Vendiendo calor

Puesto de castañas asadas en Madrid. Historia de Madrid

Castañera madrileña. Madrid, 2021. ©ReviveMadrid

Castañeras madrileñas: guardianas del invierno castizo

Hace frío. Pero no un frío cualquiera. Es de esos que se cuelan por la bufanda, atraviesan los guantes y te hielan hasta el pensamiento. Es invierno en Madrid. El suelo está húmedo, los escaparates relucen con adornos navideños, el cielo se oculta tras una sábana gris y el viento sopla dejando su huella helada en cada esquina.

Caminas deprisa por la calle, con las manos hundidas en los bolsillos, los hombros encogidos, deseando llegar a casa. Y entonces, como un milagro urbano, lo ves: un puesto de castañas. El humo se eleva en espiral, formando una nube cálida que desafía al cielo plomizo. El aroma es inconfundible: dulce, tostado, antiguo… Huele a infancia, a abrigo de lana, a tardes de invierno de la mano de tu madre. Huele a Madrid.

Te acercas. Las castañas chisporrotean sobre el brasero. Una mujer mayor, con las mejillas encendidas por el frío y las manos tiznadas de carbón, te mira y sonríe. Con un gesto ágil, aprendido tras mil repeticiones, te entrega un cucurucho de papel que, entre sus dedos curtidos, parece un pequeño tesoro. Las castañas aún crepitan. El calor traspasa el papel y te abriga las manos. Lo sostienes como si fuera oro candente. Y, en cierto modo, lo es.

Durante unos instantes, todo se detiene. No hay atasco, ni ruido, ni móviles, ni prisas. Solo estás tú, el humo y ese calor que no es solo físico. Es un calor de hogar. De familia. De recuerdos.

Dicen que la memoria tiene olor. Y el de Madrid, cuando llega el invierno, siempre ha sido el del carbón, el humo y las castañas recién asadas. Un perfume que nos toma de la mano y nos conduce hacia atrás, a inviernos de otra época, a tardes en las que las calles eran más lentas y la gente se saludaba sin mirar el reloj.

Pocas escenas quedan ya tan nuestras, tan madrileñas y entrañables como la de las castañeras en la calle. Mujeres que, desde otoño, plantaban su brasero en esquinas, plazas y bocas de metro para ofrecernos, por unas monedas, el antídoto perfecto contra el frío. Y, de paso, contra el olvido.

Este artículo quiere rendirles homenaje. A ellas, a su paciencia, a su lucha. A su forma humilde pero firme de hacer ciudad desde la acera. Vamos a viajar juntos al pasado para descubrir cómo nació este oficio, por qué siempre estuvo tan ligado a las mujeres, cómo era su día a día y por qué —aunque ya casi no queden— su recuerdo sigue latiendo entre el humo que perfuma nuestras calles cuando el otoño empieza a rendirse al invierno.

I. Origen de las Castañeras de Madrid: brasero y supervivencia_

Antes de que las viéramos como entrañables, fueron imprescindibles. Mucho antes de que nos parecieran pintorescas, las castañeras formaban parte del engranaje invisible de la supervivencia cotidiana. Y eso es lo primero que conviene recordar: este oficio, hoy casi extinguido, nació de la necesidad más básica —alimentarse— y del ingenio popular para subsistir en una ciudad donde el frío apretaba y el dinero escaseaba.

La historia de las castañeras en Madrid comienza a definirse con claridad a partir del último tercio del siglo XVIII, cuando las calles de la Villa y Corte se poblaron de mujeres que, en los meses más fríos, ofrecían castañas cocidas o asadas a los transeúntes. Las castañas eran entonces un alimento humilde pero poderoso: barato, calórico y saciante. Perfecto para las clases trabajadoras que no podían permitirse más que lo justo. No solo calentaban el estómago: reconfortaban las manos, daban energía y, en muchos casos, suplían una comida.

El brasero como refugio del frío madrileño

En una época en que los inviernos eran más crudos y los hogares apenas estaban acondicionados, el brasero en plena calle se convertía en un faro cálido en medio del hielo. Y en torno a ese fuego se fue delineando una estampa humana que hoy forma parte de la memoria sentimental de Madrid: la de la mujer mayor, muchas veces viuda, sentada en un taburete, vestida de negro, vendiendo calor envuelto en cucuruchos de papel.

Pero sería injusto reducir su figura al costumbrismo. Las castañeras encarnaban, en realidad, la precariedad con dignidad; la lucha diaria por sostener una familia con poco más que un hornillo, un saco de castañas y muchas horas de intemperie. En un tiempo sin redes sociales ni asistencias públicas, ellas eran trabajadoras invisibles pero esenciales, pilares silenciosos de la economía informal que poblaba las aceras de Madrid.

No fue un fenómeno exclusivo de la capital. También hubo castañeras en Lisboa, en París, en Viena… pero en Madrid adquirieron un carácter casi identitario, como lo hicieron también las aguadoras, los serenos, los barquilleros o los afiladores. Todas ellas figuras humildes pero profundamente arraigadas, que formaban parte de un Madrid que se caminaba, se calentaba al brasero y se iluminaba con candil.

Mujeres viudas, madres y cuidadoras del calor

El género es clave para entender este oficio. A diferencia de otros trabajos callejeros más masculinizados —como el de trapero o afilador—, la venta de castañas fue casi siempre cosa de mujeres. Mujeres solas, viudas o con maridos sin ingresos estables, que encontraban en esta actividad una forma de ganar unas perrillas sin alejarse del barrio ni desatender a la familia. El espacio que ocupaban no era solo el de la acera: era también el de la economía del cuidado, esa economía callada de las que siempre estuvieron “en medio” pero casi nunca figuran en los libros de historia.

Hay además algo profundamente simbólico en su labor: la mujer que ofrece calor en mitad del frío. No es casual que tantas representaciones literarias, teatrales o fotográficas hayan subrayado ese gesto maternal, protector, casi ritual, que evocaba la figura de la castañera. Mientras otros vendían objetos, ellas ofrecían algo más: calor humano, permanencia y costumbre.

necesidad frente a la precariedad

Sin embargo, a pesar de su popularidad, nunca fueron consideradas verdaderas profesionales por las autoridades. Como tantas otras vendedoras ambulantes, trabajaban al filo de la legalidad, expuestas a inspecciones, sanciones y desplazamientos arbitrarios. Lo suyo era un oficio tolerado, pero no protegido. Lo bastante visible para ser útil, pero lo bastante informal para ser ignorado. Como tantos otros trabajos femeninos: fundamentales, pero infravalorados.

Con el paso del tiempo, especialmente a lo largo del siglo XIX, el oficio se consolidó y entró a formar parte del imaginario costumbrista. Las castañeras dejaron de ser solo figuras de necesidad para convertirse también en símbolo de un Madrid castizo, resistente y entrañable. Pero no caigamos en la trampa de la nostalgia vacía: tras cada brasero había una historia de pobreza, de resistencia y de coraje cotidiano.

Así fue naciendo el oficio de las castañeras: al calor del brasero, sí, pero también a la sombra de la necesidad, la desigualdad y el ingenio femenino.

II. Siglo XIX: la castañera madrileña como icono costumbrista_

Si en el siglo XVIII las castañeras comenzaban a asomar tímidamente en las esquinas frías del Madrid popular, fue el siglo XIX el que las elevó a icono. Este fue su tiempo de esplendor, el momento en que su figura dejó de ser simplemente práctica para convertirse en parte del alma callejera de la ciudad.

La modernización de Madrid —con nuevas calles, alumbrado público y una creciente vocación de capital moderna— no logró borrar del paisaje urbano esas estampas profundamente tradicionales: el organillero en la plaza, la florista en la acera y, por supuesto, la castañera al pie de su brasero, sirviendo calor envuelto en papel a quien lo necesitara. Entre el progreso y el empedrado, ellas resistían como un rito que volvía cada otoño, puntual como las primeras hojas secas.

Fue entonces cuando la castañera se transformó en personaje. Saltó de la calle al escenario, de la esquina al grabado, del brasero a la literatura. El costumbrismo, tan fértil en el siglo XIX, fijó su silueta con tinta indeleble. Autores como Ramón de la Cruz la retrataron con gracia y viveza en sainetes como Las castañeras picadas, donde no solo se reflejaba su oficio, sino su lengua afilada, su carácter, su papel como observadora privilegiada del barrio. No era solo una vendedora: era también cronista. Sabía quién se casaba, quién engañaba, quién se iba o quién mentía. Desde su rincón, ejercía de reportera sin cuaderno, pero con los oídos atentos y el verbo ágil.

El trabajo femenino en las calles de Madrid

En un tiempo en el que el trabajo femenino era invisibilizado o directamente despreciado, las castañeras conquistaron un lugar propio en el espacio público. No necesitaban patrón ni taller, solo su fogón, su silla y su constancia. Pioneras involuntarias, ocuparon la calle como territorio laboral cuando muchas mujeres ni siquiera podían abrir un negocio a su nombre. Allí estaban, bajo la lluvia o el hielo, ganándose el jornal sin pedir permiso.

No solían ser jóvenes. Las imágenes y testimonios de la época coinciden en mostrarlas mayores, muchas veces viudas o madres solas, que después de una vida cuidando a otros, encontraban en la venta de castañas una forma de cuidarse a sí mismas. Era su manera de seguir siendo útiles, de sostenerse sin depender de la caridad ni de la familia. En una sociedad que condenaba la pobreza al silencio, ser castañera era, para muchas, una forma de dignidad.

Su estampa quedó también inmortalizada en grabados y estampas populares. Vestidas de negro, con toquillas de lana, rostro curtido, cabello recogido y las manos protegidas por mitones tiznados de carbón, proyectaban una imagen austera, casi monacal, que contrastaba con el calor que desprendía su brasero. A veces caricaturizadas, otras idealizadas, siempre presentes. En láminas de tipos madrileños, en colecciones de oficios, en escenas de invierno. Las castañeras se convirtieron en emblemas humanos del paisaje urbano.

Y no eran solo parte del paisaje: eran también memoria viva. Las había “de toda la vida” en Tirso de Molina, en la Plaza de España, en la calle Toledo… Figuras queridas, reconocibles. Se las saludaba por su nombre, se confiaba en su honradez, se les pedía “una buena docena, que vengo con los críos”. Algunas formaban parte de varias generaciones, como si fueran parientes urbanas que volvían cada año con el frío.

Retratos de un Madrid castizo y resistente

Conviene recordar que el Madrid del XIX no era fácil: crecía a trompicones, vivía sacudido por vaivenes políticos, recibía oleadas de nuevos habitantes. En medio de esa incertidumbre, las castañeras ofrecían permanencia. Eran referencias constantes en un paisaje cambiante. Si cambiaban los nombres de las calles, si los tranvías sustituían a los carros, si las modas iban y venían… ellas seguían ahí, vendiendo calor.

También eran catalizadoras de la vida social. Sus braseros eran puntos de encuentro donde se compartía más que castañas: se hablaba del tiempo, se intercambiaban noticias y se tejían complicidades. No era solo un negocio: era una pequeña plaza ambulante, un hogar momentáneo en mitad del invierno.

El frío, su gran aliado, hacía las veces de pregonero. Cuanto más helaba, más se vendía. Las inclemencias no las amedrentaban: eran su mejor campaña de invierno. Cuando el hielo cubría los charcos y los dedos se volvían morados, el aroma de las castañas asadas se convertía en brújula emocional.

Las castañeras asadoras y cocedoras: dos maneras de dar calor

Fue también en este siglo cuando el oficio se diversificó en dos grandes modalidades:

  • Las castañeras cocedoras, que hervían las castañas en ollas de hierro y las vendían tiernas, a menudo perfumadas con anís.

  • Las castañeras asadoras, más visibles, que requerían una logística más compleja: hornillo, carbón, tenazas, cuchillo, sal, mantas… todo un ritual doméstico llevado a la calle.

Ambas convivían, cada una con su clientela fiel, formando parte del mismo relato: el de un Madrid donde lo humilde no estaba reñido con lo entrañable y donde la necesidad podía volverse símbolo colectivo.

Así, el siglo XIX convirtió a las castañeras en algo más que vendedoras: las transformó en protagonistas de un Madrid costumbrista, resistente, cercano. Fueron llama encendida en mitad de un siglo convulso. Y lo hicieron sin pedir permiso. Con un hornillo, un puñado de castañas y un coraje silencioso.

III. Entre brasas y heladas: el día a día de una castañera en Madrid_

Detrás de cada cucurucho de papel caliente había una ceremonia perfeccionada con los años, un ritmo casi litúrgico que comenzaba mucho antes de que el sol templara la calle y que no terminaba hasta bien entrada la noche, cuando los escaparates apagaban sus luces y la ciudad empezaba a recogerse. El día a día de una castañera —como tantos otros oficios callejeros— no se contaba en horas, sino en brasas, humo y frío acumulado en los huesos.

El ritual del brasero: preparar, encender y resistir

El ritual arrancaba temprano. Aunque el bullicio de ventas se concentraba en la tarde, la preparación comenzaba mucho antes. Había que cargar el puesto —a menudo a pulso, otras veces con carritos rudimentarios—, asegurarse de que no faltaran herramientas ni carbón, limpiar los restos del día anterior, seleccionar cuidadosamente las castañas (descartando las agrietadas o dañadas) y tener lista la leña. Porque sin brasero, no hay oficio.

Una vez instalado el puesto —en la esquina de siempre, junto al metro, bajo un soportal— comenzaba la batalla diaria contra los elementos: el frío, el viento, la humedad… o, paradójicamente, el sol inoportuno de diciembre, que podía arruinar una jornada de ventas. La castañera aprendía a leer el cielo como un pastor o una hortelana: sabía cuándo llegaría el cliente antes incluso de que apareciera en la calle.

Encender el brasero era todo un arte. Había que avivar las brasas con paciencia, controlar el fuego para que el calor fuera constante y no abrasara el producto. Las castañas se cortaban con precisión —una incisión limpia que evitara explosiones al calentarse y facilitara el pelado— y se colocaban con mimo sobre la rejilla o la olla. Se removían con tenazas, se soplaba, se escarbaba el fuego, se echaba más carbón… Todo un ballet doméstico en plena acera. Y todo ello bajo temperaturas heladoras y sin abandonar nunca el puesto.

Una manta sobre las piernas, un trapo en el regazo, guantes ahumados, una toquilla sobre los hombros… La indumentaria era casi un uniforme de resistencia. Cada castañera desarrollaba su propio sistema para soportar el clima y mantener el fuego encendido.

Una variante hoy casi olvidada consistía en sumergir previamente las castañas en anís. Un truco clásico. No solo intensificaba el aroma —atrayendo a los clientes desde lejos—, sino que ablandaba el fruto y le aportaba un delicado matiz dulce. Muchos aún recuerdan ese olor inconfundible: una mezcla entre lo tostado y lo anisado, entre la calle y la cocina de la abuela.

Pero el trabajo no se limitaba a asar. Había que atender, conversar, recibir encargos, calmar al niño que lloraba, devolver el cambio con los dedos entumecidos por el frío… Todo con una sonrisa marcada por el humo y el cansancio. Porque la castañera era mucho más que vendedora: era cocinera, psicóloga de barrio, anfitriona de la acera… Sabía cómo hacer sentir al cliente como en casa, aunque estuviera de pie en mitad de la calle.

La jornada laboral: frío, humo y constancia

Las jornadas eran interminables. En los meses fuertes —de noviembre a febrero—, muchos puestos abrían hacia las 10:30 de la mañana y no cerraban hasta bien entrada la noche. Los fines de semana, el brasero podía seguir encendido hasta la una. No había calefacción, ni descansos programados, ni posibilidad de ir al baño sin dejar el puesto desatendido. Las enfermedades respiratorias eran habituales. Y aun así, allí estaban, cada día, porque si el fuego se apagaba, se acababa el trabajo.

En días de lluvia o viento, algunas se protegían con lonas improvisadas, paraguas maltrechos o bajo los toldos de algún comercio vecino. Las más resistentes aguantaban a cielo abierto, envueltas en capas de ropa, con la cara enrojecida por el calor del fuego y la espalda entumecida por la intemperie.

Y cuando por fin se recogía el puesto, quedaba lo más duro: desmontar, limpiar las brasas, cargar de nuevo el material, quitarse el hollín de los dedos, sacudirse el olor a humo del abrigo, llegar a casa y pensar si habría que reponer género… o aguantar un día más con lo que quedaba.

Ese era su día a día. Sin pausas, sin red. Solo con el calor del brasero y la entereza de quien hace del trabajo una forma de vida.

IV. De la postal viva al ocaso: el declive de las castañeras en el siglo XX_

Durante buena parte del siglo XX, Madrid creció con vértigo. Llegaron el metro y la Gran Vía, se ensancharon las calles, los coches tomaron las calzadas, las radios llenaron las casas de voces y noticias, las luces de neón encendieron las noches y las cafeterías modernas fueron ganando terreno a las viejas tabernas. Pero en medio de todo ese estruendo urbano, en alguna esquina cualquiera, seguía brillando una lumbre modesta: la del puesto de castañas.

En el primer tercio del siglo, las castañeras seguían siendo una estampa habitual. Aunque ya no podían ocupar los rincones de siempre —las normativas empezaban a acotar espacios y a regular presencias—, su brasero aún ardía cada otoño en plazas, accesos de metro, entradas de iglesia, zócalos de edificios y mercados. Como relojes de brasas que anunciaban la llegada del frío, estaban ahí: discretas, constantes, necesarias. En el centro y en los barrios, al lado de floristas, limpiabotas, barquilleros y vendedoras de dulces, tejían la red invisible de oficios humildes que sostenían la ciudad desde abajo, desde la acera, desde la vida cotidiana.

Las castañeras en las fotografías de Yubero y Muller

Los grandes fotógrafos del siglo —Martín Santos Yubero, Nicolás Muller— supieron capturar en sus instantáneas ese universo en vías de extinción. En sus imágenes aparecen castañeras envueltas en humo, cubiertas con toquillas oscuras, rodeadas de cucuruchos y de inviernos. Fotos en blanco y negro que, sin embargo, parecen oler a carbón y sonar a chisporroteo de brasero. En ellas sobrevive un Madrid que ya no existe, pero que aún reconocemos como propio.

“Parecen esculturas vivas”, escribió un periodista de los años 40 al describirlas, “como si Madrid hubiera cincelado sus inviernos en carne y carbón”.

Del costumbrismo al olvido: una transición silenciosa

Pero, como las brasas cuando no se alimentan, el oficio empezó a apagarse lentamente, casi sin que nos diéramos cuenta. No hubo un momento exacto. Solo una suma de transformaciones: la mecanización de la vida, la irrupción del comercio moderno, los supermercados, el cambio en los hábitos de consumo, la presión del urbanismo, el aumento de la burocracia municipal… El romanticismo no paga tasas, pero las castañeras sí.

Aun así, durante la posguerra y el desarrollismo de los años 60, resistieron. Menos visibles, sí, pero aún presentes. Su figura seguía ocupando un lugar en el imaginario sentimental del país: aparecían en películas, postales navideñas, cromos, cuentos escolares… Incluso en los años del “milagro económico”, cuando todo parecía avanzar hacia lo desechable y lo inmediato, ellas eran recordatorio viviente de que Madrid no siempre fue una ciudad con prisa.

El propio tejido urbano aún jugaba a su favor. Las bocas de metro sin calefacción, los portales fríos, los paseos de domingo, las misas, el Rastro… generaban una ciudad caminada, vivida desde la calle, donde las castañeras encontraban su espacio. Porque su negocio dependía de una coreografía muy concreta: gente sin prisas, clima invernal, cercanía emocional… Y todo eso empezó a desvanecerse.

Cuando el brasero ya no calentó la ciudad

Los años 70 y 80 marcaron el inicio del declive definitivo. La modernización trajo consigo nuevos hábitos: la gente pasaba más tiempo en centros comerciales que en las plazas, los niños dejaron de bajar solos a la calle, las condiciones para los puestos ambulantes se endurecieron… A ello se sumó un relevo generacional que no llegó: las hijas ya no querían heredar el oficio. No querían el frío, ni las brasas, ni las jornadas interminables de sus madres. Querían estudiar, tener calefacción, trabajar en oficinas, cobrar a fin de mes. Y no les faltaba razón.

Así, sin estridencias pero sin remedio, las castañeras fueron quedando al margen. De símbolo cotidiano pasaron a postal. De figura viva a recuerdo. Y con ellas se fue apagando una parte entrañable del invierno madrileño: aquella que olía a carbón y sonaba a brasero.

V. Del brasero al food truck: el oficio de castañera en la Madrid del siglo XXI_

El siglo XXI amaneció con un Madrid transformado, veloz, brillante, donde la figura tradicional de la castañera quedó arrinconada entre la nostalgia y la supervivencia.

De aquellas mujeres de barrio que mantenían su puesto año tras año, que conocían a sus vecinos y leían el invierno en las nubes, se pasó a un modelo más impersonal, a veces mixto, muchas veces fugaz: hombres contratados, personas migrantes con permisos temporales del Ayuntamiento, rostros y acentos nuevos cada temporada. La tradición comenzaba a sostenerse por inercia, como una llama que aún arde aunque nadie la alimente.

La globalización y la pérdida del paisaje urbano

Durante décadas, los braseros formaron parte del paisaje urbano tanto como los tranvías, los serenos o los pregoneros. Pero la modernidad, con su ritmo implacable y su estética pulida, fue arrasando los oficios que olían a humo, a lana y a manos curtidas. Madrid se globalizó. Y con la globalización llegaron los cafés de cadena, los rótulos en inglés, los escaparates idénticos a los de cualquier otra capital europea.

Donde antes había diecisiete cines en la Gran Vía, hoy quedan tres y un puñado de musicales a precio de boutique. Donde antes había vecinos, ahora hay apartamentos turísticos. Y las esquinas que antaño olían a castañas asadas, hoy huelen a kebab especiado o a donuts glaseados. No se trata de despreciar lo nuevo —no todo lo antiguo fue mejor—, pero sí de recordar que lo viejo también tenía valor, aunque no saliera en TripAdvisor.

Callao, Quevedo y las brasas que aún resisten

En medio de este nuevo decorado, el puesto de castañas se volvió anacrónico: demasiado sencillo, demasiado lento, demasiado real.

Y, sin embargo, ahí siguen. Menos numerosos, más solitarios, pero aún presentes. En Callao, en las glorietas de Bilbao o Quevedo, en alguna plaza que aún resiste al vértigo. Con sus braseros adaptados a la normativa, sus cucuruchos humeantes y su aroma a infancia. Y con esa mirada —a veces cansada, a veces altiva— que parece decir: “yo ya estaba aquí cuando tú aún ibas al colegio, chaval”.

Son vestigios vivos de otro Madrid. Brasas que se niegan a apagarse del todo. Y eso —aunque inevitable— deja siempre un eco de melancolía.

VI. El futuro de las castañeras: memoria viva, resistencia urbana_

Decimos a menudo que hay cosas que el tiempo no puede borrar. Pero el declive de las castañeras no es una simple anécdota folclórica ni una curiosidad entrañable que se desvanece. Es, en realidad, un síntoma de algo más profundo: la pérdida de la identidad cotidiana de las ciudades.

Madrid —como tantas otras capitales europeas— vive instalada en una tensión constante entre modernidad y memoria. Y en esa tensión, los oficios callejeros funcionan como anclas. Las castañeras, los organilleros, los barquilleros… no son solo estampas del pasado: son símbolos de autenticidad, recordatorios de una ciudad vivida desde las aceras, no desde los escaparates. Representan la parte humana de Madrid, la que no se vende ni se alquila, la que no tiene logo ni franquicia. Su permanencia no es un capricho nostálgico: es patrimonio emocional.

La globalización nos ha dado comodidad, sí. Pero también nos ha robado los pequeños ritos que marcaban el paso del tiempo. Comprar un cucurucho de castañas no es solo un gesto gastronómico: es participar en una ceremonia urbana, es hacer memoria con las manos. Es decir: esto también soy yo. Porque esas imágenes colectivas, esos gestos compartidos, son los que hoy pueden dar verdadero sentido a la palabra “Madrid”, más allá de los mapas, más allá de los planes urbanísticos o las campañas turísticas.

• ¿Un homenaje al calor que define a Madrid?

Por eso, sería hermoso —y necesario— imaginar un futuro donde las castañeras no sean vistas como un vestigio, sino reconocidas como lo que son: un bien cultural inmaterial. Como ya han hecho otras ciudades con sus tradiciones populares, Madrid también podría incluirlas en rutas patrimoniales, integrarlas en programas educativos, en mercados temáticos, vincularlas a campañas de barrio, darles un lugar en la programación cultural… No por nostalgia, sino por justicia. Porque preservar una tradición no es mirar atrás: es cuidar lo que nos sostiene, lo que nos recuerda que aún pertenecemos a algo.

Hay quien dice que Madrid ha cambiado tanto que ya no se la reconoce. Tal vez tengan razón. Pero basta con pasar junto a un puesto de castañas, en mitad del ruido, del tráfico, del neón… y dejar que el aroma del carbón nos alcance. Es entonces cuando sentimos que, bajo todas esas capas de modernidad, Madrid sigue ahí. Más global, más apresurada, más cara, sí. Pero en el fondo, la misma.


Fotografía de Ramón Gómez de la Serna. Historia de Madrid

Ramón Gómez de la Serna (Madrid, 1888-Buenos Aires, 1963)

La castañera asa los corazones de invierno
— Ramón Gómez de la Serna


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