Fake news
la matanza de frailes, un día de cólera
¿Recuerdas la canción Vamos a contar mentiras que entonábamos de niños en el autobús del colegio, cuando íbamos de excursión? Haz memoria… “por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas”… aquella letra no podía ser más pegadiza, ¿verdad? Pues bien, hoy en día es muy posible encontrar titulares de prensa u opiniones en redes sociales haciéndonos creer que, en realidad, por el monte corren las sardinas y por el mar las liebres… son las llamadas “fake news” o bulos y, en medio de una crisis sanitaria como la que vivimos hoy, pueden poner en riesgo la vida de muchas personas. Sin embargo, esta situación no es exclusiva de una sociedad tecnológica e hiperconectada como la nuestra… la plaga cólera en el Madrid de 1834 ya demostró cómo un bulo puede agravar muy seriamente los efectos de una pandemia.
La España de 1834 vivía una etapa de incertidumbre creciente, con una situación política y social de todo menos estable. Hacía sólo diez meses que había muerto el rey Fernando VII y su hermano, Carlos María Isidro, reclamaba la sucesión al trono español frente a la heredera, Isabel II.
El pretendiente a rey había logrado reunir un ejército y acceder a la península desde Francia, a través del País Vasco. Así las cosas, los españoles se preparaban para afrontar una inminente guerra civil, la primera de las tres Guerras Carlistas que azotaron nuestro país a lo largo del siglo XIX.
Por si la posibilidad de una guerra no fuera suficiente, una desgracia sanitaria se iba a sumar en poco tiempo a las preocupaciones del país: la plaga de cólera que arrasaba a media Europa desde hacía años había llegado a España.
Esta pandemia tuvo su foco en la India, en 1817, y consiguió extenderse por Europa desde 1830 a través de las rutas comerciales. Al igual que en nuestros días, los transportes y la industrialización fueron los principales aceleradores de esta epidemia.
En enero de 1833 penetró en España, por el puerto de Vigo. Poco después pasó a Extremadura y desde allí a Andalucía. A pesar de que las poblaciones contaminadas fueron puestas en cuarentena a través de los llamados cordones sanitarios, el movimiento de tropas para sofocar el levantamiento carlista en el norte había terminado de expandir la enfermedad por toda España a partir de junio de 1834. En cuestión de semanas, los casos aislados se convirtieron en epidemia generalizada por todo el país… y Madrid no iba a ser una excepción.
Los más de 200.000 habitantes de la capital se hacinaban en el espacio que acotaba su cerca. Especialmente complicada era la vida en las zonas más pobres, donde los mendigos sobrevivían en unas deficientes condiciones sanitarias e higiénicas. Fue en estas áreas marginales donde decenas de personas comenzaron a morir entre vómitos, diarreas y dolores a causa del cólera.
Se ignoraban tanto el motivo de la enfermedad como su medio de transmisión pero, como suele ocurrir en estos casos, se culpó a los más desfavorecidos, que fueron el objetivo de las medidas iniciales: se ordenó la expulsión de los “sin techo” de la ciudad y se demolieron gran parte de las chabolas en las que sobrevivían numerosas familias sin recursos.
A pesar de la gravedad del asunto, tanto los poderes públicos como los medios de comunicación trataron de disimular la realidad con escaso éxito, negándose a declarar de forma oficial la epidemia para evitar que cundiera el pánico en la capital.
Durante al menos los diez primeros días del mes de julio, el Diario de Avisos de Madrid, publicación oficial del gobierno, se limitó a aconsejar sobre cómo evitar contraer la enfermedad, tratando de transmitir a sus ciudadanos que la situación no era grave y estaba controlada… cuando la realidad era bien distinta y los muertos ya se amontonaban en las calles. A partir de entonces los rumores se convirtieron en un hecho: la ciudad sufría una epidemia de cólera.
El miedo y la histeria a causa de la desinformación se fueron adueñando de los madrileños, generando un clima de alarma social y de tensión difíciles de contener. Madrid era un polvorín… y la chispa que lo haría saltar por los aires estaba a punto de prender.
El 17 de julio de 1834 un sol de justicia presidía las calles de la capital, golpeando con fuerza las cabezas de los madrileños que, como era habitual en pleno verano, se reunían en torno al frescor de las fuentes. El calor se unía a las noticias que avisaban de la inminente llegada de las tropas carlistas y a la preocupación por la epidemia que castigaba a la ciudad desde hacía semanas.
En torno a la Fuente de la Mariblanca, en este punto de la actual Puerta del Sol, se arremolinaban los aguadores ofreciendo un trago de agua fresca a quien pudiera pagarlo. Junto a ellos, grupos de niños correteaban por la plaza, intentando localizar un blanco para sus bromas.
Hacia el mediodía, uno de estos pequeños granujas se acercó por la espalda a uno de los aguadores e introdujo un puñado de barro en su cuba… una travesura propia de chiquillos que, en lugar de risas, despertó la ira de quienes presenciaron la escena, acusando al mozo de infectar el líquido, al grito de:
- “¡A ese! ¡Que lo mandan los frailes para envenenar el agua!” -
La locura se desató y un grupo de iracundos madrileños, arremolinados en torno al infeliz muchacho, lo cosió a puñaladas.
El boca a boca propagó como la pólvora un bulo por todo Madrid: como apoyo a los carlistas, los religiosos estaban contratando a niños e indigentes para que envenenaran las aguas de las que bebían los madrileños, siendo esa la causa de la epidemia que tantos muertos estaba causando.
El incontrolable comportamiento de las masas derivó en una paranoia colectiva. La violencia se extendió por toda la ciudad. La muchedumbre agredió a un franciscano que paseaba por la Calle de Toledo; accedió al Colegio Imperial y asesinó a cuanto religioso pudo encontrar; se asaltaron conventos de diferentes órdenes religiosas y sus habitantes fueron acuchillados, asesinados a golpes o quemados vivos… El convento de San Francisco el Grande se llevó la peor parte, con cerca de cuarenta religiosos muertos.
A medianoche terminaba una jornada funesta que pasaría a la Historia con el nombre de “la matanza de frailes”, en la que alrededor de setenta y cinco religiosos habían sido asesinados a causa de un bulo y ante la pasividad del gobierno.
Al día siguiente fue declarado el estado de sitio en Madrid. Los cabecillas de los motines fueron apresados y setenta y nueve personas juzgadas a las pocas semanas: cincuenta y cuatro civiles, catorce milicianos y once soldados. Dos fueron condenados a muerte por robo, no por asesinato, y los demás castigados con galeras, presidio o incluso absueltos.
Al margen de esta tragedia, la epidemia de cólera causó, en poco más de un año, unas 4.500 muertes en Madrid y más de 300.000 en toda España.
Sin embargo, como toda crisis sanitaria, la enfermedad no sólo aportó desgracias… también lecciones. Aquella pandemia se convirtió en uno de los principales impulsores de la medicina preventiva moderna y forzó a que se acometieran numerosas reformas en la capital: se modernizaron el suministro de aguas y el alcantarillado; se mejoró la higiene en fábricas, instituciones públicas y hospitales y, quizá la más importante de todas las enseñanzas, se tomó conciencia de la importancia de contar con médicos bien formados... ya que hasta entonces las supersticiones tenían tanta o más influencia a la hora de realizar diagnósticos que los criterios científicos.
Hoy, ciento ochenta y seis años después de aquella plaga de cólera, desgraciadamente comprobamos cómo la historia se repite punto por punto. En plena pandemia del coronavirus descubrimos que no sólo la enfermedad mata… también lo hace la desinformación. Tomemos nota y aprendamos para que la actual crisis suponga una oportunidad de aprender, al menos, que la madurez y la educación de una sociedad son siempre sus mejores anticuerpos para combatir la mentira.