Blanco y en botella
Vaquerías y lecherías del antiguo madrid
Hoy en día… ¿no os resulta curioso encontrar en un supermercado en pleno centro de Madrid un espacio destinado a la venta de leche fresca, casi recién ordeñada? Esta delicia alimenticia, a la que hoy muchos recurrimos para romper con nuestro presente repleto de alimentos procesados, se pudo adquirir en las numerosas vaquerías y lecherías que configuraron el paisaje urbano madrileño de la capital desde finales del siglo XIX y hasta bien avanzado 1970. Otro de los pintorescos negocios antiguos que hoy solo forman parte de nuestro recuerdo.
Aunque actualmente sería impensable no considerar la leche como un alimento de primera necesidad, en realidad no fue hasta bien avanzado el siglo XIX cuando la sociedad madrileña, y la española en general, la incluyeron en su dieta diaria.
Hasta entonces, y a diferencia de otros lácteos como el queso o la mantequilla, la leche se valoraba únicamente como medicamento y su consumo se recomendaba exclusivamente para aquellas situaciones en las que la edad y la salud hacían necesarias dietas líquidas.
Aún en las décadas de 1860 y 1870, los especialistas sanitarios seguían valorando sobre todo las proteínas y las calorías en los alimentos, circunstancia que relegaba a un segundo plano el consumo de leche líquida. Además, este producto se deterioraba con facilidad y su consumo en mal estado podía perjudicar seriamente la salud.
Esta situación cambió drásticamente durante el último tercio del siglo XIX, cuando se produjo una transición alimentaria muy ligada a los avances científicos y a la expansión urbana, a causa de la emigración del campo a la ciudad.
Por un lado, fueron fundamentales los progresos en microbiología y nutrición que, tras los descubrimientos de Louis Pasteur, permitieron identificar las aportaciones de la leche en cuanto a calcio y vitaminas, así como desarrollar nuevos procedimientos que permitieron retardar el desarrollo de microorganismos contaminantes para este alimento.
Las iniciativas públicas y privadas no tardaron en difundir entre la población los beneficios para la salud asociados al consumo de leche que, desde entonces, pasó a ser considerado un alimento de primera necesidad y a formar parte de la dieta alimenticia española, especialmente en sus ciudades.
Aunque durante el último cuarto del siglo XIX, la leche que se comercializaba en las ciudades procedía fundamentalmente de granjas situadas en los pueblos de alrededor, en los últimos años del siglo su consumo cobró tanto auge entre la población que los puntos de venta se multiplicaron, incluso en el propio núcleo urbano, dando lugar a las llamadas lecherías y vaquerías.
Las lecherías fueron uno de los negocios más abundantes en las calles del Madrid de finales del siglo XIX y principios del XX, en donde los madrileños podían abastecerse de leche fresca.
Si estas lecherías tenían además habilitado un establo en la trastienda, pasaban a denominarse vaquerías. En sus cuadras las vacas permanecían a la espera de ser ordeñadas, mientras convivían con tenderos y clientes.
El rápido deterioro de la leche desde que es ordeñada condicionó no sólo el consumo de este producto sino también la forma de acceder a él, de manera que las vaquerías y lecherías fueron la mejor manera de facilitar la cercanía entre el producto y el consumidor, al menos hasta la llegada de las cámaras frigoríficas en los años 20 del nuevo siglo.
La mayoría de los dueños de estas vaquerías eran inmigrantes procedentes del norte de la península, especialmente del Valle del Pas cántabro, que extendieron en Madrid la raza de vaca pasiega.
Estas vacas solían llegar en ferrocarril desde Torrelavega hasta la madrileña Estación del Norte. Una vez allí, seguían la vega del río Manzanares hasta llegar a las proximidades de la Avenida de la Albufera, donde pagaban una tasa como peaje y se dispersaban por grupos en busca de sus nuevos establos urbanos.
Las vaquerías madrileñas eran habitualmente negocios familiares que pasaban de padres a hijos, o bien a otros familiares o paisanos del mismo pueblo de origen. Generalmente estaban integradas en el domicilio familiar, pues requerían una vigilancia y cuidados constantes.
Se trataba de locales no muy espaciosos que fueron viables gracias al aprovechamiento de los espacios de la planta que daba a la calle en las casas tradicionales del casco histórico, con sus cuadras y corrales en las que, salvo excepciones, estabulaban de una a cuatro vacas cada uno.
Las vaquerías proporcionaban directamente la leche o a través de lecherías ajenas o propias, ubicadas a la entrada del mismo local. Algunas se especializaron en leche para niños y enfermos; otras en leche de cabra, que se consumía en menor proporción, y otras en leche de oveja.
La lechería era normalmente de pequeñas dimensiones. Solían contar con un mostrador de mármol y muchas también con una mesa, donde se podía consumir la leche en el local. Las paredes estaban alicatadas con baldosas blancas, muestra de higiene.
Sin embargo, aunque todos los días se limpiaba la cuadra por la mañana y por la tarde, las condiciones de mantenimiento de estos animales, así como la calidad de la leche extraída, no contaban con ninguna garantía de salubridad, por lo que estos establecimientos se convirtieron en foco de graves enfermedades como la brucelosis o “fiebre de Malta”, transmitida de animales a personas.
Hacia 1903, el número de vaquerías que existía en Madrid era, aproximadamente, de 340, y el de lecherías de 460. Rara era la calle que en algún momento no llegara a contar con una o varias vaquerías… lo que preocupaba al ayuntamiento y a la comunidad científica por el problema de higiene pública que comenzaba a ocasionar.
A pesar de ello, la compra de leche fresca se convirtió para las familias madrileñas en una costumbre diaria. Era habitual que los niños acudiesen a buscarla con botellas de cristal o con lecheras, unos recipientes de latón o aluminio de varias capacidades entre las que la más habitual era el cuartillo, equivalente a medio litro.
En el establecimiento la leche recién ordeñada se guardaba en unas grandes cubas en las que se introducía un cacillo con un largo mango con el que se rellenaban las lecheras de los clientes que, además, podían adquirir otros productos lácteos, elaborados con la leche sobrante, como mantequilla, queso y requesón.
Para poder comprobar la frescura de la leche, los clientes valoraban que los ordeños se realizaran a la vista en la vaquería, un proceso que se realizaba dos o tres veces diarias.
Algunas vaquerías, además, repartían el producto a domicilio, con el fin de rentabilizar el negocio, fidelizar a la clientela y buscar nuevos consumidores. Generalmente eran las hijas de los dueños quienes se encargaban de repartirla… las llamadas lecheras.
Muchas veces, cuando las lecheras iban por la calle a repartir la leche a las casas particulares, los guardias urbanos las paraban para comprobar la calidad del producto, pues existía la sospecha generalizada de que a la leche “se la bautizaba”, es decir, se le añadía agua… algo que en realidad estaba permitido, pero en pequeño porcentaje. Si se habían excedido en la cantidad de agua y la leche no tenía la calidad exigida por la normativa, se les ponía una multa y se les requisaba la leche.
Durante décadas, las lecheras con sus cántaros formaron parte del paisaje humano de las calles de Madrid, junto a otros oficios ya desaparecidos como aguadores, barrenderas, paveras, serenos, afiladores, vareadores, etc.
Una vez adquirida la leche cruda en la lechería, era obligatorio hervirla en casa antes de consumirla, para evitar enfermedades y garantizar su conservación en la ventana, la fresquera o la bodega de las casas. Al hervir la leche, además, se generaba una nata deliciosa que solía tomarse en rebanadas de pan con azúcar… una receta exquisita que aún hoy podemos intentar imitar comprando leche fresca e hirviéndola.
Durante la Guerra Civil y la posguerra, las vaquerías resultaron clave para luchar contra las dificultades nutricionales de las personas más necesitadas, proporcionando un suministro básico de leche a la población.
En la década de los cincuenta, existían en la capital cerca de 20.000 vacas, distribuidas en más de 800 vaquerías. De ellas, unas 600 eran al tiempo lecherías.
Evidentemente, la estabulación urbana seguía creando problemas sanitarios y malos olores constantes que debían sufrir los vecinos. Además, muchos establos estaban sucios y trabajaban ajenos al cumplimiento de las medidas higiénicas, por lo que estos negocios tuvieron que lidiar con el control cada vez más férreo de autoridades y veterinarios.
El cierre de las vaquerías en los cascos urbanos fue lento. En 1961 fueron reguladas por el Reglamento de Actividades Molestas, Insalubres, Nocivas y Peligrosas y se les dio un plazo de diez años para su desaparición por ley.
En ese momento, la leche pasteurizada copaba el mercado y las vaquerías tradicionales fueron desapareciendo de las calles de Madrid a lo largo de la década de los 70 y principios de los 80.
Las lecherías se mantuvieron al menos otra década más. La aparición de los comercios de alimentación general y supermercados supuso para estos negocios familiares la puntilla definitiva.
Aunque hoy ya no existen vaquerías en la capital, sí podemos encontrar en sus calles vestigios de lo que un día fueron. Uno de los mejores ejemplos es la “Vaquería La Tierruca”, abierta a principios del siglo XX en esta Avenida de Monte Igueldo, nº 103, y hoy reconvertida en vivienda.
Este local conserva en su fachada un conjunto mural de cerámica obra del cordobés Enrique Guijo Navarro, uno de los mejores ceramistas del primer tercio del siglo XX en España.
Su diseño publicitario consta de dos escenas: la primera, representa el ordeño de la leche sobre el titular “Leche pura”, lo mejor que podía ofrecer una vaquería. La segunda, el aviso “Se sirve a domicilio”, informando sobre el exclusivo reparto a clientes por medio de lecheras.
El recuerdo de aquellas pintorescas vaquerías, negocios casi rurales en contraste con la sociedad que les rodeaba, entregada a las maravillas del desarrollo y el progreso urbano, constituye hoy otra de las contradicciones de nuestra época: lo que ayer era una estampa propia de un mundo inhóspito nos sirve hoy como ejemplo de calidad de vida.