El pan y la sangre
Motín de Esquilache: todo para el pueblo, pero sin el pueblo
Madrid, Domingo de Ramos. 23 de marzo de 1766
La ciudad llevaba semanas contenida, como una bestia con el lomo arqueado antes del salto. Los pregones hablaban de orden y modernidad, pero los muros de las tabernas susurraban otra cosa: hambre, rabia, traición. En los portales, se mascullaban maldiciones al ministro extranjero, y en los altares, los fieles rezaban por pan antes que por la salvación.
Mateo Aguilar, panadero del barrio de Lavapiés, lo había oído todo y había dicho poco. A sus cuarenta y dos años, con las manos deformadas por el horno y sus hombros maltrechos por la carga de sacos de harina, creía haberlo visto casi todo. Pero lo de aquel año... no. Aquel año era distinto.
El calor del horno no bastaba ya para calentar el alma de Mateo. Había logrado reunir media carga de leña y un saco de harina negra, de la peor molienda, gracias a un trueque con un vendedor de velas que ya no podía venderlas: la ciudad se había llenado de faroles caros que no daban luz, pero encarecían el aceite. Hacía semanas que no vendía una hogaza completa. Cortaba mitades, cuartos, incluso rebanadas sueltas. A veces, por una moneda. Otras, por una oración.
Mientras trabajaba, sentía en la nuca el peso de la ausencia. En el rincón más oscuro del obrador, una manta cubría el cuerpo de su hijo Tomás, muerto hacía tres días. Clara, su mujer, no dejaba que se lo llevaran. Decía que no podía enterrarse con el estómago vacío, que no descansaría en paz hasta que en casa no volviera a oler a pan como antes.
—Déjale un mendrugo junto al pecho —le había pedido, con la mirada hueca.
Esa mañana, Mateo horneó una pequeña hogaza con la última harina del saco y la dejó enfriar sobre la mesa. Clara dormía con Inés en brazos, agotada de llorar. Él no podía dormir. Solo hornear. Solo pensar.
Afuera, Madrid despertaba al Domingo de Ramos con un aire inquieto. El cielo estaba bajo, pesado, como si el humo de miles de cocinas sin fuego hubiese subido hasta nublarlo. Desde la calle llegaban voces, pasos acelerados, un rumor que crecía con cada hora. Las capas largas y los sombreros anchos, esos que ahora se prohibían en nombre de la decencia ilustrada, volvían a verse sin pudor. Y Mateo sintió, por primera vez en años, que había más capas que miedo.
Cruzó la panadería y abrió un viejo arcón. Allí, envuelta en tela de lino, guardaba la capa de su difunto padre. Apenas la usaba desde el último bando. Tejida con lana gruesa, remendada en los codos y con un dobladillo cosido por su madre en tiempos de peste. Era negra como el carbón y larga hasta los tobillos. La sacó, la sacudió, y se la echó sobre los hombros.
Del clavo junto a la puerta colgaba el chambergo. Lo había escondido por precaución, pero ahora lo tomó sin dudar. Cuando se vio reflejado en el cristal del escaparate sintió que recuperaba algo que le habían quitado sin permiso. Una forma de estar en el mundo. Una dignidad. La sombra de un madrileño común, de esos que los ministros ilustrados querían borrar del paisaje de una ciudad moderna.
Abrió un cajón y sacó un cuchillo de panadero. Largo, curvo, sin brillo. Lo miró un segundo, dudó… y lo guardó en la faja. No tenía intención de usarlo, pero algo en su interior le pedía ir preparado.
Abrió la puerta y salió.
Las calles estaban agitadas, no por ruido, sino por tensión. El aire olía a aceite rancio, a paso militar lejano y a miedo viejo. En las esquinas, hombres en voz baja conspiraban. Mujeres con pañuelos en la cabeza susurraban con los dientes apretados. Algunos niños lanzaban piedras a los faroles sin que nadie los reprendiera.
Al llegar a la plazuela de Antón Martín, el aire estalló.
Dos embozados discutían con soldados junto al cuartel. Un joven desenvainó su espada. Sonó un silbido agudo, como un disparo sin pólvora. Y entonces, desde los portales, de las ventanas, de las sombras... el pueblo salió. Con garrotes, con piedras, con lo que tuviera. Mateo no supo si corrió o si fue arrastrado por la ola. Solo sintió que, por primera vez en días, el vacío de su estómago era reemplazado por otra cosa: rabia. Una rabia caliente, viva, que lo impulsaba a gritar con los demás:
—¡Viva el Rey! ¡Muera Esquilache!
Y otra voz lo repitió. Y otra. Y otra más. Hasta que el grito fue un trueno que rompió las calles. Mateo alzó la hogaza que aún llevaba en la mano y, sin pensarlo, la mostró al aire como quien levanta una antorcha:
—¡Por esto sangramos! ¡Por esto se mueren nuestros hijos!
La multitud respondió con un rugido. Un viejo rompió un farol de un bastonazo. Una mujer arrojó un cubo de agua sucia a un oficial. Los soldados retrocedieron. Aquella noche, bajo las llamas del motín que trepaban por las calles, Madrid ardía, pero no en fuego: en hambre.
Mateo siguió con ellos por la calle Atocha. En su trayecto, la multitud crecía como un río que arrastra todo. Se dirigían a la Plaza Mayor, luego a la Casa de las Siete Chimeneas. Algunos hablaban de asaltar la residencia del ministro. Otros de quemar su retrato. Todos sabían que no era por una capa ni por un sombrero. Era por la humillación. Por el plato vacío. Por los hijos muertos.
Cuando cayó la noche, el pan que Mateo había alzado era ya una masa aplastada entre sus dedos. Lo arrojó al suelo. No tenía sentido guardarlo. Esa noche, no habría pan. Habría fuego. Habría sangre.
Y quizás, si la suerte les acompañaba, habría justicia.
Madrid, Lunes Santo. 24 de marzo de 1766
Teresa Vázquez conocía mejor que nadie el cauce del Manzanares. Sus rodillas llevaban años hincadas en sus piedras, su espalda curvada por el peso de los cántaros, sus dedos agrietados por el jabón y el frío. Lavaba ropa ajena desde que tenía doce años. Ahora, a los treinta, con un hijo enfermo y la ropa más sucia que nunca, sentía que el río ya no arrastraba agua, sino penas.
Aquella mañana bajó al río con el barreño vacío y la mirada baja. El murmullo de la ciudad llegaba hasta allí como un eco. El día anterior, Domingo de Ramos, el barrio entero había temblado bajo los gritos que cruzaban desde el centro: “¡Muera Esquilache!”, “¡Viva el Rey!”. Pero Teresa no había ido. Tenía a Pedro, su hijo, con fiebre, y una pila de camisas de señorito que debía entregar antes del anochecer.
Las piedras del río le hablaban. Le decían que Madrid ya no aguantaba. Que no era por las capas, ni por los chambergos. Era por el aceite. Por la sal. Por el pan que ya no llegaba. Por los precios imposibles. Por el orgullo pisoteado.
Mientras restregaba una enagua contra la piedra, vio pasar a lo lejos a una comadre suya, Rafaela, que venía del mercado de San Miguel.
—Dicen que han matado a una mujer junto al Palacio —gritó, sin parar de andar—. Los valones han abierto fuego. ¡La gente quiere quemarlo todo!
Teresa apretó los labios. No sabía si creerla, pero algo en el aire había cambiado. Volvió a casa con la colada mojada y el corazón inquieto.
Pedro dormía. Tenía la piel caliente, la frente brillante de sudor. No había pan. No había leche. Solo agua y un trozo de tocino rancio que racionaban como si fuera oro. Teresa se sentó junto a él, lo arropó y tomó su rosario, pero no rezó. Solo pensó. Pensó en todo lo que le habían quitado. Su madre, muerta sin extremaunción por no poder pagar al cura. Su hermana, encerrada en una casa de corrección por robar una gallina. Su juventud, consumida entre calderos y muros.
Por la tarde, el vecindario se agitó. Se hablaba de una lista de peticiones al rey, de un sacerdote como portavoz del pueblo. Decían que Carlos III se había asomado al balcón, que había prometido cumplirlas. Que se retiraban los valones. Que el pueblo había vencido. Alguien incluso sacó vino y pan para celebrarlo. Teresa no sonrió. Solo pensó: “¿Y si esta vez es verdad?”
Pero cuando cayó la noche, alguien corrió por la calle gritando que el rey había huido a Aranjuez con su familia. Que todo había sido una mentira. Que venía el ejército. El silencio se volvió espeso. Después, estalló el grito.
Teresa dejó a Pedro dormido, le besó la frente, y salió. No sabía por qué lo hacía, solo que no podía quedarse quieta. Llevaba demasiados años callada.
En la plaza del Ángel vio arder una carreta de comestibles. En la calle Mayor, las puertas de una tienda de abastos reventaban con mazas improvisadas. No era furia. Era hambre. Era desesperación. Y también justicia.
Un grupo de hombres y mujeres cargaban sacos. Teresa se acercó. Un panadero robusto, con la cara tiznada de hollín y los brazos como troncos, ofrecía hogazas a quien no tuviera nada.
Cuando sus miradas se cruzaron, bastó un gesto.
—¿Tienes hijos? —preguntó Mateo.
—Uno. Con fiebre —respondió ella, seca.
Mateo le entregó media hogaza. No preguntó su nombre.
Teresa se lo guardó en el pecho como si fuera un relicario.
—Gracias.
—No me des las gracias. Esto no es limosna. Es lo que nos deben.
A su alrededor, el pueblo rugía. Pero entre ellos dos, por un segundo, hubo un silencio distinto. Uno hecho de complicidad callada, de dignidad compartida, de supervivencia.
Y entonces Teresa comprendió que aquello no era solo un motín. Era una grieta. Una grieta por donde asomaba algo nuevo. O quizás algo muy viejo: el alma del pueblo, su capacidad de decir “basta” sin pedir permiso.
Madrid, Martes Santo. 25 de marzo de 1766
Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, llevaba dos días sin dormir.
Desde la residencia prestada en la calle del Barquillo, su mirada recorría el horizonte como un vigía exhausto. Había sellado más de veinte cartas desde el amanecer, todas con su pulso temblando, pero ni una sola lágrima se había asomado a sus ojos. El ministro de Hacienda y Guerra de Su Majestad, el reformista implacable, el hombre que había limpiado las calles y modernizado las cuentas de la monarquía… se descubría ahora solo, traicionado, sitiado por el odio de aquellos a quienes había intentado salvar de sí mismos.
El repique lejano de los tumultos se colaba por las contraventanas cerradas. A veces, gritos aislados. Otras, un clamor que crecía y decrecía como una marea inquieta.
En la mesa, un retrato rasgado: el suyo. Le había llegado la noche anterior, lanzado por una criada asustada que lo había recogido en la Plaza Mayor. En él, los ojos habían sido arrancados con una navaja. En la parte inferior, alguien había escrito con carbón: "El pan para el pueblo. El cuchillo, para ti.”
Esquilache no temía por su vida. Temía por su obra. Por la idea de orden, de modernidad, de razón. Por todo lo que había intentado construir y que ahora ardía bajo la furia de los mismos que se quejaban de vivir entre ratas, excrementos y tinieblas.
—He puesto faroles en sus calles, y ellos los derriban.
—He limpiado sus aguas, y ahora beben veneno.
—He defendido el pan, y me acusan de quitárselo.
¿Dónde estaba el error? ¿Qué línea había cruzado sin verla?
Recordó con amargura la mañana del 21 de enero, cuando firmó el bando contra las capas largas y los sombreros de ala ancha. Lo había hecho con convicción: ningún ciudadano de Viena, Nápoles o París paseaba embozado como los madrileños. Era símbolo de oscuridad, de crimen, de atraso. Él no había querido humillar, sino liberar.
—Pero los españoles no quieren ser liberados, sino adorados. —se dijo.
Esa frase no era suya. Era de su secretario, el joven Gracián, que la había pronunciado sin saber que clavaba una daga invisible en la herida. “El pueblo no soporta que se le lave la cara si no es con agua bendita y al ritmo de una procesión.” Eso había dicho. Y tal vez tenía razón.
La puerta se abrió sin aviso. Grimaldi, su compatriota, entró sin saludar, con el rostro desencajado.
—Carlos ha huido. A Aranjuez. Esta noche. Con su madre, sus hijos, todo. Se acabó.
Esquilache lo miró sin comprender.
—¿Y el pueblo?
—El pueblo manda, Leopoldo. Hoy, el pueblo manda.
Se hizo el silencio. Grimaldi no esperó respuesta. Se marchó.
Esquilache caminó hacia el espejo. Se detuvo frente a él. Se obligó a mirarse. La cara afilada, los párpados inflamados, las arrugas de los años y el poder. No era un tirano. Ni siquiera un político brillante. Era un técnico. Un administrador. Un hombre que creía en las cifras. En las balanzas. En los mapas.
Y, sin embargo, lo habían retratado como un monstruo.
Cruzó la habitación, abrió un arcón y sacó su capa de gala. Azul napolitano, bordada con hilo dorado. Se la puso despacio, con la solemnidad de quien se viste por última vez. Después, tomó la carta que había escrito a Carlos III. La dejó en la mesa, a la vista.
“He cumplido con usted. He cumplido con España. No hay mayor castigo para un reformador que dejar su obra a medias. Pero si mi ausencia asegura su corona, marchemos en paz. No me duele mi caída. Me duele su renuncia.”
Cerró la puerta con suavidad. No miró atrás.
Al día siguiente, partiría hacia Cartagena. Luego, a Venecia. Sería embajador. Sería otra cosa.
Pero esa noche, mientras Madrid ardía y su nombre era maldecido en cada plaza, el marqués de Esquilache caminó por su última noche madrileña entre sombras, con la única certeza de que había perdido una batalla que no comprendía del todo.
Y tal vez, tampoco merecía ganar.
Madrid, Miércoles Santo. 26 de marzo de 1766
Madrid despertó cubierta de una calma falsa, como si alguien hubiera apagado el corazón de la ciudad de un manotazo. Pero debajo de ese silencio, latía una mezcla densa de fatiga, orgullo y miedo. Las hogueras se habían extinguido, los faroles ya no eran derribados, y las capas largas volvían a ondear con una mezcla de desafío y triunfo.
Pero nadie cantaba victoria. Porque el rey se había ido. Y el pueblo se había quedado solo.
En una casa humilde de la calle Ave María, Mateo Aguilar se sentaba junto al lecho de su esposa. Clara había despertado por primera vez en dos días. Tenía los ojos hundidos, pero sonreía al ver a Inés dormida en su regazo con una hogaza entre las manos.
—¿Dónde la conseguiste? —preguntó, tocando la corteza endurecida.
—Me la devolvió el pueblo —respondió Mateo—. Anoche. Como pago por todo lo que no nos dieron antes.
Ella asintió. Luego murmuró:
—Tomás estaría orgulloso.
Mateo bajó la mirada. Aún no habían enterrado al niño. No había cuerpo más sagrado en su casa. Pero ya no lloraba. No podía. Había pasado el umbral del dolor y ahora sólo sentía una determinación callada, como si por fin comprendiera su lugar en la historia. No era héroe, ni mártir. Era un hombre que había sostenido el fuego mientras todo temblaba.
En otro rincón de la ciudad, Teresa Vázquez bajaba a la fuente con Pedro en brazos. El niño había mejorado. Su fiebre se había reducido. La hogaza que Mateo le había dado había sido lo primero que comía en tres días.
Una vecina la saludó con un pañuelo agitado:
—¡Se marcha el ministro! ¡Esquilache se va a Cartagena!
Teresa no respondió. Miró a su hijo y murmuró:
—Se va. Pero nosotros seguimos aquí.
En el mercado, los rumores se amontonaban como tomates pasados: que el rey había cedido; que la Guardia Valona no volvería; que los ministros españoles regresarían al Consejo; que habría cambios, promesas, reformas… que ahora sí.
Pero nadie lo creía del todo.
La verdadera victoria no estaba en las listas firmadas ni en las tropas retiradas. Estaba en la plaza tomada. En el bando arrancado. En la mujer que gritó. En el niño que comió. En el hombre que empuñó la navaja.
En la Puerta del Sol, esa misma tarde, un pequeño grupo de vecinos se había reunido sin proclamas ni pancartas. Solo estaban allí. Observaban cómo los carros retiraban los restos del motín: tablones chamuscados, sacos vacíos, fragmentos de mobiliario público. Uno de los carros pasó cerca, y Mateo reconoció a Teresa entre la multitud.
Ella lo vio también. No se saludaron con palabras.
Él le ofreció una manzana.
Ella le devolvió media sonrisa.
—¿Y ahora qué? —preguntó Teresa.
—Ahora esperamos.
—¿El qué?
—A que no se olviden de lo que pasó.
Teresa bajó la mirada.
—¿Y si lo olvidan?
Mateo pensó un instante. Luego respondió:
—Entonces lo recordaremos nosotros.
Un silencio breve se instaló entre los dos, pero no fue incómodo. Era un silencio compartido. Casi sagrado. El de quienes han estado en el mismo lado del miedo y de la esperanza.
Cerca, un grupo de niños jugaba a imitar el motín. Uno fingía ser un soldado valón. Otro, el rey en el balcón. Otro, Esquilache, con una capa raída a la espalda y un chambergo mal puesto. Lo derribaban con risas. Gritaban: “¡Fuera, italiano! ¡El pan es nuestro!”
Mateo y Teresa los miraron sin saber si reír o lamentarlo. Quizá la historia era eso: una función que se repite en muchas plazas, cambiando los trajes, pero no los gestos.
Sin embargo, esta vez, había una sensación nueva en el aire: la de haber resistido. Y aunque sabían que sus vidas seguirían siendo duras, pobres y llenas de incertidumbres, también sabían algo más: que el pueblo había hablado.
Y que el rey, por una vez, había escuchado.
No sabían si volvería a hacerlo. Pero estaban dispuestos a recordárselo, cada vez que hiciera falta.
Porque lo único más poderoso que el miedo… es la memoria.
“Yo el gran Leopoldo Primero
Marqués de Esquilache Augusto
Rijo la España a mi gusto
Y mando en Carlos Tercero.
Hago en todo lo que quiero
Nada consulto ni informo
A capricho hago y reformo
A los pueblos aniquilo
Y el buen Carlos, mi pupilo
Dice a todo: “¡Me conformo!”