El último gesto
Emoción y memoria: lo que el arte nos revela
Museo del Prado, mayo de 2024
No sabía por qué había entrado aquel día.
El cielo estaba limpio, el calor aún no apretaba y el mundo seguía su curso con una normalidad que, desde hacía semanas, le resultaba insípida. No era tristeza lo que sentía. Era una especie de entumecimiento, como si cada gesto cotidiano se hubiera transformado en un acto sin contenido. Se trataba de algo más difícil de nombrar: agotamiento del alma.
Pensó que quizás el Museo del Prado le devolvería algo. No era la primera vez que iba, y sin embargo, caminaba como si lo hiciera por primera vez: sin rumbo, sin expectativas. Las salas eran frescas, silenciosas, acogedoras como un templo donde nada exige, solo ofrece.
El murmullo de los visitantes flotaba en el aire, mezclándose con el eco de pasos sobre el suelo de mármol.
Pasó por los Velázquez con la calma de quien ya no espera sorpresas. Se detuvo ante un Ribera, admiró por rutina la pincelada de Maíno, y cuando giró hacia la sala contigua —la que a menudo esquivaba por no tener grandes nombres—, algo lo detuvo.
El cuadro era inmenso. Más que eso: ocupaba el espacio como una presencia.
Auto de fe en la Plaza Mayor de Madrid. Francisco Rizi. 1683.
Lo leyó sin pensar. Dio un paso más y el silencio pareció ampliarse a su alrededor.
A primera vista, el cuadro parece vibrar. No por la luz, ni por la técnica, sino por la sobreabundancia de detalles con que la pintura retrataba el auto de fe celebrado el 30 de junio de 1680 en la Plaza Mayor de Madrid. En el centro, los reos, vestidos con sambenitos y corozas, esperaban su destino. A la izquierda, el inquisidor general, Diego Sarmiento Valladares, presidía la ceremonia. Al fondo, en la tribuna real, se distinguía al joven rey Carlos II, acompañado por su esposa, María Luisa de Orleans, y su madre, Mariana de Austria. La multitud llenaba cada rincón de la plaza, expectante.
Era inmenso, un teatro de horrores contenido en un solo lienzo. El gentío abigarrado, el humo invisible, los sambenitos que delataban a los condenados, las llamas pintadas en las túnicas de los que no se habían arrepentido. El clero con sus capas negras, la nobleza en los balcones. Los estandartes del Santo Oficio ondeando con violencia invisible. Y al fondo, la Cruz Verde, tapada por un velo como una diosa doliente.
Pero lo que más le llamó la atención fue el silencio del cuadro. No el real —el de la sala—, sino ese otro silencio que se intuye en los lugares donde ha habido demasiadas voces, demasiada violencia. El silencio que sigue a un grito.
Se acercó un poco más. Sus ojos comenzaron a perderse entre los rostros. Algunos eran vagos, otros perfectamente definidos. Notó el gesto de una dama que se abanicaba con frialdad, un monaguillo que bostezaba, un niño que señalaba algo con los ojos abiertos de asombro.
Y… ella.
No destacaba. No ocupaba el centro del cuadro. No tenía un gesto llamativo ni una vestimenta particularmente diferente. Pero había algo en su postura, en la dirección de su mirada, que lo golpeó con una fuerza inesperada.
Era una mujer de rostro ovalado, cabello oscuro recogido bajo un pañuelo modesto. Vestía un sambenito blanco, el símbolo de los reconciliados, y sostenía una vela apagada entre las manos. No lloraba. No parecía derrotada. Tampoco erguida con altivez. Lo que hacía —y eso fue lo que lo detuvo en seco— era buscar.
Sus ojos no se dirigían al cielo, ni al estrado, ni al suelo. Miraban al público. A la multitud. Como si entre todos esos rostros desconocidos esperara encontrar uno.
Entonces, ocurrió.
Un vértigo suave, como una oleada cálida que le recorrió la espalda. El aire de la sala pareció espesarse. De pronto huele a cera, a sudor, a madera… a miedo. El murmullo de los visitantes fue reemplazado por el clamor de una multitud, el repicar de campanas y el sonido lejano de tambores. El marco del cuadro se desdibujó. Algo inexplicable, íntimo, irrefrenable, lo arrastró hacia dentro.
Y sin saber cómo, ya no estaba allí.
Madrid, 30 de junio de 1680
No recuerda haber dormido. La noche anterior ha sido un pozo sin fondo, un túnel de rezos susurrados, llantos contenidos y el rechinar de los cerrojos. La celda era fría, a pesar del verano, pero ella no sentía el cuerpo. Solo pensaba. Solo temía. Solo esperaba.
A las tres de la mañana, entraron los soldados. El sonido de sus botas, uniformado y seco, la sacó de su letargo. Con voz neutral, uno de ellos pronunció su nombre y le entregaron el sambenito. Era un saco áspero, sin forma, como si fuera una piel prestada, con una llama bordada en hilo rojo que danzaba sobre su pecho como una premonición. La coroza le fue encajada con torpeza sobre la cabeza: una especie de mitra ridícula, símbolo público de su humillación.
Dos frailes la acompañaban. Uno recitaba letanías. El otro le preguntó, por tercera vez, si se arrepentía. Isabel no respondió. No porque fuera orgullosa. Ni porque desafiara a Dios. Sino porque en su interior había algo más urgente que salvar el alma: buscar a Gabriel.
Le habían quitado a su hijo al segundo día de arresto, acusados de judaizar en secreto. A los otros dos, menores, también. De su marido, no sabía nada desde la detención. Pero Gabriel… Gabriel había estado con ella las primeras noches. Habían rezado juntos, compartido un trozo de pan, dormido espalda contra espalda. Hasta que se lo llevaron.
Había rogado a Dios que su hijo mayor, de doce años, no fuera condenado. Que al menos él viviera. Que alguien le hubiera creído cuando dijo que el niño no sabía nada de las oraciones que su padre le había enseñado en secreto. Que era inocente, como tantos.
«Es joven», le dijeron. «Tal vez le libren si se muestra arrepentido».
Eso era todo lo que tenía: un “tal vez”.
El convento donde habían sido encerrados empezaba a despertar con el murmullo contenido de las monjas. Isabel fue llevada al patio, donde ya esperaban otros condenados, hombres, mujeres, incluso niños. Ocho decenas de almas, cada una con su historia rota colgando del cuello.
Algunos lloraban en silencio. Otros rezaban en voz alta, aferrados a sus hábitos como si fueran escudos. Un hombre de edad avanzaba repetía el Shema Israel entre dientes. Nadie lo detenía. Ya no hacía falta.
Cuando salieron a la calle, el día apenas clareaba. Las primeras luces de la mañana comenzaban a pintar de oro las fachadas sucias del viejo Madrid. El aire olía a humedad, a estiércol, a horno encendido. Las campanas de la iglesia de Santa Cruz repicaban con una solemnidad mecánica. El sonido lo invadía todo
Una multitud ya se apiñaba en los bordes del recorrido. Gritaban. Reían. Señalaban a los reos como si se tratase de un desfile grotesco. Les escupían. Algunos niños imitaban los gestos de los penitentes. Las vendedoras de buñuelos gritaban su mercancía entre salmos. Un perro ladraba sin descanso. Isabel avanzaba en silencio.
Cada paso sobre el empedrado resonaba dentro de ella como un golpe. La vela apagada en su mano se le antojaba un símbolo perfecto: una llama que fue, y ya no es. Su mirada no se posaba en el suelo ni en la cruz ni en los frailes. Miraba al gentío. A los balcones. A los rostros.
No le importaba la humillación, ni el calor, ni el peso de la túnica. Solo quería verle una última vez.
–¿Dónde estás, hijo mío? ¿Dónde te han puesto? ¿Estás con tu padre? ¿Estás solo?
Avanzaron hasta llegar a una Plaza Mayor rebosante de asistentes ávidos de espectáculo, que abarrotan las gradas dispuestas para la ocasión.
La estructura del cadalso, como una gran tarima de teatro, con su cruz velada en negro y las jaulas esperan en el centro. Al fondo, los balcones reales, colmados de damas con abanicos, nobles en cuellos rizados, obispos con mitras que brillaban bajo el sol. Más arriba, en el centro de todo, el rey Carlos, vestido de terciopelo y rostro impenetrable. Observaba sin pestañear.
Pero Isabel no miraba al rey. Buscaba.
Cada rostro era un posible. Cada figura, una esperanza que se apagaba.
Recorrieron la plaza entre abucheos, amenazas y plegarias. El sonido era abrumador: una marea humana de mil voces disonantes, como si la ciudad entera rugiera desde lo más hondo de sus entrañas, como si Dios mismo no pudiera callar tanta crueldad.
Y entonces, cuando creyó que no lo lograría, lo vio.
Gabriel.
En una esquina, apretado contra la madera de una tienda, flaco, despeinado, los ojos rojos, llenos de lágrimas. La miraba. No gritaba. No lloraba. Solo la miraba. Y ella… lo supo.
El mundo se detuvo. Todo el odio, el calor, el ruido, desapareció. Solo estaban ellos dos.
Una madre. Un hijo. Un último instante.
Isabel no lloró. No podía.
Lo miró con todo el amor que le quedaba en el pecho, como si quisiera tatuarle esa mirada en la piel. Y luego sonrió. Fue una sonrisa casi invisible. Pero su hijo la vio. Y bastó.
El inquisidor pronunció su nombre.
Isabel subió al estrado sin temblar.
La cruz velada la observaba desde su altura. La leña ya estaba dispuesta en el quemadero.
Y ella, al fin, podía cerrar los ojos.
Porque su hijo estaba vivo y la había visto sonreír.
Ahora, el mundo puede arder.
Museo del Prado, hoy
El hombre parpadea. El cuadro vuelve estar inmóvil, vuelve a ser solo un cuadro. La mujer, una figura de óleo. Pero algo ha cambiado.
El murmullo lejano de otros visitantes flotaba ahora como un eco pálido, como si viniera de otra dimensión. El hombre pestañeó varias veces. No sabía cuánto tiempo había pasado. Tenía las manos ligeramente sudadas y una presión en el pecho que no lograba explicar.
Volvió a mirar a la mujer en el lienzo. La misma postura. El mismo gesto. Pero ahora la conocía. Isabel. Había caminado junto a ella.
Ya no era una figura anónima pintada entre decenas de condenados. Era una madre. Una voz. Un cuerpo que ardió por otros cuerpos. Y su rostro —ese que antes había pasado por alto— contenía ahora un universo: la ternura, el miedo, la entrega.
Isabel no había implorado. No había claudicado. Se había marchado al fuego con la certeza de que su hijo vivía.
Y el amor, ese gesto simple entre dos seres separados por un mar de crueldad, había sido su última palabra.
El visitante se acercó a la cartela. Volvió a leer:
Auto de fe en la Plaza Mayor de Madrid. Francisco Rizi, 1683. Óleo sobre lienzo.
Debajo, una nota en letra más pequeña, apenas perceptible:
"Una de las mujeres condenadas fue vista sonriendo entre los sambenitos. Algunos testigos aseguraron que buscaba a alguien entre el público.”
Tragó saliva. Se pasó una mano por el rostro. Se sintió extraño, como si una parte de él acabara de regresar de un lugar que no existe en los mapas.
Se giró para ver si alguien más había reparado en el cuadro con la misma intensidad, pero todos seguían su curso: escolares mirando sin mirar, turistas con la cámara lista, jubilados comentando en voz baja. El cuadro estaba allí para todos… pero no todos sabían verlo.
Caminó hacia la salida con lentitud, como quien desciende de un sueño. En su cabeza, la Plaza Mayor seguía latiendo. Aún podía oír el repique de las campanas, el crujido de la leña, el susurro de los últimos rezos.
Y los ojos de un niño, desde la multitud, buscando a su madre.
Ya en la escalinata, se detuvo. El sol golpeaba con fuerza sobre el pavimento. Madrid resplandecía en su agitación diaria, pero para él ya no era la misma ciudad.
Se volvió a mirar el edificio del Prado. Pensó que a veces un cuadro no es una imagen. Es una puerta.
Y a veces, si uno se atreve a cruzarla, se encuentra al otro lado con algo que no sabía que buscaba: una historia olvidada. Una mujer sin tumba. Una sonrisa que sobrevivió al fuego.
Ese día, el hombre no volvió a mirar el arte como antes.
Ni a las madres.
Ni a su ausencia.
“Sostenga con suma firmeza y no tenga la menor duda de que todo hereje o cismático ha de tener parte con el Diablo y sus ángeles en las llamas del fuego eterno, a no ser que antes del fin de su vida sea incorporado en la Iglesia Católica y sea restaurado a ella”