Para chuparse los dedos
Chocolate CON CHURROS, EL SABOR DE LO CASTIZO
Donuts, muffins, cookies, macarons, cupcakes… en los últimos años las calles de Madrid rebosan de negocios que ofertan todo tipo de “dulces gourmet” y nos permiten vivir una experiencia única, pero que nada tiene que ver con la esencia de la capital. Por suerte Madrid, aunque cosmopolita y moderna, permite que estas nuevas tendencias convivan con antiguas tradiciones que aportan a la ciudad su carácter castizo y único en el mundo. Una de ellas es el chocolate con churros… una pareja inseparable protagonista indiscutible de la vida de muchos madrileños a lo largo de los siglos.
Aunque existen diferentes versiones acerca del origen de los churros, lo cierto es que su procedencia es desconocida. No obstante, muy probablemente derive al igual que tantos otros alimentos de nuestra gastronomía popular, de la cultura árabe, cuyos buñuelos tuvieron una masa y una preparación muy similar.
Posteriormente su evolución podría situarse en el siglo XV con las llamadas “frutas de sartén”, que se elaboraban friendo restos de masa de harina a los que se daba diferentes formas (buñuelos, pestiños, rosquillas, etc.).
La profesión de buñuelero ya existía en las calles de la capital en el siglo XVII, llegando a constituir un gremio independiente. Trabajaban en la calle, ya que no existía la tecnología para reciclar los vapores del aceite en un local cerrado… algo que no sucedería hasta que las buñolerías empezaron a proliferar como establecimientos en el siglo XIX.
En el Madrid decimonónico las buñolerías afloraron por todas partes. El buñuelo y los cohombros fueron tentempiés muy solicitados por los madrileños… distintas palabras para denominar a un producto que acabaría siendo popularizado como churro desde finales del XIX. Fue entonces cuando pasaron a formar parte de la dieta cotidiana de los madrileños junto con el chocolate.
La costumbre de tomar chocolate en Madrid es tan antigua como el descubrimiento de América, momento en que los españoles importamos el cacao que acabaría convirtiéndose en uno de los alimentos más populares de toda Europa.
Curiosamente, el chocolate fue empleado inicialmente como medicina y se distribuía a los enfermos como reconstituyente en los hospitales, a menudo como remedio contra la diarrea. El paso definitivo para su aceptación como delicia culinaria fue su cambio de sabor: el amargor natural del cacao se dulcificó y aromatizó empleando vainilla y canela.
Aunque los primeros Austrias no fueron muy aficionados al chocolate, a comienzos del siglo XVII su consumo ya estaba plenamente aceptado en la Corte y se había convertido en un exótico símbolo del lujo en su variante caliente y líquida.
La aristocracia de la época solía servirlo para el desayuno y la merienda, a media tarde, cuando se ofrecía como agasajo a las visitas acompañado de bizcochos, panes azucarados, bollos de leche y un búcaro de nieve.
En las grandes salas de sus palacios el maestresala servía el chocolate en finas bandejas o “mancerinas” de plata o porcelana, en las que transportaba las “jícaras” o tazas de porcelana en las que se servía el cacao, que se removía con el “molinillo”.
La popularidad de esta bebida llegó a ser tal entre las mujeres de los nobles madrileños que, no contentas con tomar el chocolate varias veces al día en sus hogares, solicitaron llevarlo también a la iglesia.
Para que nos hagamos una idea de la devoción por el chocolate en la época, se aconsejaba el consumo de cinco o seis onzas de chocolate al día mezclados con azúcar… “para no excederse”.
El chocolate eclesiástico se tomaba con agua caliente, evitando los productos lácteos para respetar el ayuno y no incurrir en pecado capital. Sin embargo, este capricho disgustó a los obispos y provocó que finalmente, en 1681, se prohibiese el consumo de chocolate en las iglesias durante los sermones.
Las chocolatadas celebradas antes o después de los grandes eventos también se hicieron muy populares. En el auto de fe celebrado en 1680 en Madrid, se organizó la primera chocolatada en la Plaza Mayor con fuentes de chocolate y pan duro para mojar.
Con el tiempo, el consumo de chocolate fue extendiéndose desde las clases más altas hasta las más humildes, dejando de ser un lujo propio de nobles.
En el Madrid del siglo XVIII ya era frecuente la existencia de chocolateros ambulantes que vendían esta bebida reconstituyente en jícaras de barro, especialmente en la Puerta del Sol y en los soportales de la plaza Mayor. Los trasnochadores y los trabajadores nocturnos se acostumbraron a tomarlo en las frías madrugadas, cuando necesitaban entrar en calor.
Durante el reinado de Carlos III, la Corte de Madrid llegó a consumir cerca de doce millones de libras de chocolate al año, pero sería durante el siglo XIX cuando el chocolate caliente se convertiría en un símbolo nacional.
Pronto comenzaron a proliferar diversos establecimientos de reunión social, como los cafés de tertulia y las chocolaterías, donde se fomentaban las tertulias literarias, políticas y de opinión. En ellos las tradicionales jícaras fueron sustituidas por tazas, que hacían más sencillo el consumo de chocolate en los locales.
Además, la producción de chocolate se vio impulsada por empresarios como el gallego Matías López, cuya fábrica de chocolate madrileña distribuía este producto por toda España… incluidas sus colonias.
En Madrid, una de las primeras chocolaterías fue Doña Mariquita, situada desde 1828 a la altura del número 10 en la Calle de Alcalá, donde eran famosos los chocolates espesos con “mojicones”.
El chocolate continuó siendo la bebida de culto de los madrileños hasta que, a principios del siglo XX, se impuso el café.
La aparición de las cafeterías en Madrid favoreció que esta bebida comenzara a hacerse más popular y a consumirse a todas horas, mientras que la demanda de chocolate disminuyó, limitada prácticamente a su consumo en churrerías. De entre todas, la chocolatería y churrería de San Ginés acabaría convirtiéndose en emblema de la capital.
Levantado en 1890 en el llamado Pasadizo de San Ginés, este local acogió inicialmente un mesón y una hospedería, para convertirse en 1894 en buñolería y churrería, elaborando su producto según la técnica tradicional “a hombro”.
A pesar de estar fuera de la vista de los viandantes, esta chocolatería adquirió una fama sin precedentes cuando la gente, recién salida de los vecinos Teatro Eslava o Teatro Real, se acostumbró a tomar un chocolate con churros tras asistir al teatro, a la ópera o a la zarzuela.
Habitualmente estuvo frecuentada por la bohemia y los más destacados literatos y las artistas. De hecho, Ramón María del Valle-Inclán situó en esta chocolatería la Buñolería Modernista, citada en su obra Luces de Bohemia.
Hoy, sus mesas de madera verde, el mármol blanco y su luz tenue, nos siguen recordando a los cafés madrileños de finales del siglo XIX. Un entrañable lugar escondido, guardián de tradiciones, donde podemos seguir disfrutando de un manjar cuyo gusto nos hará viajar en el tiempo, desde el Nuevo Mundo hasta el Madrid de los cafés literarios… el verdadero sabor de la Historia.