada calle recibiría un nombre oficial, utilizando el de personajes y hechos gloriosos de la historia de Madrid y de España para bautizarlas.
Así, calles como por ejemplo Francos, San Miguel y San José, Santa Catalina la Vieja, San Pedro y San Pablo y Magdalena Alta, pasaron desde aquel momento a denominarse Cervantes, Daoíz y Velarde, Colón, Hernán Cortés y Pizarro, respectivamente.
En 1835 se presentó el Cuadro alfabético de los nuevos nombres de las calles de Madrid, acabando con el sistema de numeración por manzana. Para ello comenzaron a colocarse placas identificativas, una en cada extremo de cada vía, encargadas al marmolista del Asilo de San Bernardino.
Se trataba de unas placas claras con el nombre en letras de plomo que, al parecer, no tardaron en deteriorarse y caerse, por lo que se decidió sustituirlas por otras de cerámica blanca rotuladas en negro, de las que todavía pueden verse algunas repartidas por el casco antiguo de la capital, como en la Calle de las Maldonadas.
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, el callejero madrileño se convirtió en un reflejo de los numerosos cambios políticos que caracterizaron ese período histórico, con variaciones constantes de denominaciones en función de los distintos gobiernos que se fueron sucediendo.
Además, el derribo de la cerca de Felipe IV en 1868, supuso el crecimiento de la ciudad y el nacimiento de nuevas formatos de arterias urbanas como avenidas, gran vías, bulevares o paseos.
A comienzos del siglo XX comenzaron a colocarse unas nuevas placas de metal con letras blancas sobre fondo azul en las que, años más tarde, se incluiría el escudo de la ciudad. Pero al llegar los años 30 del pasado siglo, el Ayuntamiento de la capital decidió dar un nuevo giro a la estética de su señalética callejera, diseñando un plan para adornar las placas de las calles de Madrid.
Estos fueron los años de esplendor de la publicidad cerámica en la capital, con ejemplos tan destacados como las fachadas de la Farmacia Juanse, la Barbería Vallejo o el tablao Villa Rosa. Por este motivo se encargó a la Escuela Oficial de Cerámica de Madrid la realización de setenta y dos lápidas que ilustraran la historia de cada calle o plaza madrileña, en sustitución de las placas metálicas, calificadas entonces como vulgares.
Tristemente, la Guerra Civil y la escasez de la posguerra paralizaron este proyecto hasta los años 60 del siglo pasado cuando, en tres fases, se empezaron a colocar las nuevas placas cerámicas, muchas de las cuales aún se conservan lugares como la Plaza del Alamillo o la del Conde de Barajas. Por su parte, en el resto de los barrios madrileños se siguieron utilizando las placas metálicas azules con letras blancas.
Finalmente, en la década de los 90, el Ayuntamiento de Madrid decidió recuperar aquel bonito e inacabado proyecto de rediseñar el callejero Madrid, encargándole a un ceramista talaverano la realización de estos rótulos identificativos. La persona elegida para llevar a cabo este importante encargo fue Alfredo Ruiz de Luna.
Alfredo Ruiz de Luna González nació el 15 de abril de 1949 en Talavera de la Reina y formó parte de la tercera generación de una de las más importantes sagas familiares de ceramistas españoles. Su abuelo, Juan Ruiz de Luna, se dedicó a recuperar, junto a Enrique Guijo, la tradición artística de la cerámica talaverana, una de las más populares y valoradas internacionalmente desde el siglo XVII.
Instalado en Madrid en la década de 1980, Alfredo Ruiz de Luna estableció su propio taller artesano en el madrileño barrio de La Guindalera y se dedicó de lleno a idear y confeccionar piezas de cerámica artística, recibiendo encargos tan importantes como la decoración cerámica de los azulejos de la plaza de Toros de las Ventas o la taberna Los Gabrieles.
Sin embargo, a principios de los años 1990 recibiría del Ayuntamiento de Madrid el encargo por el que pasaría a la historia de la capital, encargado de crear una de sus señas de identidad más populares.
Se trataba de continuar la tradición de rotular en cerámica las placas artísticas con los nombres de las calles del casco histórico de la ciudad, en el espacio delimitado por las calles de Alcalá, Gran Vía, Gran Vía de San Francisco, Bailén, Paseo del Prado y Atocha.
Ruiz de Luna ideó un formato unitario de placas cuadradas, de 60 centímetros de lado, formadas por un total de nueve azulejos colocados en filas de tres, para cuya elaboración aplicó las técnicas que había aprendido de su abuelo y recuperando una de las bases de la cerámica talaverana: utilizar dibujos para que aquellos que no sabían leer pudieran comprender aquello que se quería decir.
De esta manera, el ceramista talaverano produjo de manera artesanal un conjunto de más de 400 piezas excepcionales que representan los hechos, personajes y temas que dan nombre a las calles de Madrid, condensando la historia de cada calle en una imagen y confiriendo personalidad a las calles del centro de la ciudad.
En mayo del año 2013 Alfredo Ruiz de Luna fallecía en Madrid, dejando en la capital una herencia que en la actualidad se ha incrementado hasta las más 1.500 placas cerámicas, todas ellas réplica del estilo de este maestro talaverano, brindando al transeúnte observador la oportunidad de revivir el pasado y la historia de Madrid de una forma gráfica y demostrando que, muchas veces, una imagen vale más que mil palabras.
Su legado que perdurará durante décadas en la esquina de cada calle y que define gran parte de la historia de Madrid… las huellas de todas esas personas que, como Alfredo Ruiz de Luna, forman parte de la memoria imborrable de la villa.