Romper la baraja

Antigua Real Fábrica de Naipes de Madrid

origen de los naipes, JUEGO E HISTORIA

¿Quién ha disfrutado alguna vez de una interminable partida de cartas con su familia o amigos? Aquellas tardes de playa jugando al “mentiroso” con los amigos… o esas sobremesas navideñas jugando al “tute” o a “chinchón” con la familia… ¡y qué decir de aquellas inolvidables tardes de pellas universitarias jugando al “mus” con los compañeros!

En España los juegos de cartas son muy populares y una de las aficiones más arraigadas en nuestra cultura popular desde hace siglos. Pero si hubo una época en la que los juegos de cartas marcaron la diferencia en el ocio de los españoles, ese fue el Siglo de Oro… un momento en el que los juegos de naipes fueron considerados más un vicio que un entretenimiento, especialmente en el Madrid cortesano.

Durante los siglos XVI y XVII, en una España que destacaba por la pobreza, la mendicidad, la vagancia y la ociosidad de sus habitantes, el juego se convirtió en una vía de distracción de la profunda crisis que vivía nuestro país.

La picaresca se convirtió en una de las señas de identidad de la capital en aquellos años en los que el dinero, tanto si lo había como si no, pasaba de unas manos a otras de mil formas, y el juego siempre fue una de las más populares.

Los juegos de azar eran el medio a través del que se dirimían malentendidos y rencillas familiares, se disipaban herencias o, simplemente, se apostaba por el mero placer del riesgo y el prestigio de un solo día.

Primero fueron los juegos de dados y más tarde, hacia 1440, con la invención de la imprenta, se extendió por España el más relevante y trascendental de los juegos del momento: los naipes.

Los naipes ayudaron a los marinos y a los pasajeros de las lentas embarcaciones de aquella época a atenuar el tiempo de traslado que se prolongaba durante meses. Además, la guerra propició aún más el uso de la baraja, pues entre las tropas se solía jugar y apostar.

Los naipes pronto se convirtieron una de las formas de ocio más populares y en un fenómeno del que participaban todos los todos los grupos sociales: pobres, nobles, artesanos, clérigos, moros, judíos, mujeres e incluso los reyes.

De hecho, la propia baraja española era un reflejo de la sociedad del momento, como representan sus cuatro palos (oros, copas, espadas y bastos) que supuestamente simbolizan los cuatro estamentos en los que se dividía la sociedad feudal: realeza, clero, ejército y pueblo llano.

Pero los naipes no sólo configuraron una nueva forma de ocio, también resultaron el gran vicio del Siglo de Oro, un vicio que muchas veces acarreaba nefastas consecuencias económicas tanto para el jugador como para su familia, especialmente cuando se apostaba en los llamados “juegos de estocada”, aquellos en los que se podía ganar o perder grandes sumas de dinero con extraordinaria rapidez.

Muchos madrileños se jugaban enormes cantidades de maravedís, haciendas y, a veces, todo lo que disponían, con tal de tentar a la suerte e intentar enriquecerse a costa de su oponente. Era tan grande la pasión que se ponía en este tipo de juegos que estudiantes, cortesanos, soldados e incluso clérigos se jugaban cuanto llevaban encima.

Se dice que Felipe III perdió grandes sumas de dinero por apostar a los naipes, afición que le ocupaba más tiempo que las obligaciones de la corona. Por su parte, el capitán Alonso de Contreras, en su obra Vida de este Capitán cuenta cómo, cuando era joven, perdió la camisa y los zapatos jugando a los naipes.

El juego de apuestas arraigó tan profundamente en la sociedad de la época que tuvo que ser sistemáticamente prohibido por la justicia, hasta llegar a limitar lo apostado a un máximo de dos reales o a productos o animales menores y que sirviesen para comer. Las penas por incumplir estas normas podías ser desde pagar grandes multas hasta el destierro perpetuo, galeras o presidio.

La Iglesia católica también condenó las apuestas, no sólo porque su motivación inicial fueran la avaricia y la codicia, sino porque dejaban a más de uno en la miseria y eran fuente de blasfemias y peleas.

Con todo, el juego y las apuestas continuaron desarrollándose en la capital como un elemento más de cotidianidad de la sociedad madrileña.

Los nobles se reunían en elegantes “casas de conversación”, donde las fortunas que se jugaban a los naipes eran realmente asombrosas, llegándose a apostar carruajes, palacios o esclavos.

Por su parte, las clases populares acudían a garitos en el límite de la legalidad ubicados en las traseras de las tabernas, mesones y mancebías, muchos de ellos dirigidos por antiguos soldados.

Los madrileños jugaban por todos lados, hasta tal punto que fue necesario prohibirlos expresamente en lugares como el cementerio de la Iglesia de Santa Cruz, e incluso en algunos de los despachos de la Administración de Justicia por parte de los funcionarios, bajo penas de suspensión de oficio y severas multas.

Tras corroborar que era imposible erradicar el juego de las calles de la Villa, surgieron una serie de locales públicos reservados al juego que, aunque ilegales, consiguieron que las instituciones locales hicieran la vista gorda al representar una fuente de ingresos considerable para las arcas de la Corona, provenientes del arrendamiento de los locales y de las cuantiosas multas que se imponían en ellos. Estos locales se denominaban casas de tablaje o tablajerías y venían a ser algo así como las antepasadas directas de los actuales casinos.

En el siglo XVII existían multitud de tablajerías en Madrid. Una de ellas, ubicada en la Puerta de Guadalajara (actual Calle Mayor), estaba regentada por Francisco de Robles, el librero que compró y mandó imprimir a su costa el Quijote y las Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes. También destacaban las ubicadas en la Calle Francos, junto a la Casa de Lope de Vega, o en la Calle Montera.

Las tablajerías gozaban de muy mala reputación ya que en ellas las blasfemias, peleas, riñas, alcohol y todo tipo de desórdenes eran constantes, llegando, a veces, incluso al asesinato.

A pesar de ello y, a priori, existían ciertas normas de admisión impuestas por los tablajeros que regentaban estos garitos:

  • Nadie podía entrar en el tablaje sin que previamente hubiera dejado el puñal o cualquier otra arma, en poder del tablajero.

  • No se consentiría fraude ni engaño alguno en el conteo de las monedas, ni marcas en los naipes, jugándose exclusivamente con el material proporcionado por el tablajero.

  • Quedaba fijada de antemano la cuantía máxima de las apuestas en función de cada juego.

  • Existía un horario en el que podía estar abierto el tablaje y los días del año en los que deberá estar cerrado, generalmente coincidiendo con los días solemnes del calendario católico.

En caso de no cumplir con lo pactado, el tablajero podía ser sancionado con importantes multas.

En estos locales, los adictos al juego o “gariteros” se reunían para jugar a juegos tan diversos como la báciga, la baza, el cacho, el capadillo, el cuco, la dobladilla, la flor, el flux, el juego del hombre, el malcontento, la polla, el renegado, el tenderete, la treinta y una, el tresillo, el triunfo o la zanga… en todos ellos podemos encontrar a los antepasados de los actuales mus, el chinchón, tute, cinquillo o las siete y media.

También allí se reunían los tahúres para hacer “su negocio”, con juegos prohibidos por la ley como la carteta, los vueltos, parar llano, presa y pinta, treinta por fuerza, las pintillas, el sacanete y la andabobilla.

Por otro lado, y al margen de los tahúres o jugadores profesionales de naipes, estaban los tramposos, también conocidos como fulleros o floreros.

Las fullerías o floreos, aunque practicadas, no estaban permitidas en las tablajerías y si eran descubiertas podían costarle al fullero de turno no solo su dinero, también varios latigazos y, en los casos más graves, la amputación de algún miembro, la lengua o un dedo.

Las cartas amañadas o “naipes hechos”, eran la trampa más utilizada por los pícaros tramposos, que solían guardarlas bajo el jubón a la espera de poder utilizarlas.

Las técnicas más utilizadas para marcar las cartas eran el “humillo” (se tiznaban las cartas), la “verruguilla” (se marcaban con abultamientos), los “colmillos” (se marcaban con los dientes) o el “raspadillo” (se marcaban con las uñas).

Otra de las trampas más empleadas era ver las cartas del oponente al trasluz, técnica conocida entre los tramposos como “espejo de Claramonte”.

A tahúres y fulleros se unían en las tablajerías otros pícaros, delincuentes comunes, que solían estar compinchados con ellos para desplumar a los incautos que se prestaran y así sacar alguna ganancia de las partidas: los “enganchadores”, engañaban a los viajeros para que entraran a jugar a algún garito; los “rifadores”, que sorteaban las prendas que otros perdían en las mesas de juego; el “rufián”, se encargaba de hacer desaparecer cartas marcadas; los “maulladores”, pendientes de observar y contar en detalle todo lo que se sucedía; los “modorros”, que fingían dormir y se despertaban para jugar con los jugadores más rezagados; los “apuntadores o guiñones”, encargados de delatar las cartas del contrario a base de guiños. Todos ellos esperaban recibir por parte de los ganadores una propina por su ayuda que recibía el nombre de “ el barato”.

Las partidas siempre eran tema de conversación y animaban los mentideros gracias a los “corredores”, cuya misión era relatar a unos y otros lo sucedido en torno a una mesa de naipes en los garitos: quién jugaba, qué se habían apostado, quién había ganado y quien había sido arruinado.

Tal era la afición al juego de naipes que finalmente la hacienda real hizo estanco de su fabricación, medida con la que se trataba de evitar el contrabando de barajas hechas a mano.

Para poder fabricar los naipes en España se requería de una autorización expresa de la Corona, pagándose unos derechos de medio real por cada baraja comprada. Una de estas fábricas especializadas, en concreto la que surtía a la capital, se encontraba en Toledo.

Las cartas solían fabricarse mediante la técnica de la xilografía, a partir de moldes de madera tallados que se entintaban para imprimir sobre papel, y en las que el color se aplicaba generalmente con plantillas, una por cada color.

Como base de las cartas se utilizaba cartulina, a fuerza de encolar papeles hasta darles la suficiente consistencia, pero también opacidad para evitar que se pudieran ver al trasluz. Una vez elaboradas solían bruñirse para favorecer el barajado.

Ya en el siglo XVIII, durante el reinado de Carlos III se decidió concentrar los monopolios “estancos” controlados por la Corona en Reales Fábricas ubicadas en el sureste de Madrid. Una de ellas sería la Real Fábrica de naipes y aguardientes, construida en 1792 en el antiguo Portillo de Embajadores.

El comercio de los naipes fue monopolio de la Corona hasta 1809, cuando se decretó la libre fabricación y venta de naipes en todo el Estado. Ese mismo año, José Bonaparte ordenó que el edificio pasara a albergar la Real Fábrica de Tabacos, función que, desde entonces, ha seguido desempeñando hasta su cierre hace apenas unos años.

Aunque hoy, con la llegada de internet el juego online ha cobrado protagonismo, muchos aficionados a la baraja española todavía se resisten a dejar de reunirse cara a cara para jugar su partida de cartas… un entretenimiento al que muchos españoles hemos dedicado un tiempo muy importante de nuestras vidas cotidianas sin saber que, al mismo tiempo, ayudábamos a mantener una de las señas de identidad de nuestra cultura.

Retrato de Miguel de Cervantes

Miguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares,1547-Madrid, 1616)

El vicio del juego se ha vuelto ejercicio común
— Miguel de Cervantes


¿Cómo puedo encontrar el lugar en el que se ubicó la Real Fábrica de Naipes de Madrid?