La dolce vita

Casa de Rossini en Madrid. Fonda de Genieys. Historia de Madrid

Antigua Fonda de Genieys en la que se alojó Rossini. Madrid, 2020 ©ReviveMadrid

Gioachino Rossini: paladeando la vida

¿Alguna vez te has detenido a imaginar cómo emplearías tu tiempo si tuvieras la fortuna de no volver a trabajar jamás? Probablemente dedicarías tus días a disfrutar sin prisas, viajando por el mundo, cultivando tus pasiones y saboreando cada instante sin el peso de las obligaciones. Pues bien, eso fue exactamente lo que hizo el célebre compositor italiano Gioachino Rossini, quien, en el esplendor de su carrera, tomó una decisión tan inesperada como envidiable: retirarse del mundo de la ópera para entregarse a sus dos grandes amores fuera de la música: la gastronomía y el lujo.

A pesar de haber compuesto durante apenas dos décadas, el legado de Rossini se mantiene vivo como un faro en la historia de la ópera italiana. Su pluma prodigiosa dio vida a algunas de las más memorables partituras del siglo XIX, consolidándolo como uno de los grandes genios de su tiempo.

Incluso quienes no se consideran aficionados a la música clásica han escuchado, quizá sin saberlo, muchas de sus arias inmortales. De su vasta producción, que incluye treinta y nueve óperas, destacan obras maestras como Otello, Guillermo Tell y, por supuesto, El barbero de Sevilla, cuya obertura y la célebre aria "Largo al factótum" (sí, esa de "¡Fígaro, Fígaro, Fígaro!"), siguen resonando en la memoria colectiva como un emblema del bel canto y del genio inimitable de Rossini.

Gioachino Rossini, un niño prodigio destinado a la gloria_

Gioachino Antonio Rossini nació en la ciudad italiana de Pésaro el 29 de febrero de 1792, apenas nueve meses después de la muerte de Mozart, cuya influencia marcaría profundamente su desarrollo musical.

Hijo de un cornista y de una cantante de teatros locales, Rossini creció rodeado de melodías y partituras, absorbiendo desde muy pequeño el arte que lo convertiría en una leyenda. Su talento precoz no tardó en manifestarse, y ya en su adolescencia comenzó a destacar como un niño prodigio de la composición. A los dieciocho años estrenó su primera ópera, demostrando una madurez inusual para su edad. Apenas cuatro años después, con tan solo veintidós, ya había compuesto diez óperas, consolidando su posición como una de las figuras más prometedoras del panorama musical europeo.

Sin embargo, fue en 1816, a los veinticuatro años, cuando su genio alcanzó su mayor esplendor con El barbero de Sevilla, estrenada en Roma en febrero de aquel año. Pese a un estreno inicial accidentado, la ópera se convirtió rápidamente en un éxito arrollador, transformando a Rossini en un auténtico fenómeno de masas y asegurándole un lugar privilegiado en la historia de la música.

Prolífico, innovador… y deliciosamente perezoso_

Entre 1810 y 1830, Gioachino Rossini se consolidó como el compositor de ópera más célebre y aclamado de su tiempo. Su talento deslumbrante le permitió no solo alcanzar la cima del éxito, sino también redefinir el rumbo del género. Fue nombrado director musical de los prestigiosos Teatros de Ópera de Nápoles y del Teatro de los Italianos de París, dos de los epicentros musicales más importantes de Europa. Durante ese período dorado, cosechó gloria con títulos inolvidables como La italiana en Argel y, más aún, con la creación de un estilo que marcaría un antes y un después en la historia de la música: el bel canto. Su refinada técnica vocal y sus efectos expresivos se convirtieron en el modelo a seguir para toda una generación de compositores, que trataron, con mayor o menor fortuna, de emular su maestría.

Si bien destacó especialmente en la ópera bufa, su versatilidad lo llevó a explorar con éxito diversos estilos, convirtiéndose en una referencia ineludible para músicos contemporáneos y futuros, entre ellos gigantes como Giuseppe Verdi y Richard Wagner.

Su espíritu innovador dejó una huella imborrable en la historia de la ópera. Introdujo técnicas revolucionarias que transformarían para siempre el género, como el crescendo —un recurso de acumulación sonora que incrementaba la intensidad dramática—, el canto sillabato, que exigía una gran agilidad vocal, y la integración de elaborados números de ballet, que más tarde serían fundamentales en la tradición operística francesa.

Sin embargo, si su genio era indiscutible, también lo era su legendaria pereza. Se decía que su facilidad para la composición era tal que solo su desidia le impidió duplicar su producción. Las anécdotas sobre su indolencia son casi tan célebres como su música: las malas lenguas afirmaban que componía sin levantarse de la cama y que, si una hoja caía al suelo, prefería escribirla de nuevo antes que hacer el esfuerzo de recogerla. Quizás esa despreocupación era, en el fondo, la manifestación de un artista cuya creatividad fluía sin esfuerzo, como si la música misma lo buscara a él y no al revés.

Un retiro dorado: el arte de vivir sin prisas_

Rossini compuso con una dedicación incansable durante casi dos décadas, dejando una huella imborrable en la historia de la ópera. Sin embargo, en 1829, a la edad de treinta y siete años y tras haber firmado la asombrosa cifra de treinta y nueve óperas en tan solo diecinueve temporadas, tomó una decisión tan sorprendente como definitiva: retirarse de la composición.

Su última obra maestra, Guillermo Tell, marcó el cierre de su brillante carrera operística. Ante la admiración y el asombro de sus contemporáneos, Rossini explicó su drástica elección con una declaración tan pragmática como reveladora: "Después de Guillermo Tell, un éxito más no engrandecería mi carrera, y un fracaso la empañaría. No quiero ampliar mi fama, pero tampoco arriesgarme a perderla”.

Las razones de su retiro han sido objeto de especulación durante siglos. Quizás fue la fatiga tras años de producción frenética, la incomprensión ante la evolución del panorama musical, los problemas de salud o, simplemente, la certeza de que no tenía nada más que demostrar. Lo cierto es que Rossini, lejos de añorar los aplausos del público, se entregó sin reservas a una vida de placeres que su holgada fortuna le permitía disfrutar.

A partir de entonces, el genio de Pésaro cambió los escenarios por las exquisitas mesas de los mejores restaurantes y los salones más selectos de Europa. Se convirtió en un auténtico sibarita, cultivando su amor por la gastronomía con la misma pasión que antaño dedicaba a la música. Platos refinados, recetas legendarias y veladas fastuosas fueron los nuevos escenarios donde Rossini siguió siendo un maestro, pero esta vez del arte de vivir.

Buena mesa y buena vida: el arte de disfrutar_

Rossini no solo fue un maestro de la música, sino también un apasionado de la gastronomía, tanto en su faceta de comensal como en la de cocinero aficionado. Su devoción por la buena mesa fue tal que su apellido quedó inmortalizado en un sinfín de platos de la época, convirtiéndose en un sello de refinamiento culinario. Entre las delicias que llevan su nombre destacan el célebre solomillo a la Rossini, los macarrones a la Rossini, los canelones a la Rossini, los huevos a la Rossini, la pularda a la Rossini y los tallarines a la Rossini, sin olvidar una variedad de salsas, consomés, lasañas, arroces, pescados y carnes inspirados en su sofisticado paladar. Además, su legado gastronómico no se limitó a los platos salados: en su honor se crearon postres exquisitos como el pastel Fígaro y la tarta Guillermo Tell, reflejo de su impacto en el arte culinario.

Lejos de conformarse con ser un simple amante de la buena comida, el compositor supo combinar su pasión gastronómica con la vida social de la élite parisina. Así nacieron sus célebres “sábados musicales”, exclusivas veladas organizadas en su villa de París, donde el lujo y el buen gusto se daban cita en un ambiente de refinamiento absoluto. En estas opulentas cenas, la mesa era puesta con una vajilla exquisita y una decoración fastuosa, mientras dieciséis invitados seleccionados con sumo cuidado —príncipes, literatos y estadistas— disfrutaban de un festín digno de reyes. En estas noches, la música y la gastronomía se fundían en un espectáculo sensorial, reflejo del espíritu hedonista de su anfitrión.

Curiosamente, así como en la cocina se evita el desperdicio y se reutilizan ingredientes para crear nuevas recetas, Rossini aplicó una lógica similar a su propia música. En más de una ocasión recicló fragmentos enteros de composiciones previas, dotándolos de una nueva vida en sus óperas. Un caso emblemático es la obertura de su obra maestra, El barbero de Sevilla, que en realidad no fue escrita originalmente para esta ópera, sino que ya había sido utilizada en Aureliano in Palmira y Elisabetta, regina d’Inghilterra. Como en la alta cocina, el secreto estaba en saber reinventar lo ya existente con genialidad y maestría.

Isabella Colbran: la diva española y musa de Rossini_

La historia de Gioachino Rossini no puede contarse sin mencionar a Isabella, una de las sopranos más célebres de su tiempo y figura clave en la vida del compositor. Nacida en Madrid en 1785, Colbran no solo brilló en los escenarios europeos, sino que también dejó una huella indeleble en la obra de Rossini, quien la convirtió en su musa y esposa.

Isabella Colbran fue una de las cantantes más admiradas de la Europa del siglo XIX. Su carrera se consolidó principalmente en Italia, donde alcanzó fama en los teatros de Nápoles. Poseedora de una voz poderosa y expresiva, con una tesitura amplia que combinaba el virtuosismo del bel canto con una profunda capacidad dramática, Colbran cautivó a compositores y audiencias por igual.

Desde joven, atrajo la atención de figuras influyentes del mundo de la música. Su talento le permitió establecer una relación estrecha con el empresario Domenico Barbaja, quien dirigía el Teatro San Carlo de Nápoles y se convirtió en su protector. Fue en este ambiente donde conoció a Rossini, un joven compositor en ascenso que rápidamente reconoció el potencial artístico de la soprano.

El vínculo entre Rossini y Colbran trascendió lo meramente profesional. El compositor encontró en ella la intérprete ideal para sus óperas serias, adaptando su música a la voz de la soprano y explotando al máximo sus capacidades vocales. De hecho, escribió expresamente para ella los papeles principales de algunas de sus óperas más importantes, como Elisabetta, regina d’Inghilterra (1815), Otello (1816), Armida (1817), Mosè in Egitto (1818), Maometto II (1820) y Semiramide (1823).

Su relación se consolidó con el tiempo y, en 1822, tras varios años de colaboración artística y un romance cada vez más evidente, se casaron en Bolonia. Sin embargo, para entonces la voz de Colbran comenzaba a mostrar signos de desgaste debido a los exigentes papeles que interpretaba, lo que afectó su carrera de manera irreversible.

Tras su matrimonio, la carrera de Colbran entró en declive. Su capacidad vocal se deterioró rápidamente y, con el paso de los años, fue perdiendo protagonismo en la escena operística. Mientras tanto, Rossini continuó cosechando éxitos y, tras su estancia en Nápoles, se trasladó a París, donde su música conquistó al público francés.

A medida que su relación se deterioraba, Rossini inició un romance con Olympe Pélissier, una joven parisina que terminaría convirtiéndose en su segunda esposa. En 1837, la separación entre Rossini y Colbran se haría oficial. A pesar de la distancia, el compositor nunca dejó de preocuparse por ella y siguió apoyándola económicamente hasta su muerte en 1845.

Rossini e Isabella en la Fonda de Genieys de Madrid_

Antes, en 1831, Gioachino e Isabella emprendieron un viaje a Madrid, alojándose en la célebre Fonda de Genieys, un establecimiento que, en su tiempo, simbolizaba la sofisticación y el refinamiento culinario en la capital española. Ubicada en la confluencia de las calles de La Reina y Clavel, dentro del desaparecido Palacio Masserano, esta fonda no era un simple alojamiento, sino un auténtico templo del buen comer, donde la alta sociedad madrileña y los viajeros más exigentes podían disfrutar de la mejor cocina de la época.

Durante el siglo XIX, las fondas eran establecimientos que combinaban hospedaje y restauración, funcionando como precursores de los modernos hoteles y restaurantes de lujo. En Madrid, la Fonda de Genieys destacaba por su elegancia y por ofrecer un servicio al estilo francés, algo poco común en la capital en aquel entonces.

Regentada por el empresario francés Genieys, este lugar introdujo en Madrid las tendencias culinarias de la alta cocina francesa, marcando un punto de inflexión en la gastronomía de la ciudad. En una época en la que la comida madrileña estaba dominada por la tradición castellana y los platos contundentes como el cocido madrileño, la llegada de técnicas y recetas extranjeras supuso una revolución en los gustos de la aristocracia y la burguesía local.

La Fonda de Genieys fue clave en la introducción de la cocina francesa en la capital española. En el siglo XIX, la gastronomía francesa se consolidó como el estándar del lujo culinario en toda Europa, y Madrid no fue una excepción. Con la llegada de cocineros franceses y la apertura de establecimientos como este, los madrileños más acaudalados comenzaron a incorporar nuevas recetas y técnicas a su repertorio gastronómico.

Uno de los mayores cambios que promovió este tipo de establecimientos fue la evolución del servicio de mesa. Mientras que en España era habitual servir todos los platos a la vez en grandes bandejas (siguiendo el estilo español de "servicio a la francesa"), la influencia francesa trajo consigo el "servicio a la rusa", donde los platos se servían individualmente y en el orden adecuado, algo que aportaba mayor refinamiento y sofisticación.

El declive y desaparición de la Fonda de Genieys_

Con el paso del tiempo, la Fonda de Genieys perdió protagonismo ante la aparición de nuevos establecimientos y la transformación de Madrid en una ciudad moderna. El Palacio Masserano, donde se encontraba, fue demolido a finales del siglo XIX con la expansión de la Gran Vía, lo que marcó el final definitivo de este icónico lugar.

Sin embargo, su legado permanece en la historia de la gastronomía madrileña. La influencia de la cocina francesa que se popularizó en lugares como la Fonda de Genieys se consolidó con el tiempo, dando paso a una cocina madrileña más refinada, donde la tradición se fusionó con la innovación y el lujo.

Para Rossini, su paso por la Fonda de Genieys fue una parada natural en su búsqueda del placer gastronómico. Para Madrid, este establecimiento representó una época de cambio, en la que la ciudad comenzó a abrirse a las influencias internacionales que acabarían por transformar su cultura culinaria.

Música, honores y una deuda saldada_

La visita de Rossini no pasó desapercibida en la capital. Durante los ocho días que permaneció en la ciudad, la reina María Cristina de Borbón lo distinguió con el título de Maestro del Real Conservatorio, un reconocimiento a su indiscutible genio musical. Pero su paso por Madrid también dejó una huella más tangible en el escenario: el compositor tuvo el honor de dirigir una representación de su inmortal El barbero de Sevilla en el desaparecido Teatro de La Cruz, un evento que reunió a 1.500 espectadores y al que incluso asistió el mismísimo Fernando VII, demostrando la admiración que su música despertaba en la corte española.

Sin embargo, más allá de los aplausos y las distinciones, Rossini también encontró tiempo para resolver un asunto pendiente. Se cuenta que en aquellos días aprovechó la ocasión para ajustar cuentas con el aristócrata Carlos Miguel Fitz-James Stuart, XIV duque de Alba. Famoso por su pasión por el arte, su afición desmedida por la ópera y su tendencia a entregarse a la vida bohemia en París, el duque había contraído una deuda con Rossini once años atrás. Y aunque el compositor era un hombre de buen humor y espíritu festivo, no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad de cobrarse lo que le correspondía… con intereses. Después de todo, hasta la más armoniosa de las sinfonías necesita que todas sus notas estén en orden.

Un legado incomparable: la música hecha eternidad_

Gioachino Rossini falleció en París el 13 de noviembre de 1868, tras haber vivido setenta y seis años, de los cuales veinte los dedicó a componer algunas de las óperas más trascendentales de la historia de la música. Su legado sigue vivo, y sus obras continúan representándose incansablemente en los teatros de todo el mundo, deleitando a generaciones con su genio inigualable.

Sus restos descansan hoy en la majestuosa Basílica de Santa Croce de Florencia, el panteón de las grandes glorias italianas, donde comparte espacio con figuras inmortales como Miguel Ángel, Galileo y Maquiavelo. Con su muerte, el llamado "Cisne de Pésaro" dejó de ser solo un compositor para convertirse en leyenda, no solo por su contribución a la música, sino también por haber hecho de su propia vida una obra de arte.

Porque si la ópera es la exaltación de la pasión, la belleza y el drama, pocos como Rossini lograron trasladar ese espíritu a su existencia. Una vida plena, brillante y sofisticada que, como dirían los italianos, "se non è vero, è ben trovato": si no es del todo cierto, al menos es una historia digna de ser contada.


Gioachino Antonio Rossini. Historia de Madrid

Gioachino Antonio Rossini (Pésaro, 1792-París, 1868)

El apetito es la batuta que dirige la gran orquesta de nuestras pasiones
— Gioachino Rossini


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